Hoy vengo en plan
nostálgico. No era mi intención. Me ha sucedido algo parecido a lo que le pasó
al narrador de la monumental obra “En busca del tiempo perdido”, de Marcel
Proust, cuando al probar un trozo de magdalena con el acompañamiento de unas
cucharadas de té le vinieron a la memoria vivencias de su infancia con tal
intensidad que parecía que las estuviese
reviviendo en ese mismo instante en que daba buena cuenta del bollo en cuestión.
Y es que salía yo el otro día de casa cuando, a los pocos metros, vi venir de
frente a una pareja entrada en años. Como de costumbre, iba distraído, atento
exclusivamente en subirme la cremallera de la cazadora como único remedio para luchar contra el frío
siberiano que nos azota en las últimas jornadas. El caso es que, a medida que
se acercaban y sus rostros iban recobrando nitidez, no tardé en reconocerlos.
No había lugar a dudas. Eran ellos. Hacía años que no los veía. De repente mi memoria dio un salto en el
tiempo de veinticinco años hacia atrás. Se dice pronto, sí. El flash-back
duró solo un instante, lo suficiente como para esbozar una sonrisa de
agradecimiento. Cuando llegué a su altura tuve la intención de llamarles la
atención para saludarles, pero al final pudo más la vergüenza y desistí. Desde
el mismo momento en que pasé de largo me lamenté de no haber intercambiado unas palabras con ellos: el miedo
a que no se acordaran de mí cedió ante cualquier otra consideración. Pero a
pesar de la fugacidad del momento, tuvimos tiempo de que nuestras miradas se entrecruzaran:
la mía henchida de melancolía, rememorando tiempos de inocencia y despreocupaciones;
la de ellos, vivaracha, alegre, jovial.
Don Paco y la
señorita Flori. Sí. Ellos fueron el matrimonio de profesores que me encontré y
que me dieron clases durante el segundo ciclo de la Educación General Básica
(E.G.B) en el Colegio Público “Los Arcos” de Malpartida de Cáceres. Y claro, siempre es agradable revivir una época marcada por
la felicidad. Don Paco nos impartía clases de Ciencias Naturales y la
señorita Flori las de pretecnología. Mientras que aquél luchaba porque prestáramos atención a sus lecciones sobre el ciclo del agua, la fotosíntesis, las capas de La Tierra, el
aparato digestivo y otras cuestiones varias, con Flori aprendíamos a hacer
marionetas con tubos de papel higiénico, globos rellenos de arena, papel
de periódico y pegamento Imedio. ¡Qué tiempos aquellos en los que las nuevas
tecnologías no entraban en las aulas! Y atendíamos a las explicaciones guardando
el respeto debido, sin rechistar. Porque en nuestra época el maestro era como
un semidiós: se les respetaba tanto o más que a nuestros padres. Antes no cabía
en cabeza humana que el niño llegara a casa lloriqueando porque el profesor le
había reñido y hecho pasar un mal rato delante de los demás. Aquí el lema era
que si te daban el toque en el colegio más valía que no se enterasen tus padres
porque, de lo contrario, la bronca en casa estaba asegurada. ¿Igualito que
ahora, verdad?, que no le falta tiempo al indignado padre de turno para
plantarse en el despacho del director, exigiendo explicaciones por el hecho de
que su niño tiene la moral tocada porque el profesor le ha cogido ojeriza.
En aquellas aulas, presididas por el crucifijo y
el retrato del Rey, Don Fernando y Don Jesús se encargaban de transmitirnos sus conocimientos de lengua y literatura; Don Fermín se dedicaba a hacernos comprender cuestiones tan vitales para la humanidad como las ecuaciones y las fracciones; Don Jacinto había veces que perdía la paciencia al intentar descubrirnos el maravilloso mundo de las Ciencias Sociales; Agustín o Jose, en distintos cursos, nos hacían el
test de Cooper un día sí y otro también (tengo para mí que a veces corríamos
más de los 12 minutos previstos); Don Miguel Ángel hacía ímprobos esfuerzos para que el inglés se convirtiera en nuestra segunda lengua materna. Sé que me olvido de
otros, pero estos son los que más huella dejaron en mi recuerdo. Y allí
estábamos gentes como Pedro Barra, Vicente, José Manuel Morán, Perico Hisado, Pedro Miguel, Juanjo, Antonio
Lancho, Nieves, María José, Diego “Perales”, Andrada, Pérez, Raúl y otros
muchos. Nunca me olvidaré de la tarde –antes también teníamos clases por la
tarde- en la que Don Jesús poco menos que cogió a Pérez por el cuello porque
estaba entretenido haciendo filigranas en el cuaderno en vez de atender a sus explicaciones.
Como tampoco se me olvidará el día en que Diego “Garrafuche” tuvo a bien
tirarme de una de las peñas que adornan el patio del colegio, con la
consecuencia de un codo fracturado y una bonita cicatriz de veintidós puntos
para toda la vida. O del día en que Jorge Campos Canales, éste sin mala
intención, tiró de la acera un tablón de obras que había junto a una de las aulas y que
inesperadamente fue a parar al empeine de mi pie. O aquel otro en que, estando
en pleno recreo, algo le sucedió a Antonio Quintana y vimos a su hermano Javi corriendo
por todo el patio pegando unos gritos de espanto, suplicando que no hubiera
pasado nada grave.
Flori también fue mi profesora de pretecnología, la recuerdo perfectamente. Y a don Paco también, por alguna sustitución que hizo. Yo viví la misma situación, repetidas veces, con don Carlos, mi maestro de 3º de EGB: durante un período largo, varios años, nos mirábamos y nos sonreíamos. Hasta que, hace aproximadamente un año, me acerqué a saludarlo en la cafetería del Hotel Extremadura y me senté a charlar con él un rato. No hay mayor suerte que la de haber disfrutado una infancia tan feliz como la que nos regalaron nuestros padres.
ResponderEliminarAñado un dato histórico, aunque seguro que lo recuerdas: cuando llegamos a malpartida, nuestro colegio se llamaba "Licinio de la Fuente".