
No ha pasado todavía una
semana y aún sigo lamiéndome las heridas. Supongo que la cosa
tardará en cicatrizar, porque la cornada ha sido de doble
trayectoria, afectando a órganos vitales. Resulta que uno acudía al
examen de oposición pertrechado con los aperos propios de la ilusión
y una pizca de los nervios típicos de tamaño envite, pero con la
confianza de salir airoso después del esfuerzo dedicado en obtener
una plaza fija en la Administración Pública. Y, oigan, créanme si
les digo que he salido trasquilado de la faena: el morlaco me ha
pillado a traición, con ensañamiento, lanzándome por los aires y
haciendo de mí poco menos que un muñeco de trapo al que pisotear sin
contemplaciones. La cosa es que mientras el miura se daba un buen
festín a mi costa, empellón va y empellón viene, no salía de mi
asombro al comprobar cómo otros muchos infelices corrían la misma
suerte que yo. Por lo tanto, sirva este artículo como remedio para tratar de curar las contusiones. Ya les adelanto que no bastará con simple mercromina, sino que habrá que emplear cirugía invasiva.

Lo que hemos
experimentado los
opositores este pasado domingo ha sido lo que podríamos denominar
una auténtica encerrona. Dicen que los que tenían la desgracia de
vérselas con el Tibunal del Santo Oficio estaban sentenciados a
morir de antemano porque estaba todo atado y bien atado; pues algo
por el estilo podría predicarse con respecto al Tribunal Calificador
de las oposiciones para Auxiliar Administrativo de la Junta de
Extremadura: sus miembros no han tenido compasión de los
desdichados
que hemos
desfilado por
los
corrales. Íbamos al matadero y no lo sabíamos. Me imagino
sus torvas miradas mientras preparaban las preguntas del examen que,
más que preguntas, eran auténticos proyectiles lanzados contra la línea
de flotación de la moral y la esperanza de quienes hemos apostado
parte de nuestro tiempo, salud y dinero en la ingrata tarea de obtener una
plaza fija. Mientras hacíamos el examen, y utilizo el plural porque
es la sensación que me ha transmitido la inmensa mayoría de los
compañeros con los que he tenido la oportunidad de hablar, se nos
iba quedando cara de idiotas, al mismo tiempo que aumentaba el
encabronamiento ante lo que contemplaban nuestros incrédulos ojos,
no por los enunciados de las preguntas en sí, sino más bien por
las intrincadas respuestas que se abrían a nuestro paso. A uno le
iban entrando unas ganas irrefrenables de levantarse del pupitre y
estamparle el examen de marras en el careto de los esmerados
cuidadores encargados de velar por el buen orden en las aulas donde
se celebraban las pruebas. Pero después de algunos segundos,
pensando en que tenías más que perder que otra cosa, tratabas de
recomponer la compostura y hacías denodados esfuerzos por embridar
tu mala hostia pensando en que no debías ponerte a la misma altura
que aquellos a los que criticabas, sin que eso fuera obstáculo para
que te acordaras de los parientes de todos y cada uno de ellos. Una
muestra inequívoca de las maquiavélicas intenciones de estos
señores es que, al igual que otros muchos de mis compañeros, en una
primera vuelta dejé en blanco las cuatro primeras preguntas, con lo
cual la moral empezó a resquebrajarse desde el inicio. Otras veces,
a medida que iba avanzando, leía los enunciados y esbozaba una
triunfal sonrisa, como diciendo que ésa me la sabía y que el
tribunal no me iba a pillar con el paso cambiado. Pero no pasaban más
de cinco segundos para darte cuenta de que se trataba de un
espejismo, que el tribunal había hecho a la perfección su tarea de
acoso y derribo, y al instante te volvías a enfrascar en la
pesadilla que estabas viviendo porque, por mucho que releyeras una y
otra vez las respuestas, dudabas entre dos o tres opciones a la hora
de
contestar, y cuando
te
decidías por una con la seguridad de que ésa era la correcta
y estabas dispuesto a dejarte cortar un brazo en caso contrario,
resulta que vas y también la fallas, y te acuerdas entonces que
menos mal que lo de cortarse el brazo era pura metáfora.

Cuando terminó el
examen tuve una extraña sensación: no sabía si tirarme al cuello
de los del tribunal o, por el contrario, darme de cabezazos en la
cafetería de la Facultad de Filosofía y Letras. Decidí hacer caso
a mis instintos y dejé lo de los cabezazos para peor ocasión. Nada
más abandonar el aula me fui cruzando con almas en pena que deambulaban
por los pasillos de la facultad con el semblante pálido. Al igual que yo, no se podían creer que
después de meternos entre pecho y espalda un temario engañoso en
cuanto al número de temas pero temible en cuanto a su contenido, no
sabíamos si íbamos a pasar el corte o no. Nuestras dudas se
disiparon al cabo de una hora, cuando los encargados del engendro
tuvieron a bien exponer la plantilla de respuestas. No tardó en
organizarse un remolino de gente alrededor, con sus teléfonos
móviles en sus temblorosas manos para capturar la foto del santo
grial. Cada vez estábamos más cerca de saber si alcanzaríamos la tierra prometida o, muy por el contrario, descenderíamos a los infiernos. Hice la instantánea como pude entre esa marabunta y, acto
seguido, emprendí el camino a casa aturdido ante lo que presentía
que se me venía encima. Mis peores presagios no me defraudaron:
conforme iba corrigiendo el examen, con un cigarrillo entre la comisura
de los labios que iba consumiéndose sin pena ni gloria ante la falta
de caladas, por un momento llegué a pensar que se habían confundido
en la solución de las preguntas, puesto que no era normal ver
salpicada mi hoja de respuestas con tantos puntitos negros que
delataban los errores cometidos. Fue en ese preciso momento cuando
llegué a la irrefutable conclusión de que el tribunal se había
reído de nosotros en nuestra propia cara.

Lo de la mayoría de
los tribunales de oposiciones en esta convocatoria ha sido de
vergüenza. A más de uno de sus componentes me gustaría verlo
haciendo el examen que ellos mismos han elaborado para comprobar si
eran capaces de superarlo. Y es que resulta muy fácil hacer las
preguntas tipo test con la ley por delante, sin ponerse en la piel
del opositor. Está más que claro que lo de la empatía no va con ellos. He escuchado incluso que la presidenta de mi tribunal,
el de auxiliar administrativo, andaba muy disgustada por los módulos
del III Milenio ante los rumores que le están llegando de que el
examen había sido muy complicado. Señora mía, deje usted de sufrir
que ya se lo confirmo yo: el examen ha sido como para que una
comisión de examinandos vayamos en comitiva en su búsqueda para
correrla a gorrazos, a usted y a sus secuaces, porque no es de recibo
que gente cualificada y muy bien preparada no hayan aprobado un
ejercicio cuyo nivel de exigencia está muy por encima de la
titulación de graduado escolar que se requiere para acceder a esa
categoría. Si hay que poner un examen acorde con ese nivel de
conocimientos y con ello crear una bolsa de trabajo de cientos de
aspirantes, que así sea, pero no vengan ustedes a cachondearse de
nosotros, y menos aún que jueguen con nuestro futuro de esa manera
tan despiadada. Visto lo visto, habrá que ir pensando en cambiar el
sistema de elección de los tribunales calificadores porque con el de
esta convocatoria se han lucido. Lo que han perpetrado no tiene
nombre; mejor dicho, sí lo tiene pero me lo voy a callar para que no
me lluevan las demandas. ¿Para esto se han estado ustedes reuniendo
durante semanas, con el consabido cobro de dietas, para plantarnos
unos exámenes que hasta cualquiera que se estuviera preparando
judicatura sudaría la gota gorda para sacar un miserable cinco?
¡Pero qué clase de desfachatez es esta! ¿Quiénes se han creído
ustedes que son para jugar con el pan de la gente de esta forma
tan miserable? ¿O es que ya no se acuerdan de que también ustedes
fueron en su día opositores? ¿Con qué ánimo y motivación vuelve
uno a zambullirse en esta locura si, con toda probabilidad, va a
tener en frente a cinco individuos más preocupados en quitarse a
gente de las bolsas de trabajo que en comprobar si poseen los
conocimientos necesarios para desempeñar su trabajo con eficiencia?
Evidentemente que un examen de oposición -donde solo llegan a la
meta final los elegidos- no tiene que ser fácil, pero de ahí a lo
que ha acontecido durante estas semanas media un abismo. Ustedes, al
igual que yo, no desconocen que la mayoría de los interinos que
formamos parte del cuerpo auxiliar administrativo somos licenciados y
diplomados; es decir, que hemos estudiado una carrera universitaria y
poseemos la capacidad intelectual suficiente como para superar con
solvencia ciertas pruebas, por lo cual no queda más remedio que
concluir que, en esta ocasión, los que han fracasado no hemos sido
los opositores sino ustedes con su infinita torpeza. Señores
miembros y miembras de tribunales, bájense del púlpito desde el que
otean con desdén el proceloso mundo de las oposiciones porque con su
incomprensible actitud están consumando una auténtica injusticia,
dejando tiradas por el camino las ilusiones de personas que luchan hasta la extenuación por conseguir una plaza fija en el ámbito
de la Administración Pública. Es más, me atrevo a decir que
ustedes no están cualificados para ser miembros de tribunales: así
lo han demostrado con su infinita torpeza a la hora de elaborar unos
exámenes más propios de quienes aspiran a ser astronautas en lugar de
simples servidores públicos.

En fin, que todos
tenemos derecho al pataleo y yo no voy a ser menos, más aún cuando
he dedicado tanto tiempo y sacrificio en preparar una prueba de fondo
en la que, al final, me he caído con todo el equipo gracias a unos
señores que vaya usted a saber cómo conseguirían ellos sus plazas
de funcionarios. No voy a negar que escribo este post con la rabia de
no haber aprobado un examen para que el sé que estoy preparado, y como yo otros cientos de
opositores que nos hemos visto apeados del camino del éxito por las
malvadas ocurrencias de un grupete empeñado en plantear una prueba
de conocimientos que ni ellos mismos hubieran superado. No les voy a
dar el gusto de decirles que me siento un fracasado, pero sí es
cierto que esto le queda a uno tocado durante algún tiempo. Ustedes
habrán logrado su objetivo de echar por tierra las ilusiones de
quienes acudíamos a esta cita con la esperanza de lograr algún
resultado positivo. El mío, por contra, habrá de esperar a mejor
ocasión, se pospone hasta nuevo aviso, pero lo cierto es que no
tiraré la toalla por mucho que se empeñen en hacer de las
oposiciones de la Junta de Extremadura un terreno abonado al
desaliento. Desde aquí hago un llamamiento a la indignación, a no a
sucumbir ante la injusticia, la soberbia y la prepotencia. Después
de esta desagradable experiencia, queda patente que la Junta no
respeta a sus futuros empleados, muchos de ellos ya interinos a su
servicio. Ni en la empresa privada se nos trataría tan mal. Entre otros motivos, aparte de los ya expuestos, porque no es de recibo que tengamos que soportar la incertidumbre de desconocer fechas concretas de exámenes hasta dos o tres meses antes: qué sentido tiene, si no es para regodearse en el sufrimiento ajeno, que nos hayamos examinado en julio de 2015 cuando resulta que la convocatoria se publicó en diciembre de 2013. Parece ser que Vara, durante la campaña electoral, prometió que iba a corregir este desaguisado. Esperemos que así sea y no se quede en papel mojado.