miércoles, 16 de diciembre de 2015

La mala educación

  
Anteanoche descubrimos por qué a Mariano Rajoy le cuesta sangre, sudor y lágrimas cada vez que sus asesores le obligan a hacer acto de presencia en un debate electoral, a pesar de que ya lleve algunos a sus espaldas y de que casi siempre haya salido airoso de ellos, aunque solo sea por el hecho de que sus oponentes –Zapatero y Rubalcaba- tampoco fueran unos dechados de virtudes. Hasta hace dos días había conseguido escabullir el bulto y enviar a segundos espadas para que defendieran ante los telespectadores la labor de gobierno durante estos cuatro años de mayoría absoluta, crisis económica, recortes sociales y corrupción. Pero a pesar de sus pataletas, un presidente de Gobierno que se precie no debe rehuir la confrontación dialéctica con sus adversarios políticos, así que para salvar las apariencias y que no se pueda decir aquello de que carece de arrestos para medirse en un cara a cara con Pedro Sánchez, no tuvo más remedio que aceptar el debate planteado por la Academia de la Televisión. Y visto lo visto, la primera conclusión que debemos extraer es que tenían razón los agoreros que afirmaban que Rajoy sólo ganaría aquellos debates a los que no asistiera, puesto que el de antes de ayer, por unas razones o por otras, lo perdió por goleada. Su actitud ausente, su mirada perdida y desvalida, su estado de abatimiento y resignación, la torpeza y falta de habilidad para estructurar un discurso coherente ante la embestida de Pedro Sánchez así lo confirmaron. Todas las señales indicaban que don Mariano no se había preparado la lección como correspondía, al igual que le sucediera a Felipe González en su primer e histórico encuentro televisivo con un joven José María Aznar durante la campaña de junio de 1993: en aquella ocasión la figura todopoderosa de González se diluyó por el error imperdonable de subestimar a un rival que llevaba bajo el brazo un auténtico arsenal de datos económicos ante los que Felipe no supo reaccionar. Se pensó el señor González que se presentaba a una novillada y resulta que le salió un miura bigotudo y correoso que a punto estuvo de mandarle a la enfermería.

    Ahora bien, y dicho lo cual, la segunda convicción a la que llegamos tras el soporífero debate es quién no será investido presidente del Gobierno a partir del 20 de diciembre. Rajoy puede que lo sea, pues todas las encuestas dan al PP vencedor, aunque en minoría, pero lo que sí está claro es que Pedro Sánchez no va a tener el gusto de sentar sus reales en el Palacio de la Moncloa. Se han equivocado los consejeros de campaña de Rajoy por tratar de esconderlo a todo trance del foco mediático, y se han equivocado también los de Pedro Sánchez por recomendar al candidato socialista el uso de un lenguaje chusquero, faltón, maleducado y tabernario que en nada habrá mejorado su imagen como hombre de Estado, sino más bien todo lo contrario. Con esa actitud brusca, enrabietada e impetuosa, más que granjearse el apoyo de gran parte de ese 40% de indecisos que señalan las encuestas, el objetivo de Sánchez parecía que se centraba en el día después a las elecciones: ganar credibilidad y apuntalar su posición entre sus propios votantes ante la noche de cuchillos largos que se avecina en el PSOE tras la presumible debacle electoral. Si ese era el mensaje que quería transmitir, hay que convenir en que le ha quedado de cine; eso sí, a costa de dilapidar su futuro político, lo cual demuestra su escasa altura de miras: si al final los suyos no le echan, Pedro Sánchez no pasará de ser un mediocre jefe de la oposición que ha preferido ser cabeza de ratón que cola de león.

 Mucho se venía especulando durante las semanas precedentes sobre la importancia de un debate que lo único que ha demostrado ha sido la inutilidad de un formato desfasado y caduco. Si se pretende que los dirigentes políticos, más allá del parlamento, rindan cuentas de su gestión, entonces organicemos un debate al estilo americano, donde son los periodistas de los principales medios de comunicación los encargados de ponerles en apuros, y no el sistema que impera en España, en el que un condescendiente moderador trata de poner orden en una trifulca de dimes y diretes que a nada conduce más que a la decepción de unos avergonzados espectadores. Hemos presenciado un bochornoso espectáculo televisivo en el que si algo quedó patente no fueron precisamente las propuestas de los contendientes en liza, sino el alejamiento de la sociedad por parte de los dos principales partidos que llevan alternándose en el poder desde hace más de treinta años, situándose de espaldas a una España real que en nada tiene que ver con esa España institucional, ficticia y artificial que hace oídos sordos a los verdaderos problemas de la ciudadanía. Esa política goyesca de fango y lodazal, de lanzarse mutuamente los trapos sucios los unos a los otros es lo que ha llevado a un general descontento por parte de los electores, provocando el nacimiento y posterior afianzamiento de los llamados partidos emergentes, que solo por el hecho de marcar distancia en cuanto a las formas tienen asegurados un buen puñado de votos. Podemos y Ciudadanos han resultado ser los grandes vencedores de un debate en el que ni Rajoy tuvo su día ni Pedro Sánchez se postuló como firme candidato presidencial. Lo más llamativo, por resaltar algo, era comprobar los caretos de espanto y de incredulidad que ponía el moderador –el bueno y experimentado Manuel Campo Vidal, que tampoco estuvo a la altura de las circunstancias- ante la artillería verbal desplegada por Pedro Sánchez para intentar desacreditar a un manso Mariano Rajoy que solo se vino arriba tras el estocazo a su honor cuando el otro le espetó que no era una persona decente. No creo yo que en el Ramiro de Maeztu le hayan enseñado esos modales. El caso es que nuestros políticos nos han vuelto a defraudar y, por una vez, supongo que nos tomaremos debida cuenta en la urnas el próximo domingo. Por eso, creo firmemente que el otro día fuimos testigos de la caída y ocaso del bipartidismo.

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