Para nuestra desgracia,
Extremadura sigue despuntando más por sus carencias que por sus virtudes.
Mientras que algunas regiones de nuestro país hace ya bastantes lustros que se
subieron al carro de eso que tan ampulosamente llamamos "modernidad", Extremadura
sigue apareciendo, mal que nos pese, como la hermanita pobre del
tinglado que se montó durante la Transición con el tema de las Comunidades
Autónomas. Y aunque la Constitución deja muy claro que todos gozamos de los
mismos derechos con independencia del territorio en el que residamos, todo eso
estaría muy bien si no fuera porque se trata de una falacia. Evidentemente -faltaría más-, de un tiempo a esta parte hemos avanzado en mejoras sociales,
sanitarias, educativas, económicas, culturales, etc, pero no lo suficiente si
nos comparamos con otras latitudes de nuestro país, no digamos ya si lo hacemos
con un entorno europeo: fuera de
nuestras fronteras persiste la imagen de una España repleta de vagos y vividores quienes
compadecer a base de ayudas y subvenciones para sacarnos -sin mucha convicción, que todo hay decirlo- del pozo del atraso en el que nos hallamos. Sucede esto a todos los niveles y, en concreto, también en lo tocante al
transporte ferroviario, que es a donde quiero ir a parar después de tantos
rodeos. En este punto, Extremadura viaja en un vagón de cola, mientras
que otros lo hacen con todo lujo de comodidades en el furgón de cabeza. Que podríamos estar peor, pues sí; pero que tenemos derecho a exigir una red digna de comunicaciones
ferroviarias, pues también. La que sufrimos en la actualidad, por lo menos en nuestra región, da auténtica grima y es impresentable en un país como el nuestro, que se vanagloria de ser la octava potencia económica del mundo. Dudo que ningún país africano se halle, en este sentido, en situación más penosa que la nuestra. Que seamos una de las comunidades más desfavorecidas no significa por ello que nos traten como ciudadanos de tercera.
El
caso es que los que sufrimos a diario, por
motivos laborales, la odisea que supone coger el tren, sabemos de lo que
hablamos. Los políticos andan enfrascados en la estéril polémica de si el AVE
tiene que pasar por aquí o por allá, de si debe disponer de una parada en el
centro o en las afueras de las ciudades que visite, olvidando por completo que
mientras llegue la alta velocidad habrá que atender como se merece al tren
convencional. Se están preocupando de un problema futuro, al que no dudo que
haya que prestarle atención, pero sin que ello suponga dejar desatendidas las
necesidades presentes, que son muchas y las que más nos preocupan. No es de recibo que
para un trayecto de algo menos de ochenta kilómetros, el tren de media
distancia que transcurre entre Cáceres y Mérida invierta una hora de reloj, sin
mencionar las cerca de cuatro horas de verdadero suplicio que hay que soportar si a alguno le da por
ir a Madrid desde la capital cacereña. Tengo para mí que ni siquiera a mediados
del siglo XIX, cuando la industria del ferrocarril andaba todavía en pañales,
se invertía tanto tiempo en realizar recorridos similares. Pero aun siendo eso
grave, no debería pillarnos por sorpresa a tenor de las antiguallas que siguen
circulando por la geografía extremeña. El problema de verdad, al menos el que
más nos enfurece a los usuarios, es el de la puntualidad o, por mejor decir, el
de la congénita impuntualidad que pone a prueba nuestra bendita paciencia:
tendrían que ver los lagrimones que surcan las mejillas de los funcionarios que
acudimos a diario a Mérida cada vez que comprobamos en los paneles de
información de la estación que no habrá retraso en la salida de los trenes, que
partiremos a las 15:09 en lugar de, como es habitual, a eso de las 15:30. Poco
le falta para que demos saltos de alegría en los andenes, abrazándonos cual colegiales que despiden el curso escolar, y menos aún para que lo
celebremos con una botellita de cava de Almendralejo, pero por aquello de mantener
las apariencias y que no nos tachen de quejicosos, nos quedamos quietos,
mirándonos con cara de decir “amiguete, hoy comeremos antes de que se nos eche
encima la hora de cenar”, felicitándonos como si nos hubiera tocado la lotería
de Navidad. A estos extremos hemos
llegado. Lo siguiente será arrodillarnos ante el revisor y besarle la mano
cuando se disponga a comprobar nuestro billete. Tiempo al tiempo.
Hay quienes suspiran, con toda legitimidad, porque el AVE surque cuanto
antes los llanos de Extremadura para poder plantarnos en un tris en Madrid,
Sevilla, Valencia o Barcelona. Pero, puesto que en este asunto –como en otros muchos- nos
situamos a la cola de España, más vale que vayamos paso a paso, y antes de
exigir un tren de alta velocidad, lo que sería menester es que se modernizara
la flota de los de media distancia que recorren nuestro territorio con más pena que gloria. En estos momentos son otras las prioridades, teniendo en cuenta, además, que los usuarios de uno u
otro tipo de tren no serán los mismos: no todos podremos pagar, de continuo, el
precio de un billete del AVE. Ignoro si la competencia es del Ministerio de
Fomento o de la correspondiente Consejería de la Junta de Extremadura; lo que
sí sé es que están tardando en solucionar un asunto que a muchos nos
facilitaría el día a día. Ahora que se avecinan elecciones generales, estaremos atentos a las sempiternas e hilarantes promesas de los políticos: esos señores que nos toman por tontos de remate entre campaña y campaña electoral y que, llegado el momento de depositar el voto en la urna, pasan a tratarnos como a señoritos de postín a los que hay que agasajar a base de cantos de sirena con tal de conquistar a cualquier precio la poltrona del poder. Y para ello no dudarán ni un ápice en aprovecharse de nuestra indolencia y buena fe - las mismas que hacen que les votemos una y otra vez a pesar de las puñaladas traperas que nos asestan durante sus mandatos-, además de poner en práctica sus propias artimañas basadas fundamentalmente en una falta de escrúpulos cercana a la ignominia. Pues eso, que me apuesto con todos ustedes que no habrá candidato a la Moncloa que se precie que no nos prometa que la alta velocidad llegará a Extremadura más pronto que tarde, sin saber que, en realidad, el tren que esperamos los extremeños es otro bien distinto.
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