Las aguas de la política nacional bajan
revueltas desde hace tiempo, como mínimo desde finales del 2007, cuando el
iluminado que residía en la Moncloa se afanaba en negar la evidencia de una
crisis económica que ríase usted del crack del 29. Algunos esperan construir
diques para encauzar ese torrente desbordado a partir del 20 de diciembre,
fecha fijada para unas elecciones generales que inaugurarán la XI Legislatura de
la democracia. Quizás sean estos los comicios más importantes desde los del 15
de junio de 1977, en que tuvieron lugar las elecciones a Cortes Constituyentes
tras la dictadura franquista. Nunca antes se había generado tal nivel de
incertidumbre en cuanto a los resultados que saldrán de las urnas. Lo que sí
parece claro es que el Partido Popular volverá a reeditar aquella amarga
victoria de 1996, cuando José Mª Aznar dio el triunfo al centro-derecha
español, poniendo fin a la etapa socialista iniciada catorce años antes de la
mano del tándem González-Guerra. Por no saberse, no se sabe siquiera si el PSOE
continuará siendo el principal partido de la oposición en detrimento de
Ciudadanos. Lejos, por tanto, quedan aquellos escenarios de las mayorías
absolutas de Felipe González, Aznar y esta última de la que goza el actual
presidente del Gobierno. Porque, sí señores, aunque se nos haya olvidado, Rajoy
gobierna desde el 2011 con mayoría absoluta, aunque no lo parezca. Esos tiempos
en que los dos grandes partidos lograban mayorías suficientes para gobernar
están próximos a sucumbir, puesto que el futuro ejecutivo que se ponga al
frente de la cosa pública a partir del día veintiuno necesitará del apoyo
masivo de otras formaciones. Ni siquiera los escaños de CiU bastarán, como
hasta ahora, para garantizar la gobernabilidad, aunque esos favores, como hemos comprobado con posterioridad, nos han salido demasiado caros: nadie se ofrece
desinteresadamente a coadyuvar en favor de la estabilidad de un país a cambio de nada. No al menos
con los Pujol y compañía, los mismos que andan inmersos en una deriva
soberanista que a ningún lado conduce más que a la aplicación estricta de la
ley, que deberá desembocar en las correspondientes responsabilidades, penales
si las hubiere.
Tanto el PP como el PSOE, esos dos grandes
dinosaurios con pies de barro, conocen de antemano que se van a pegar un batacazo
de los que hacen furor. Por una vez, como si de un milagro se tratara y sin que
sirva de precedente, las encuestas, en este punto, darán en la diana, aunque
tampoco hace falta ser un Nostradamus para acertar en el pronóstico. Dicen los
sondeos de opinión que el PP perderá cerca de setenta escaños, pasando de los
ciento ochenta y seis actuales a escasamente cien. Con respecto al PSOE de
Pedro Sánchez, los vaticinios son más demoledores aún: las encuestas más
optimistas colocan a los del puño y la rosa a los pies de los caballos, sin
alcanzar la centena de diputados, lo que significaría la mayor debacle de su
historia, empeorando los pírricos resultados de Rubalcaba. En lo que también
aciertan los estudios demoscópicos es en la irrupción de los llamados partidos
emergentes, nacidos al albur del ya largo e infructuoso –hasta ahora- lamento
de una sociedad que no se siente representada por una clase política
tradicional e incapacitada para resolver los problemas reales de la gente:
Ciudadanos y Podemos se van a convertir en unos invitados inesperados,
protagonizando una segunda Transición y abogando, desde postulados antagónicos,
por dar una vuelta de tuerca a un sistema político que ha dejado al descubierto
sus debilidades a consecuencia de la ineptitud de sus timoneles.
En cuanto a IU y UPyD, poco o nada puede
decirse de ellos salvo que se han convertido en estructuras moribundas que
vagan sin rumbo hacia la senda de la desaparición: todos saben que han
muerto... menos ellos. Por ahí andan Andrés Herzog, Cayo Lara y Alberto Garzón
reclamando espacios públicos en los que poder dar a conocer sus planteamientos,
espacios que, por distintos motivos, les han sido arrebatados por la fuerza de
los hechos. Si bien es cierto que la decadencia de UPyD resulta cuanto menos
sorprendente, puesto que fueron los primeros en poner en solfa las vergüenzas
del bipartidismo y sólo por eso los españoles deberíamos estarles agradecidos,
el caso de IU no deja lugar a dudas: su trasnochada visión de la realidad ha
provocado el desafecto de los partidarios que otrora tuviera. Si ingratos hemos
sido con la formación magenta –aunque la tozudez de Rosa Díez, su fundadora,
tampoco ha contribuido al éxito de su causa-, justo es reconocer que la
probable desaparición del arco parlamentario de IU será consecuencia de su
falta de adaptación a los nuevos tiempos. Que su cabeza visible, el iluso deAlberto
Garzón, vaya por ahí parloteando de que hay que terminar con el “régimen del
78”, como si lo vivido hasta ahora hubiera sido una época cavernosa
caracterizada por la tiranía, es muestra más que suficiente para explicar el
fracaso de esta histórica fuerza política que anda ahora en manos de badulaques del
calibre de este mozalbete logroñés, que lo mucho que sabe de economía se le
echa en falta en educación. Hay que ser desmemoriado y lerdo para no querer
comprender que gracias a la Constitución, a la que algunos desean tirar por la
borda sin el menor disimulo ni vergüenza, disfrutamos de los derechos y
libertades que sitúan a nuestro país en el lado del tablero de las democracias,
por muy imperfectas que sean. Supongo que Julio Anguita no estará muy contento
con las ocurrencias que salen por la boca de este su discípulo, al que su
maestro se cuidará muy mucho de poner como ejemplo de algo si no quiere perder en segundos el prestigio ganado durante sus años de ímproba lucha partidista.
Aunque ya me haya referido a ellos, mención
y párrafo aparte merecen Albert Rivera y Pablo Iglesias. El barcelonés aterrizó
en esto de la política casi por accidente, allá por el 2006, con el reclamo de
un cartel electoral innovador -el chico salía en bolas, tapándose sus partes
pudendas con un sutil cruce de manos- que produjo el efecto deseado de llamar
la atención de propios y extraños. Con esfuerzo y tesón se hizo un hueco en el panorama catalán hasta que, finalmente, el partido que preside ha conseguido implantación
nacional a base de ingentes dosis de seriedad y honradez, aunque con la mácula
inexplicable de su apoyo a los socialistas andaluces, teniendo en cuenta la que
está cayendo por aquellos lares henchidos de clientelismo y corrupción. Rivera
sabe que la opción de centro que lidera se hará con un buen puñado de votos el
20 de diciembre, tantos que incluso puede desbancar a un alicaído partido
socialista que no acaba de sobreponerse al roto que le hicieron sus dos últimos secretarios generales: Zapatero, alias Bambi, y Rubalcaba, más conocido como el químico. En cuanto a Pablo Iglesias, profesor de la Complutense
famoso más por su populismo chavista que
por su docencia universitaria, ha logrado aglutinar en torno a sí el voto de
una parte de la sociedad harta de las miserias del PSOE y PP. En un primer momento,
cuando se enseñoreaban por las tertulias de Cuatro y la Sexta, tuvieron la
repercusión suficiente como para obtener presencia en el Parlamento
Europeo, éxito refrendado más tarde en las municipales y autonómicas de 2015,
así como en las andaluzas de ese mismo año, aunque me temo que el asalto a los
cielos propuesto por Iglesias deberá esperar a mejor ocasión. Todo lo cual no le
resta ni un ápice de mérito a los excelentes resultados que obtendrá Podemos en estas
elecciones. Eso sí, si pretenden mantener el listón y no desinflarse en intención
de votos, más les valdría que le susurraran a la ingeniosa alcaldesa de Madrid
que posponga sus ocurrencias sociales a partir del 21 de diciembre, no vaya a
ser que los ciudadanos se percaten antes de tiempo del páramo intelectual que adornan
sus propuestas.
Se abre un nuevo tiempo en la vetusta
política española. Hoy comienza una campaña electoral inédita en la que cuatro
aspirantes cuentan con posibilidades para regir los destinos de este país,
campaña que pondrá de manifiesto lo que ya es un clamor: aires de cambio, de
renovación. Eso sí, en esto de la regeneración el PSOE le ha ganado la partida
al PP, aunque solo sea por el hecho de que su candidato -Sánchez- ha sido
elegido mediante un proceso de primarias, mientras que Rajoy sigue aferrado a
la poltrona que le cediera Aznar, sin poner en juego su liderazgo. Las ruedas de prensa vía plasma y sin preguntas hacen mucho daño. Aunque no es menos
cierto que el gallego, a su vez, cuenta con la ventaja de tener más tirón
mediático que su principal oponente: la audiencia catódica se concentra en
mayor número cuando es él quien acude, a regañadientes, al encuentro con los
periodistas y presentadores de postín, saliendo victorioso incluso de aquellos
a los que deja de asistir. Así se ha certificado con el paso de ambos por el programa
de Bertín Osborne, el nuevo gurú de la tele, en el que tanto uno como
otro se esforzaron en ofrecer su lado más amable, más humano, en un ejercicio de naturalidad lo suficientemente
impostado como para que no hayamos picado el anzuelo. En
definitiva, que asistimos a un momento histórico en el que los partidos de la casta sufrirán en sus propias carnes el
desgaste que conlleva el abuso del poder, y creo no equivocarme en demasía si
pronostico que tanto Ciudadanos como Podemos propinarán un golpe de efecto para
cambiar las tornas de un sistema político que ha defraudado a una inmensa
mayoría. Ese será el caladero de votos en el que pescarán estos nuevos partidos emergentes a los que algunos prevén un corto recorrido, en la certeza
de que en cuanto la cosa retorne a su cauce normal volveremos a acudir en masa
a los partidos de siempre. Pero mientras tanto, a la espera de ver si se cumple esa profecía y teniendo en cuenta que los
españoles no suelen ser amigos de los extremismos, tengo la convicción de que,
en el momento actual, todo pasa por Rivera… y por la actitud que adopte ese 40%
de indecisos que reflejan las encuestas. Aquel que vino al mundo de la política
en paños menores -al que sería absurdo, por imposible, comparar con Adolfo Suárez- puede convertirse en la pieza fundamental de los destinos de
una nación que aguarda con impaciencia a sus próximos representantes, próceres a quienes exigiremos que la sirvan con abnegación, generosidad y altura de miras, todo ello con vistas a que centren sus esfuerzos en resolver los problemas que de verdad nos quitan el sueño.
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