lunes, 11 de enero de 2021

Confesiones de un SEFOCUMA (VI): Camino a la jura.

 

 

    De regreso de Agost, enfilábamos la recta final de nuestro primer período de formación como futuros alféreces de SEFOCUMA. En el inmediato horizonte se perfilaba la silueta de la temida Academia de Infantería de Toledo, templo de la gloriosa infantería española a la que tendríamos el gusto de pertenecer a no mucho tardar. La experiencia de aquel primer VIVAC moldeó el carácter de unos jóvenes en los que ya se atisbaba cierto ardor guerrero, concediéndonos el impulso y el espíritu de sacrificio necesarios como para sortear con éxito los últimos obstáculos que se interpondrían en la consecución de la ansiada estrella de seis puntas. No obstante, Alicante aún nos reservaba alguna que otra peripecia.   


   Como digo, la última fase de nuestra estancia en el Acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete estuvo encaminada, sobre todo, a que no hiciéramos el más espantoso de los ridículos en el desfile de la jura de bandera: acto sacrosanto en el que sellaríamos nuestro compromiso de servicio a la patria y de respeto a la enseña nacional. Con lo cual, se pueden ustedes imaginar la de horas que echamos en la explanada de desfiles. Aunque, no se crean, tampoco era eso lo único que hacíamos: para nuestra desgracia, seguían sin faltar las sesiones de orden de combate, no fuera a ser que perdiéramos la fiereza y destreza adquiridas para llevarnos por delante, sin contemplaciones ni miramientos, al enemigo común. Así como tampoco olvidábamos la detestable tarea de mantener los cetmes como los chorros del oro. Uno experimentaba la desesperación más absoluta cuando, después de afanarse hasta la extenuación, comprobaba con asombro que en el ánima aún quedaban restos de suciedad. En tales circunstancias, un servidor ha presenciado cómo media compañía entonaba encarecidamente las más sentidas plegarias, a ver si acaso el de arriba intercedía a nuestro favor con tal de que el trapito que utilizábamos para tales menesteres saliera impoluto al enésimo intento. Pero, insisto, todos los esfuerzos de aquellos días estaban dirigidos a que el acto de la jura quedara inmaculado y saliera a pedir de boca.


   Por lo general, después de las clases teóricas marchábamos en formación a ensayar lo que debería ser el colofón de nuestro periplo alicantino. Y a fe que nuestros mandos se tomaron aquel asunto como una cuestión de honor en la que estaban en juego tanto su prestigio profesional como su dignidad personal. Y es que uno podía ser un lerdo explicando el funcionamiento del mecanismo percutor de una granada, o recorrer un campo de maniobras con el mismo grado de despiste del que hace gala Fernando Simón en sus ruedas de prensa, pero la mera posibilidad de desfilar como un auténtico mamarracho ante la oficialidad y demás autoridades era un pecado mortal que no se contemplaba ni por asomo. Y, por supuesto, ya se encargarían el teniente San Miguel, el alférez Serna, el brigada Fermín o el sargento Prendes de que no cometiéramos tamaño sacrilegio. Por ellos, evidentemente, no iba a quedar. Y vaya que si no quedó. Les aseguro que si hubiera puesto el mismo empeño y echado el mismo número de horas en estudiar las oposiciones, hoy sería un flamante funcionario de carrera de la Junta de Extremadura… y no un simple interino.


   Por lo visto, el desastre que estábamos a punto de perpetrar se veía venir de lejos. Un día, la cosa llegó a tal extremo que terminamos con la paciencia del teniente San Miguel -que tampoco es que fuera sobrado de tal virtud-: se le hincharon las pelotas y nos tuvo desfilando toda una mañana por el interior del acuartelamiento, acordándose de nuestros parientes más cercanos a la mínima que perdíamos el paso, que no manteníamos el brazo izquierdo en riguroso ángulo de 90º o que no ejecutábamos los movimientos con la debida marcialidad.

- Morales, ¿qué acontece? ¿Tenemos pupita en el codo, o es que hemos pasado mala noche?

- Ni una cosa ni la otra, mi teniente- balbuceó Morales.

- Pues entonces más le vale que suba ese fusil a los cielos como si fuera la mismísima Virgen del Rocío. ¡¿Entendido?!

- Faltaría más, mi teniente.

  

 Y ahí tenían ustedes a Morales, costalero en ciernes, con su amor propio en entredicho, levantando el cetme con tal efusividad que lo de menos era que ahora perdiera el paso de manera disparatada; eso sí, con un gracejo y desenvoltura que ya quisieran para sí un legionario o un infante de marina. Sustituyó una falta imperceptible para ojos inexpertos por otra de la que hasta un ciego tomaría buena nota. Por no hablar de la mano derecha de Morales, la que debería acompañar en perfecta armonía a la que portaba el arma: iba a lo suyo, al buen tuntún, con ese guante níveo y desacompasado refulgiendo sobre los demás. Así que, háganse ustedes cargo del cuadro y añádanle a eso el rostro ufano de Morales -que creía estar cumpliendo fielmente con las órdenes recibidas- y las caras de estupefacción de quienes contemplábamos aquella escena con absoluta incredulidad.

   

   Efectivamente, aquello pintaba malamente. Ese fue, quizás, el punto de inflexión que nos hizo recapacitar. Nunca habíamos visto al teniente San Miguel tan fuera de sus casillas como en aquella ocasión, y eso que su carácter era, de suyo, inclinado al encabronamiento permanente. Sabíamos que habíamos herido su orgullo de oficial de complemento, y que no estaría dispuesto a quedar en evidencia por culpa de un puñado de patanes engreídos. Nos dimos por enterados y nos conjuramos para que lo que estaba predestinado a ser una jornada gloriosa no se convirtiera en un fracaso vergonzante. A partir de aquel fatídico día pusimos, con mayor o menor fortuna, el máximo celo de que fuimos capaces para tratar de revertir la situación. Algunos, incluso, por no defraudarnos a nosotros mismos, tomamos la decisión de practicar durante los ratos libres de que disponíamos, a ver si de ese modo ahuyentábamos los nubarrones que se cernían sobre nuestras cabezas. Estaba en nuestras manos evitar que la 21ª compañía del penúltimo reemplazo de SEFOCUMAS pasara a la historia de las milicias universitarias como ejemplo de perfecta inutilidad. No habíamos pasado las de Caín como para que aquella fuera la huella que dejáramos a nuestro paso por Alicante.


   Pero, entre ensayo y ensayo, sumido en la más honda preocupación por lo que les acabo  de referir, había que seguir rindiendo en los estudios para tratar de quedar lo mejor situado en el escalafón. En mi caso, no era lo mismo que me destinaran a la Base General Menacho de Badajoz que al Regimiento de Cazadores de Montaña de Navarra. Es decir, había que ponerse las pilas para que no le mandaran a uno más allá del Tajo por el norte, y del Guadiana por el sur. Eso sí, muchos de mis compañeros de armas no tenían reparos en recalar en las islas Canarias o en las Baleares, de ahí que se esforzaran como nunca para sacar los mejores resultados y poder elegir tan exóticos destinos. Y todo ello con tal de pavonear sus uniformes por aquellas islas afortunadas, en busca de batallitas -militares y de otra índole- con las que entretener, pasados los años, a sus compinches de correrías. Si duras eran las sesiones de ensayos para la jura, no menos lo era atender a las explicaciones sobre tácticas de fuego en pleno frente de batalla. Cada cosa tenía su grado de dificultad, y no podíamos descuidar ningún flanco si pretendíamos salir victoriosos del envite. Tan importante era desfilar en condiciones como dar la talla en los exámenes. De ello dependían nuestro futuro y expectativas.  


   


   Total, que estábamos deseando que llegaran los fines de semana para desconectar y salir por patas del cuartel, olvidándonos del estrés al que estábamos sometidos. Algunos, como es natural, sobrellevaban todo aquello mejor que otros. Quien más quien menos andaba con la mosca detrás de la oreja por si, al final, la profecía se cumplía y el día destinado a convertirse en inolvidable para todo militar pasaba a engrosar el listado de uno de tantos de los que tendríamos que avergonzarnos. Así que, no hallábamos mejor remedio para nuestros males que salir por el centro de Alicante, con la brisa del mar envolviendo nuestros desvelos, esperanzas e ilusiones. Y es que el peso de las penas suele ser más llevadero si media un buen trago de cerveza rodeado por tus compañeros de camareta, compartiendo confidencias, hablando de lo divino y de lo humano, de Napoleón o de Carlomagno, de los tercios de Flandes o de los hijos de la Gran Bretaña... Y este era, en fin, el ánimo que nos invadía y con el que nos disponíamos a afrontar el día de nuestra jura de bandera. Pero eso merece capítulo aparte que servirá de materia para el siguiente post. 



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