Con el título de la entrada de hoy no hago
referencia a la película homónima dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en
1970 y protagonizada por el peculiar Paco Martínez Soria, película que a buen
seguro programará en su parrilla alguna cadena de televisión en estas fechas
tan propicias para tal ocasión. Me estoy refiriendo, como de sobra conocerán
los habituales de este blog, al complicado panorama que nos han dejado los
resultados de las elecciones generales del pasado domingo. Como ya se preveía,
el Partido Popular y el PSOE se han pegado el batacazo que venían anunciando
las encuestas y, como también estaba cantado, han irrumpido con brío en el
hemiciclo los llamados partidos emergentes. En un primer análisis superficial, podríamos
extraer las siguientes conclusiones: a) amarga victoria, como en 1996, del
PP; b) dulce derrota del PSOE, pues
sigue siendo la segunda fuerza más votada; c) grandioso éxito de PODEMOS, que
de la nada pasa a tener 69 escaños, bien es verdad que en una amalgama de
coaliciones con otras marcas regionales que en nada debe desdibujar el triunfo
obtenido; d) decepción por parte de Ciudadanos, que no han cumplido con las
enormes expectativas generadas, a pesar de sus 40 diputados. En principio,
parece ser que el bipartidismo ha pasado a mejor vida, aunque la revolución
anunciada por los nuevos partidos se ha quedado a medias: si unos han hecho su
aparición en la sede de la soberanía nacional con ínfulas de regeneración, los otros
– los de la casta- no han escapado tan mal como para ceder alegremente y con
gusto el territorio que llevan habitando durante tantas legislaturas. Estos son
los hechos, sin adornos ni afeites que valgan. Ahora conviene matizarlos para
tratar de entender este vuelco crucial que tendrá al país en vilo durante
varios meses.
Nadie puede negar –es lo que tiene la
aritmética- que el Partido Popular ha sido el vencedor de estas elecciones
generales con 123 escaños. Ahora bien, si lo comparamos con los 186 diputados
conseguidos hace cuatro años, no hay que ser un Pedro Arriola para percatarse
de que el estropicio ha sido demoledor: ningún líder político sale fortalecido
de unas elecciones habiéndose dejado por el camino la friolera de algo más de
tres millones y medio de votos, por mucho que las haya ganado. La hostia, por
tanto, está más que acreditada, a pesar de que algunos se dediquen con empeño
en aplicar ungüentos en la herida. Cierto es que los de Mariano Rajoy han sido
los primeros en cruzar la meta de la carrera electoral, pero en un estado tan
lamentable que no han tardado en salir voces autorizadas dentro de su propio partido
–la primera, la de Aznar- poniendo de manifiesto la urgente necesidad de
modificar la táctica mantenida hasta ahora, so pena de no salir vivos en la
siguiente prueba que se les presente. Si esta vez han subido a lo más alto del
podio, de seguir así irán abocados a un descalabro mayor del que han padecido.
Y lo primero que se impone en este tipo de situaciones, si es que se quiere
remediar el mal, es cortarlo de raíz y dejar de mostrarse timoratos con los
casos de corrupción. En un partido serio como se supone que es el Partido Popular
no pueden tener cabida chiquilicuatres como Bárcenas, Granados y demás ralea,
que se han dedicado a llenarse los bolsillos a costa del buen nombre del
partido bajo cuya cobertura cometían sus tropelías. Lo de Rodrigo Rato es
distinto, pues aunque su censurable conducta haya producido las mismas consecuencias
en cuanto a la desconfianza generada en los electores, cuando el niño bonito de José Mª Aznar hizo de las
suyas no ocupaba ya ningún cargo institucional en representación del partido
que lo alzó hasta las más altas cotas de la gloria política. Pero todo afecta,
y lo de Rato no ha sido la excepción: la gente tiene todo el derecho del mundo a
pensar que en el PP han sido demasiado condescendientes con algunos de sus más
ilustres próceres. Y al igual que los casos de corrupción restan muchos votos
–dejando aparte, por supuesto, todo lo relativo a los recortes sociales, que ha
sido la otra vía de escape por la que el PP se ha dejado una buena ristra de
votos-, otro tanto sucede con los comportamientos más que criticables de
antiguos pesos pesados del partido que siguen resistiéndose a ceder el paso:
léase Esperanza Aguirre… y Celia Villalobos. Si durante el tiempo en que estuvieron
desempeñando sus respectivas responsabilidades se hubieran aplicado con el
mismo denuedo con el que ahora se niegan a dejar sus parcelas de poder, otro
gallo hubiera cantado. Y es que ya está bien de dar cabida a personajes cuyo
tiempo político ya pasó y que en la actualidad, por mucho que haya que
agradecerles los servicios prestados, su permanencia en las listas electorales hacen
más daño al partido del gobierno que si se hubiera optado por la decisión de no
incluirlos en las mismas. Las ambiciones personales deberían apartarse a un
segundo plano cuando se trata de contribuir a un bien superior, pero hay
algunos que eso del servicio público parece solo lo han leído en los libros,
agarrándose a la poltrona como si les fuera la vida en ello. De ahí que una de
las tareas más inmediatas que debería afrontar el PP es la de renovar de sus
cuadros directivos, y si además lo hicieran a través del sistema de primarias,
mejor que mejor. No se puede pretender liderar la renovación de España con unos
cabecillas que llevan en esto los suficientes años como para que sea hora de
exigirles que den un paso atrás en favor de las nuevas generaciones. Este es,
en mi opinión, el verdadero caballo de batalla que debe atender el Partido
Popular: todo lo que no sea resolver ese problema fundamental no son más que
fuegos de artificio para desviar la mirada hacia temas secundarios con los que
entretener a quienes quieren dejarse engañar por ese tipo de componendas.
En cuanto a Pedro Sánchez, qué decir de un
tipo que ha cosechado los peores resultados de la historia del partido
socialista y que en la noche electoral sale ante los medios de comunicación con
insultantes aires de vencedor. Para este señor parece ser que es una
nimiedad haber perdido un millón y medio de votos, pasando de 110 escaños a 90.
Si Rubalcaba ya dejó al partido hecho unos zorros, el amigo Sánchez ha superado
esa marca con holgura. Pero no se vayan ustedes a creer que el candidato
progresista mostraba signos de desolación por tan tremendo traspiés; qué va:
ahí estaba el tío con una sonrisa de oreja a oreja, acompañado por los acólitos
y palmeros de rigor –como el pipiolo de César Luena, que tiene toda la pinta de
durar en política lo mismo que el inefable de Pepiño Blanco-, alegrándose más por el fracaso del PP que mostrando
preocupación por el suyo propio. Qué decir de un aspirante presidencial que
queda relegado al cuarto lugar en la circunscripción por la que se presenta. Cualquiera
con una pizca de inteligencia, tampoco mucha, se haría cargo de que no son
momentos para sacar pecho, por mucho que –como sostienen algunos pesebreros- hayan
salvado los muebles. ¡Pues menos mal! Si a esto llaman ellos salvar los
muebles, el asunto es más grave de lo que parece, y es que en política no hay
mayor debilidad que la incapacidad para asumir la propia derrota, pues ese es
el primer indicio que conduce irremediablemente a desgracias de incalculable envergadura.
Pero no. El actual – es de suponer que no por mucho tiempo- secretario general del PSOE sigue cegado por
el fulgor de la batalla y no se ha dado cuenta de que le han asestado un buen
par de mandobles donde más duele. De lo contrario no se entendería que vaya por
ahí imponiendo condiciones para negociar la posición su partido en la sesión de
investidura del próximo gobierno. Es más, su locura llega al extremo de
proponerse él mismo como solución de consenso en una alianza entre las
izquierdas y los radicales de PODEMOS en lo que constituye un acto de soberbia
insultante, cuando no de auténtica irresponsabilidad. A ver si alguien de su
equipo tiene a bien susurrarle al oído al insolente de Pedro Sánchez que ha
fracasado, que es un perdedor, que se le ve demasiado el plumero, que su desmesurada
ambición por llegar a la Moncloa no puede pasar por reducir a cenizas el
ideario de su partido, que no todo vale para alcanzar aquello que los
ciudadanos no han puesto en sus manos. Por suerte, todavía quedan socialistas
con sentido común. Parece ser que algunos barones como Fernández Vara, Susana
Díaz y García-Page ya se han posicionado para pararle los pies a este insensato
que lo ha apostado todo con tal de llegar a la cúspide del poder ejecutivo.
Ahora más que nunca nuestro país necesita a un Partido Socialista unido y
alejado de peligrosos experimentos. Quién me iba a decir que echaría de menos a
Felipe González.
Por lo que se refiere a Pablo Iglesias y
Albert Rivera, cabezas visibles de PODEMOS y Ciudadanos respectivamente, los
resultados electorales dejan dos lecturas bien distintas. En cuanto al primero,
resulta evidente que ha sido el gran triunfador de los comicios del pasado
domingo. Ni en el mejor de los escenarios posibles podía imaginarse que sus soflamas
tendrían eco en un sector tan amplio de la sociedad. Creo incluso que el éxito les
ha sorprendido a ellos mismos, aunque no se les pueda negar su habilidad para
reconvertir los ímpetus de las algaradas callejeras en los inicios del 15-M en
un partido político dispuesto a modificar el sistema desde las propias instituciones
al grito de “abajo lo existente”. Y todo lo contrario podríamos decir de
Ciudadanos: que sus expectativas electorales eran tan altas que al final la
decepción ha ganado la partida a la ilusión. Albert Rivera ha hecho una campaña
casi modélica, sólo ensombrecida por su anuncio del último día en el sentido de
que se abstendrían en la votación de investidura en caso de que no fueran la
lista más votada. Y claro, después de esa afirmación muchos de sus potenciales
votantes plegaron velas, algunos hacia la abstención y otros rumbo de nuevo
hacia el regazo de un entredicho Rajoy. Sea como fuere, tanto Iglesias como
Rivera han dado un golpe en la mesa a la espera de que los partidos
tradicionales se den por enterados y muevan ficha. Ahora bien, parece ser que
la estrella que ha de guiar esta segunda Transición anda un poco perdida,
puesto que aunque a Pablo Iglesias y a sus 69 diputados se les haya aparecido
la Virgen y a Albert Rivera los reyes magos le hayan traído un poquito más de
carbón que de oro, incienso o mirra, no hay duda de que hemos montado un belén
de aúpa en el que se desconoce quién será el elegido para poner orden. Tan es
así, que ya veremos si no hay que desarmarlo dentro de unos meses ante el cirio
al que nos han conducido los vicios y abusos de las dos grandes formaciones que
hasta ahora se han repartido los laureles de nuestro sistema democrático. Todo
apunta a que, si nadie lo remedia y en detrimento de la necesaria estabilidad
política, habrá nuevas elecciones en primavera, pues de momento Pedro Sánchez
no está dispuesto a ceder la gobernabilidad a alguien a quien no tuvo empacho
en calificar de indecente. Le vendría bien que visionara varios capítulos de la archipremiada serie danesa Borgen, en la que la cultura del pacto entre las distintos partidos forma parte sustancial de la política de ese país.
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