¿Qué ha ocurrido desde el 20
de diciembre, día de la celebración de las últimas elecciones generales, hasta
la fecha? Pues simplemente que llevamos dos meses y medio con un gobierno en
funciones que, si nadie lo remedia, se prolongará como mínimo hasta la próxima
consulta electoral prevista para el último domingo de
junio. Y es que las vísperas navideñas del pasado año trajeron consigo unos
resultados electorales endiablados que ni el guionista más retorcido de Hollywood -pongamos
que Quentin Tarantino- hubiera tenido la mala leche de escribir. El pueblo
español decidió no conceder la mayoría absoluta a ninguno de los dos grandes partidos que se alternan en el ejercicio del poder desde 1982; pero es que, además, ni siquiera los pactos entre aquellas formaciones que -en mayor o menor medida- comparten ideario ideológico sería suficiente para
conformar un gobierno en minoría. Después de la espantada de Rajoy ante el
encargo de Felipe VI, en un histórico error de bulto que le tendrá que pasar
factura a este gallego que hace honor al refranero, ahora
tenemos que padecer las artimañas del ambicioso Pedro Sánchez para conseguir
ser presidente a cualquier precio, incluso el de renunciar gustosamente a los
valores tradicionales de su partido. De momento sus
pretensiones no han llegado a buen puerto, pues el bueno de Pedro ha visto
naufragar su flota antes incluso de su botadura, convirtiéndose en el primer
candidato a la presidencia del gobierno que no obtiene la confianza del
Congreso de los Diputados. ¿No quería pasar a la historia?, pues toma dos
tazas, a ver si así se le bajan un poco esos humos de chulo de salón recreativo que va paseando en las entrevistas e intervenciones varias en las que participa. Tanta reunión y tanta parafernalia para, al final, terminar ahogándose en la orilla.
En realidad, el problema
de gran parte del socialismo, y de Pedro Sánchez en particular, es el sectarismo que exhalan los discursos de sus dirigentes, pues siguen considerando a sus principales adversarios políticos como auténticos rivales de trinchera a los que batir y desacreditar por encima de cualquier consideración. Que el todavía jefe de la oposición se niegue de forma contumaz a dialogar con el presidente del gobierno para tratar de materializar
esa gran coalición que ponga fin a todo este guirigay, confirma
muy a las claras la escasa catadura moral del personaje. Dice Pedro,
apodado “el guapo”, que él no está dispuesto a sentarse en la misma mesa que
Rajoy o que cualquier otro representante del PP; que bajo ningún concepto permitirá
un gobierno presidido por su archienemigo. Y ahí lo tienen ustedes
arrastrándose como alma en pena, arrodillándose con menos dignidad que
vergüenza ante Podemos, Ciudadanos y el sursum corda con
tal de que sea su partido el que se postule para encabezar un nuevo ejecutivo. Eso es lo que hemos presenciado
en las dos sesiones de investidura fallidas que han tenido lugar durante la
semana pasada en la Carrera de San Jerónimo, donde hasta los
leones del Congreso de los Diputados hacían denodados y vanos esfuerzos por
reprimir una mueca sibilina ante el ridículo interestelar protagonizado por
este señor que pretende engañarnos con esa pátina de falso progre. Un tipo que ha cosechado los peores
resultados en la historia del PSOE no puede liderar un movimiento de
regeneración política, simplemente porque carece de la fuerza
moral necesaria, además de que no cuenta con los escaños suficientes para dar ese
anhelado giro a la izquierda. Y es que
los socialistas, mientras permanecen en la oposición, se vanaglorian de estar
en posesión de recetas milagrosas que solo ellos conocen, pero es llegar al poder y se les olvida aquello de lo que tanto alardeaban; o, a lo peor, tenemos la desgracia de comprobar en nuestras propias carnes que
esas mágicas medidas al final eran más costosas que los males que pretendían
conjurar. Eso sí, hay que reconocerles la habilidad para vender humo porque, una y otra vez, millones de ciudadanos muerden el anzuelo ante las promesas de que sus desgracias se desvanecerán como por ensalmo.
Y hete aquí que después de
todos estos rodeos nos situamos de nuevo en la casilla de
salida, con la única diferencia de que ya han pasado demasiadas semanas sin un
gobierno estable que dé por concluida esta etapa de interinidad nada deseable
en un contexto de crisis económica en el que cualquier imprevisto puede dar al
traste con los pronósticos de recuperación. Hay quien señala que Rajoy debería dar un paso atrás y salir de escena para facilitar las cosas, pero es que
Sánchez ya se ha encargado de desmentir
la especie: ni con esas cedería las riendas de la gobernabilidad a un partido que tanto él como sus correligionarios consideran impropio para regir los destinos de este país. Antes preferiría pactar con todo hijo de vecino -Podemos, Ciudadanos y ERC, fundamentalmente-, como se ha encargado de poner de manifiesto en su fracasada investidura. Investidura, a la que por cierto, se presentó con el aval de Albert Rivera, en un movimiento suicida por parte del líder naranja que no sé yo muy bien cómo se habrán tomado sus votantes, esos mismos que se hartaron de las políticas y corruptelas del PP y que vieron en Ciudadanos el caladero en el que depositar su confianza, pero no precisamente para que se coaligara con el PSOE. Me temo que a partir de ahora muchos de sus afiliados harán cola para darse de baja lo antes posible ante la felonía de su líder. Rivera se ha prestado a ir de muletilla de un partido al que no se ha cansado de criticar -y con razón- durante toda la campaña electoral, y esa contradicción entre lo que manifestaban entonces y lo que han terminado haciendo a posteriori se convertirá en uno de los motivos por los que, si hay nuevas elecciones, Ciudadanos se derrumbará como sucedió con UPyD. Y es que..., Roma no paga traidores.
En fin, que a partir de ahora se abre un plazo de dos meses para que los partidos recojan el encargo que les hemos conferido los ciudadanos, que no es otro que el de que dialoguen sin descanso, transijan en aquello que no desvirtúe su propia esencia y pacten desde la lógica una solución alejada de los extremismos. De lo contrario, nos veremos abocados a un nuevo proceso electoral que, de momento y para ir abriendo boca, nos costará algo más de ciento sesenta millones de euros. Y oigan, no está el país para gaitas, más que nada porque nadie nos garantiza que esas futuras elecciones pondrán fin a este incierto panorama. Así que, más vale que olviden todas las barbaridades que se han dedicado los unos a los otros durante las sesiones de investidura -había momentos en que aquello parecía el patio de un colegio- y se pongan manos a la obra, que para eso les pagamos un sueldo más que digno. No, si al final hasta el rey se tendrá que poner serio con ellos.
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