En España somos expertos en enterrar
a los muertos, sean éstos reales o figurados. Si alguien guarda el íntimo y
escabroso deseo de que los demás hablen bien de uno mismo, no hay mejor cosa
que morirse. Aunque también puede pasar todo lo contrario: si quisiéramos comprobar cuán
cínica es la gente, no tenemos más que pasarnos por nuestro propio entierro
para asistir en primera línea a la desvergüenza más mezquina, y confirmaremos
-si alguna duda nos cupo alguna vez- cómo se tornan en crítica feroz lo que en
vida eran salva de aplausos. Mano de santo, oigan. Por eso, gran acierto
supone identificar a amigos y enemigos con la finalidad de evitarnos
sobresaltos inesperados. Uno que lo tuvo muy claro fue el general Narváez. Se cuenta la anécdota de que cuando el
general liberal pasó a mejor vida, un 23 de abril de 1868 - Cervantes y
Shakespeare no fueron las únicas personalidades en fallecer en tan señalada
efemérides-, a su entierro acudieron sobre todo sus contrincantes políticos,
pero no para regalarle los oídos, sino
para asegurarse de que estaba muerto y bien muerto. Aunque también cuenta la
leyenda que en su lecho de muerte “El Espadón de Loja”, ante la pregunta
formulada por su confesor de si perdonaba a sus enemigos, respondió Narváez que
no podía hacerlo… porque los había matado a todos. Así se las gastaba uno de
los niños bonitos del reinado de Isabel II. Y supongo que algo parecido
sucedería ante la capilla ardiente del general Franco, al que traigo a colación
ahora que estas fechas le han devuelto a la actualidad: que la mayoría de los
que fueron a visitarla lo hicieron para no perder detalle de que el dictador,
efectivamente, no iba a volver a
levantar la cabeza, que bastante lata había dado durante casi cuarenta años.
Por lo tanto, no todos los que se dan cita en un velatorio lo hacen para rendir
honores al finado, sino más bien para dedicarle sus últimas invectivas, pues ya
no corren peligro de que el otro se revuelva contra ellos.
En cuanto a la segunda categoría, la de los muertos figurados, la
historia también nos ha ilustrado con un buen puñado de ejemplos. La mayoría de
las víctimas eran Constituciones decimonónicas -hasta cinco llegaron a regir en
el siglo del romanticismo, y alguna que otra más que se quedó en mero
proyecto-, que si brotaban jubilosas como remedio a las injusticias del
tormentoso mapa político de la época, después eran enterradas por sus
detractores con iguales dosis de saña con que sus partidarios las trajeron a
este mundo. Así de imprudentes llevamos siendo en este país desde tiempos
inmemoriales. Y todos estos ambages históricos vienen a cuento del pleno
celebrado hace dos días en la Asamblea de Extremadura para tratar de averiguar
el estado vital en el que se halla el Consejo Consultivo. Parece ser que este
órgano al servicio del gobierno regional no cuenta con las simpatías de la
mayoría, estorbando a unos y a otros. Creado en el 2001 durante el mandato de Rodríguez Ibarra, se elevó a categoría estatutaria en 2011, con José Antonio Monago en la presidencia del ejecutivo. Doctores tiene la iglesia, y lo que se
nos presentaba como una institución esencial para remarcar la identidad propia
de nuestra Comunidad Autónoma, ahora
resulta que es una apestada a la que le ha llegado la hora. Y se da la
paradoja de que quienes más se esfuerzan en quitarla de en medio son los mismos que contribuyeron a su natalicio, en un acto atroz que en nada desmerece
a la imagen de Saturno devorando a su hijo.
Anteayer fuimos testigos de un drama sin
precedentes en nuestra cámara legislativa. Todos los grupos políticos, a
excepción de Podemos, consideraron que el paciente lleva moribundo, sin
esperanzas de recuperación, el tiempo suficiente como para que se le aplique
sin demora la inyección letal que lo finiquite. Podemos, sin embargo, insiste
en suministrar un tratamiento de choque para reanimar al enfermo, negándose a
firmar el certificado de defunción que PSOE, PP y Ciudadanos reclaman sin
pudor. Los que están por la labor de darle matarile al Consejo Consultivo sólo
discrepan en las formas en que haya de celebrarse el sepelio: por todo lo alto,
con honores y agradeciendo los servicios prestados, como propone el PP (es
decir, modificando para ello el propio Estatuto de Autonomía); o bien, deprisa y
corriendo, algo aseado y decente, pero nada más, que es el planteamiento que
mantienen PSOE y Ciudadanos. Los de Álvaro Jaén, como digo, no ven tan claro
que tengan a un finado de cuerpo presente y se resisten a asistir a los fastos,
lo cual es objeto de crítica por parte de Valentín García –portavoz del PSOE-, que les reprocha que sean tan ignorantes como para no percibir el hedor que
desprende el difunto. Por su parte, al grupo parlamentario de Ciudadanos, con
María Victoria Domínguez a la cabeza, solo le preocupa que se haga un entierro
como Dios manda, que eso de quedarse a medias en estos menesteres no está bien
visto. Y, tristemente, esta ha sido la historia de una institución con fecha de caducidad,
que entre todos la mataron y ella sola se murió. Los que han decidido su
sentencia de muerte esgrimen el argumento de ser un órgano
demasiado politizado, juicio a mi entender que decae por su propia fragilidad:
si nos ponemos puritanos, habría entonces que suprimir los tribunales
Constitucional y Supremo, el Consejo General del Poder Judicial, etc, etc, pues
en este país, salvo al Rey y poco más, los políticos extienden sus tentáculos a
todo lo que se menea.
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