La repulsión hacia
ciertas situaciones inexplicables, unida a la consiguiente
indignación ante los efectos perniciosos provocados por esa
coyuntura, son sensaciones que desaconsejan a uno ponerse delante de
la pantalla del ordenador para soltar las barbaridades propias de
alguien que está hasta los mismísimos de esta caterva de politiquillos que tenemos la desgracia de padecer: el
ejercicio supremo de contención que tendría que haber hecho para no
plasmar en el folio la bilis que me corroe por el cuerpo desde hace
un mes y medio habría sido tan superior a mis fuerzas que lo
redactado en esas deplorables condiciones hubiera quedado totalmente
desnaturalizado. De ahí que, durante este tiempo de asueto
intelectual haya decidido claudicar y darme un respiro hasta que se
me pasase el estado de cabreo en el que me hallaba. Y parece ser que,
una vez recobrado la templanza del espíritu crítico de todo buen
observador de la realidad, hoy es el día propicio en el que han
desaparecido esos lastres emocionales que me impedían, por mi
exaltación, atender con el sosiego debido a los últimos
acontecimientos políticos de esta España nuestra. Ese es,
básicamente, el motivo por el que llevo desatendiendo el blog desde
las elecciones generales del pasado 20 de diciembre. He preferido
curarme en salud y vetarme a mí mismo con amplias dosis de
autocensura antes que arrepentirme de los exabruptos que a buen
seguro, sin dudarlo, habrían brotado de mi acerada pluma para
referirme al lastimoso espectáculo ofrecido por aquellos que se
dicen representantes de la soberanía nacional.
Resumiendo mucho la
situación actual, en esta nueva página que se escribe en el libro
de nuestra democracia aparecen una serie de personajes que correrán
desigual fortuna, algunos con una larga trayectoria a sus espaldas
-me atrevería a decir que incluso demasiado larga para los méritos
que les contemplan-. En primer lugar, tenemos a un presidente del
gobierno en funciones que, en una cabriola arriesgada e inesperada
para sujeto tan apocado, no ha tenido mejor
ocurrencia que declinar la oferta de Su Majestad el Rey para
someterse a la sesión de investidura en el Congreso de los
Diputados. A Rajoy le cabrá el honor de decir que ha sido el primero
y, hasta la fecha, el único candidato a la presidencia que se ha
negado a atender el encargo constitucional del monarca para formar
gobierno. Un hito más en su dilatada, aunque no sé si fructífera,
carrera política. Por otro lado, tenemos a un jefe de la
oposición que, lumbrera donde los haya, está como loco por ganarse
a pulso el título de expresidente del gobierno, porque no otro
destino le espera al codicioso de Pedro Sánchez más que pasar a
engrosar esa nómina en la que figuran sus admirados Felipe González
y Rodríguez Zapatero, aunque me consta que esa admiración no es
mutua por parte de uno de ellos. En tercer lugar, cómo no, es
obligado mencionar al subidito y maleducado de Pablo Iglesias, autoproclamado vicepresidente de un ejecutivo fantasma, producto de
un trastorno mental transitorio provocado por esos aires de grandeza
más propios de un pequeño Nicolás que de un líder
político que va repartiendo por ahí carteras ministeriales sin
ton ni son. Y, por último, otro de los personajes que cuenta con un
papel destacado en todo este drama es Albert Rivera, cuya imagen de
niño pijo y un poco repelente no debe desviar el foco de atención
que, con todo derecho y por méritos propios, acapara este joven al
que muchos comparan con Adolfo Suárez y que está llamado a alcanzar
metas de mayor envergadura. De momento, es el único que ejerce de
mediador para tratar de convencer al resto de participantes en esta
ceremonia de la confusión para que dejen a un lado sus ridículas
disputas personales e ideológicas y se arremanguen ante la inédita
e histórica tarea que tenemos por delante.
Sea como fuere, el
caso es que llevamos mes y medio mareando la perdiz sin que de
momento se atisbe la luz que alumbre una solución viable y duradera
a este entuerto al que nos han llevado los resultados electorales. Ni
el Partido Popular ni el PSOE disponen de los escaños necesarios para
formar un gobierno monocolor, con lo cual, si no queremos ir a unas
nuevas elecciones, se impone la necesidad de buscar una política de
pactos. A esta nueva etapa, a la que algunos denominan segunda
Transición, le falta el espíritu de concordia, consenso y tolerancia
que caracterizó a la originaria. Lo que ahora
se pone de manifiesto es la nula capacidad de diálogo de una clase
política incapaz de superar sus atávicos rencores, más preocupados
por enaltecer las siglas de su partido que por coadyuvar en la tarea
de ceder a determinados ideales para encauzar esta crítica situación
institucional por la que atraviesa nuestro país. Ya no quedan
hombres de Estado; ahora lo que tenemos son gerifaltes de segunda
fila que se contentan con el prurito de asistir a la mesa de un
consejo de ministros al precio que sea, incluso el de poner en
peligro la unidad territorial. Estamos en manos de gentes movidas por
ansias de poder, dispuestas a pactar con el mismísimo diablo con tal
de seguir manteniendo sus pequeños reinos de taifa. Salvo sorpresa
de última hora, España no será un ejemplo más en el que gobierne
una coalición entre socialdemócratas y democristianos, lo cual resultaría
bastante más lógico que los planes de Pedro Sánchez y Pablo
Iglesias de formar lo que ellos denominan “las fuerzas del
progreso”, una cursilería de perdedores a la altura de aquella
otra gilipollez de Zapatero de que “la Tierra no pertenece a nadie,
salvo al viento...”. Esa cohabitación entre el PSOE y Podemos
tendría los mismos efectos que encamarse con una boa constrictor,
así que a ver si el kamikace de Sánchez se da cuenta -por sí sólo
o por los buenos oficios de sus compañeros de partido, que lo dudo- de que los
reptilianos podemitas se van
a dar un frugal festín a su costa.
Pero
no todo es culpa del PSOE,
ese centenario partido
fundado por el tipógrafo Pablo Iglesias en una taberna de la calle
Tetuán de Madrid, un 2 de
mayo de 1879, al que su
homónimo el
coletas le va a dar la puntilla por esos
maquiavélicos guiños del
destino. No. La
reprobable e
inane actitud de
Rajoy para sofocar los casos de corrupción que crecen a su alrededor
tienen
también bastante que ver con la situación de crisis institucional
por la que atravesamos: parece ser que el capitoste del PP no se
enteraba de que en Madrid (Operación Púnica) o Valencia (Operació
Taula) se lo estaban llevando crudo a base de comisiones y
demás artimañas. Su espantada ante el encargo de Felipe VI para
formar gobierno constituye
su último gran error; es lo que tiene dejarse
asesorar
por una camarilla de correveidiles que
no ven más allá de sus propias narices. Pero
todo eso no exonera de responsabilidad a Pedro Sánchez, el cual se
ha negado en redondo a dialogar con el Partido Popular, ahora que es
él sobre quien ha recaído
la labor de iniciar
conversaciones para presentar ante el Congreso un ejecutivo que ponga
fin a esta etapa de incertidumbre e inestabilidad. Por todo ello, más
vale que se dejen de tanto postureo, que
esto no es ni Juego de Tronos
ni House of Cards. Si
de algo les sirve, que echen
un vistazo a las tres temporadas de
la serie danesa Borgen,
un auténtico máster sobre
cómo pactar en aras a los intereses del país en detrimento de los
partidistas.
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