jueves, 24 de diciembre de 2015

Se armó el belén

   
   Con el título de la entrada de hoy no hago referencia a la película homónima dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1970 y protagonizada por el peculiar Paco Martínez Soria, película que a buen seguro programará en su parrilla alguna cadena de televisión en estas fechas tan propicias para tal ocasión. Me estoy refiriendo, como de sobra conocerán los habituales de este blog, al complicado panorama que nos han dejado los resultados de las elecciones generales del pasado domingo. Como ya se preveía, el Partido Popular y el PSOE se han pegado el batacazo que venían anunciando las encuestas y, como también estaba cantado, han irrumpido con brío en el hemiciclo los llamados partidos emergentes. En un primer análisis superficial, podríamos extraer las siguientes conclusiones: a) amarga victoria, como en 1996, del PP;  b) dulce derrota del PSOE, pues sigue siendo la segunda fuerza más votada; c) grandioso éxito de PODEMOS, que de la nada pasa a tener 69 escaños, bien es verdad que en una amalgama de coaliciones con otras marcas regionales que en nada debe desdibujar el triunfo obtenido; d) decepción por parte de Ciudadanos, que no han cumplido con las enormes expectativas generadas, a pesar de sus 40 diputados. En principio, parece ser que el bipartidismo ha pasado a mejor vida, aunque la revolución anunciada por los nuevos partidos se ha quedado a medias: si unos han hecho su aparición en la sede de la soberanía nacional con ínfulas de regeneración, los otros – los de la casta- no han escapado tan mal como para ceder alegremente y con gusto el territorio que llevan habitando durante tantas legislaturas. Estos son los hechos, sin adornos ni afeites que valgan. Ahora conviene matizarlos para tratar de entender este vuelco crucial que tendrá al país en vilo durante varios meses.

   Nadie puede negar –es lo que tiene la aritmética- que el Partido Popular ha sido el vencedor de estas elecciones generales con 123 escaños. Ahora bien, si lo comparamos con los 186 diputados conseguidos hace cuatro años, no hay que ser un Pedro Arriola para percatarse de que el estropicio ha sido demoledor: ningún líder político sale fortalecido de unas elecciones habiéndose dejado por el camino la friolera de algo más de tres millones y medio de votos, por mucho que las haya ganado. La hostia, por tanto, está más que acreditada, a pesar de que algunos se dediquen con empeño en aplicar ungüentos en la herida. Cierto es que los de Mariano Rajoy han sido los primeros en cruzar la meta de la carrera electoral, pero en un estado tan lamentable que no han tardado en salir voces autorizadas dentro de su propio partido –la primera, la de Aznar- poniendo de manifiesto la urgente necesidad de modificar la táctica mantenida hasta ahora, so pena de no salir vivos en la siguiente prueba que se les presente. Si esta vez han subido a lo más alto del podio, de seguir así irán abocados a un descalabro mayor del que han padecido. Y lo primero que se impone en este tipo de situaciones, si es que se quiere remediar el mal, es cortarlo de raíz y dejar de mostrarse timoratos con los casos de corrupción. En un partido serio como se supone que es el Partido Popular no pueden tener cabida chiquilicuatres como Bárcenas, Granados y demás ralea, que se han dedicado a llenarse los bolsillos a costa del buen nombre del partido bajo cuya cobertura cometían sus tropelías. Lo de Rodrigo Rato es distinto, pues aunque su censurable conducta haya producido las mismas consecuencias en cuanto a la desconfianza generada en los electores, cuando el niño bonito de José Mª Aznar hizo de las suyas no ocupaba ya ningún cargo institucional en representación del partido que lo alzó hasta las más altas cotas de la gloria política. Pero todo afecta, y lo de Rato no ha sido la excepción: la gente tiene todo el derecho del mundo a pensar que en el PP han sido demasiado condescendientes con algunos de sus más ilustres próceres. Y al igual que los casos de corrupción restan muchos votos –dejando aparte, por supuesto, todo lo relativo a los recortes sociales, que ha sido la otra vía de escape por la que el PP se ha dejado una buena ristra de votos-, otro tanto sucede con los comportamientos más que criticables de antiguos pesos pesados del partido que siguen resistiéndose a ceder el paso: léase Esperanza Aguirre… y Celia Villalobos. Si durante el tiempo en que estuvieron desempeñando sus respectivas responsabilidades se hubieran aplicado con el mismo denuedo con el que ahora se niegan a dejar sus parcelas de poder, otro gallo hubiera cantado. Y es que ya está bien de dar cabida a personajes cuyo tiempo político ya pasó y que en la actualidad, por mucho que haya que agradecerles los servicios prestados, su permanencia en las listas electorales hacen más daño al partido del gobierno que si se hubiera optado por la decisión de no incluirlos en las mismas. Las ambiciones personales deberían apartarse a un segundo plano cuando se trata de contribuir a un bien superior, pero hay algunos que eso del servicio público parece solo lo han leído en los libros, agarrándose a la poltrona como si les fuera la vida en ello. De ahí que una de las tareas más inmediatas que debería afrontar el PP es la de renovar de sus cuadros directivos, y si además lo hicieran a través del sistema de primarias, mejor que mejor. No se puede pretender liderar la renovación de España con unos cabecillas que llevan en esto los suficientes años como para que sea hora de exigirles que den un paso atrás en favor de las nuevas generaciones. Este es, en mi opinión, el verdadero caballo de batalla que debe atender el Partido Popular: todo lo que no sea resolver ese problema fundamental no son más que fuegos de artificio para desviar la mirada hacia temas secundarios con los que entretener a quienes quieren dejarse engañar por ese tipo de componendas.  

   En cuanto a Pedro Sánchez, qué decir de un tipo que ha cosechado los peores resultados de la historia del partido socialista y que en la noche electoral sale ante los medios de comunicación con insultantes aires de vencedor. Para este señor parece ser que es una nimiedad haber perdido un millón y medio de votos, pasando de 110 escaños a 90. Si Rubalcaba ya dejó al partido hecho unos zorros, el amigo Sánchez ha superado esa marca con holgura. Pero no se vayan ustedes a creer que el candidato progresista mostraba signos de desolación por tan tremendo traspiés; qué va: ahí estaba el tío con una sonrisa de oreja a oreja, acompañado por los acólitos y palmeros de rigor –como el pipiolo de César Luena, que tiene toda la pinta de durar en política lo mismo que el inefable de Pepiño Blanco-, alegrándose más por el fracaso del PP que mostrando preocupación por el suyo propio. Qué decir de un aspirante presidencial que queda relegado al cuarto lugar en la circunscripción por la que se presenta. Cualquiera con una pizca de inteligencia, tampoco mucha, se haría cargo de que no son momentos para sacar pecho, por mucho que –como sostienen algunos pesebreros- hayan salvado los muebles. ¡Pues menos mal! Si a esto llaman ellos salvar los muebles, el asunto es más grave de lo que parece, y es que en política no hay mayor debilidad que la incapacidad para asumir la propia derrota, pues ese es el primer indicio que conduce irremediablemente a desgracias de incalculable envergadura. Pero no. El actual – es de suponer que no por mucho tiempo-  secretario general del PSOE sigue cegado por el fulgor de la batalla y no se ha dado cuenta de que le han asestado un buen par de mandobles donde más duele. De lo contrario no se entendería que vaya por ahí imponiendo condiciones para negociar la posición su partido en la sesión de investidura del próximo gobierno. Es más, su locura llega al extremo de proponerse él mismo como solución de consenso en una alianza entre las izquierdas y los radicales de PODEMOS en lo que constituye un acto de soberbia insultante, cuando no de auténtica irresponsabilidad. A ver si alguien de su equipo tiene a bien susurrarle al oído al insolente de Pedro Sánchez que ha fracasado, que es un perdedor, que se le ve demasiado el plumero, que su desmesurada ambición por llegar a la Moncloa no puede pasar por reducir a cenizas el ideario de su partido, que no todo vale para alcanzar aquello que los ciudadanos no han puesto en sus manos. Por suerte, todavía quedan socialistas con sentido común. Parece ser que algunos barones como Fernández Vara, Susana Díaz y García-Page ya se han posicionado para pararle los pies a este insensato que lo ha apostado todo con tal de llegar a la cúspide del poder ejecutivo. Ahora más que nunca nuestro país necesita a un Partido Socialista unido y alejado de peligrosos experimentos. Quién me iba a decir que echaría de menos a Felipe González.

   Por lo que se refiere a Pablo Iglesias y Albert Rivera, cabezas visibles de PODEMOS y Ciudadanos respectivamente, los resultados electorales dejan dos lecturas bien distintas. En cuanto al primero, resulta evidente que ha sido el gran triunfador de los comicios del pasado domingo. Ni en el mejor de los escenarios posibles podía imaginarse que sus soflamas tendrían eco en un sector tan amplio de la sociedad. Creo incluso que el éxito les ha sorprendido a ellos mismos, aunque no se les pueda negar su habilidad para reconvertir los ímpetus de las algaradas callejeras en los inicios del 15-M en un partido político dispuesto a modificar el sistema desde las propias instituciones al grito de “abajo lo existente”. Y todo lo contrario podríamos decir de Ciudadanos: que sus expectativas electorales eran tan altas que al final la decepción ha ganado la partida a la ilusión. Albert Rivera ha hecho una campaña casi modélica, sólo ensombrecida por su anuncio del último día en el sentido de que se abstendrían en la votación de investidura en caso de que no fueran la lista más votada. Y claro, después de esa afirmación muchos de sus potenciales votantes plegaron velas, algunos hacia la abstención y otros rumbo de nuevo hacia el regazo de un entredicho Rajoy. Sea como fuere, tanto Iglesias como Rivera han dado un golpe en la mesa a la espera de que los partidos tradicionales se den por enterados y muevan ficha. Ahora bien, parece ser que la estrella que ha de guiar esta segunda Transición anda un poco perdida, puesto que aunque a Pablo Iglesias y a sus 69 diputados se les haya aparecido la Virgen y a Albert Rivera los reyes magos le hayan traído un poquito más de carbón que de oro, incienso o mirra, no hay duda de que hemos montado un belén de aúpa en el que se desconoce quién será el elegido para poner orden. Tan es así, que ya veremos si no hay que desarmarlo dentro de unos meses ante el cirio al que nos han conducido los vicios y abusos de las dos grandes formaciones que hasta ahora se han repartido los laureles de nuestro sistema democrático. Todo apunta a que, si nadie lo remedia y en detrimento de la necesaria estabilidad política, habrá nuevas elecciones en primavera, pues de momento Pedro Sánchez no está dispuesto a ceder la gobernabilidad a alguien a quien no tuvo empacho en calificar de indecente. Le vendría bien que visionara varios capítulos de la archipremiada serie danesa Borgen, en la que la cultura del pacto entre las distintos partidos forma parte sustancial de la política de ese país.

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