Querido presidente del gobierno. Querido don Pedro Sánchez Pérez-Castejón… Como diría mi admirado Jaime Bayly, ¿qué tal, cómo le va? ¿Está usted bien? ¿Ha comido ya? ¿Se ha tomado la medicación? Porque no quisiera yo que le dé un tabardillo en el supuesto de que alguien de su entorno tuviera a bien pasarle el enlace de este post y, con ello, provocarle algún tipo de indisposición. Nada más lejos de mi intención. Por eso le pregunto y le prevengo. Doy por hecho que es usted un hombretón como Dios manda. Faltaría más. No todo el mundo se atreve a llevarle la contraria a Donald Trump en una cumbre de la OTAN.
Le escribo estas líneas desde la atalaya del tiempo, desde donde la Historia examina los desvaríos de los hombres que, como usted, pretenden gobernarla incurriendo en los mismos errores que otros cometieron en el pasado. Desde este observatorio contemplo la España de hoy y, créame, señor presidente, que me tiene usted anonadado. A mí y al resto de honrados ciudadanos que no lleven en la cartera el carnet del partido socialista. Pocas veces he sido consciente, como ahora, que el mal de España, desde que usted la preside, no es una fiebre pasajera, sino una metástasis que avanza desbocada sobre los mismos huesos del Estado.
Usted, señor Sánchez, hombre de planta gallarda y de sonrisa malévola -Pedro el guapo, le llaman algunos-, usted me recuerda a esos políticos que confunden la verborrea con la verdad y la osadía con la virtud. Usurpó usted el gobierno presentándose como el adalid de una nueva era, el salvador de las esencias de un país que languidecía por obra y gracia de la indolencia de Mariano Rajoy y de sus ministrillos. Pero sus métodos, señor Sánchez, han terminado por delatarle. Tanto es así, que se mantiene usted en el poder, no por la aclamación de un pueblo unido en un mismo ideal, sino por la confluencia de una serie de intereses contrarios a la propia naturaleza de la nación que tiene usted la desgracia de presidir. Su triunfo, sin lugar a dudas, es el triunfo de la aritmética sobre la ética. Porque su obsesión consiste en el ejercicio del poder como fin en sí mismo, despojado de todo propósito que no sea la mera supervivencia en el cargo. Mantenerse en el gobierno a toda costa con tal de que no nos gobierne la derecha… Esto, señor Sánchez, dicho por usted mismo hace pocos días, ejemplifica muy a las claras que está usted como una auténtica regadera. Dicho sea sin acritud, por supuesto, como diría su admirado Felipe González, al que, por cierto, tiene usted bastante descontento. Es usted el principal culpable de expandir el bulo de la llamada ‘superioridad moral de la izquierda’. Es decir, señor presidente, que es usted un trilero de la peor calaña, un adanista dispuesto a inmolarse por un pueblo analfabeto y desvalido que, según su sectario criterio, no merece ser gobernado por la derecha. Y, con esa justificación tan pueril, pues se dedican, usted y su cuadrilla, a desmantelar el Estado de Derecho.
Permítame, señor Sánchez, que le detalle los motivos de mi profunda desazón, que le desgrane los agravios que hoy me mueven a ponerme delante del micrófono. Y para ello voy a recurrir a la memoria, para que nos traslade a la primavera del año 2018, cuando su régimen vio la luz. Recuerdo muy bien el eco de sus palabras resonando en el hemiciclo. Se erigió usted en paladín de la decencia, en el justiciero que iba a aventar los establos de la política. Se valió de un caso de corrupción que afectaba al Partido Popular -la trama Gürtel- para presentar una moción de censura no sólo como un saludable y necesario relevo en el poder, sino, sobre todo, como una cruzada moral contra la derecha corrupta. Prometió un gobierno impoluto, un Ejecutivo de manos limpias y paredes de cristal que vendría a restaurar la confianza perdida de los ciudadanos en las instituciones. Habló usted de «regeneración», de «ejemplaridad», de poner fin a las «corruptelas» y al «uso partidista del Estado». ¡Señor Sánchez, qué nobles palabras si no fuera porque son una sarta de mentiras premeditadas! Muchos españoles –pobres incautos– creyeron entrever en aquel discurso la promesa de una España más limpia, más justa y más digna. La realidad, sin embargo, se ha encargado de desmentirle, como siempre que hace usted gala de la impostura para ponerse grandilocuente. Porque, señor Sánchez, dejemos una cosa clara desde el principio: es usted un charlatán.
Aterrizó usted en el palacio de la Moncloa al amparo del cadalso moral levantado sobre su predecesor. Y es, precisamente, desde el recuerdo de aquel solemne juramento de pureza democrática desde donde la realidad de su mandato se contempla hoy con mayor repugnancia. Porque aquel que se vistió con la túnica de regenerador, una vez dueño del poder, no tardó ni un instante en mostrar la piel del inquisidor. Aquel que clamó contra el uso espurio de las instituciones se ha convertido en su más metódico colonizador. Aquel que hizo de la corrupción ajena su trampolín, ahora se ve asediado por las sombras de la propia, que se proyectan desde su mismo entorno ministerial y familiar. Señor Sánchez, la distancia entre lo que usted prometió ser y lo que ha demostrado ser implica un abismo tan profundo que sobre él se han despeñado las esperanzas de toda una generación que creyó en su palabra. En mi caso, como ya me coge un poquito más mayor, su actitud no me pilla por sorpresa, lo cual no es óbice para que lo critique con mayor severidad.
El primer y más funesto de sus baldones, el que resonará en los anales de la infamia, es haber convertido a la Ley en una vil mercancía. Me estoy refiriendo, por supuesto, entre otros muchos casos, pero muy señaladamente, a la ley de Amnistía, orquestada sobre un pacto vergonzante con aquellos que llevan años declarando la guerra a la Constitución y a la unidad de España. ¿Qué clase de presidente es aquel que, para mantenerse al frente del consejo de ministros, perdona el delito a quien promete volver a cometerlo? Porque esto no es un acto de concordia, como nos quieren hacer creer sus acólitos. Ni mucho menos. Esto es una rendición en toda regla. O, para que le quede más claro, señor Sánchez: esto es un acto de traición, puesto que supone la abdicación del Estado ante el chantaje soberanista, digan lo que digan usted y su camarilla de aduladores. Por favor, no nos trate a todos los españoles como si fuéramos afiliados o votantes del PSOE. No, señor presidente, mire usted: yo por ahí no paso. No todos somos tan imbéciles.
Usted ha confeccionado un traje a medida de los golpistas catalanes, derogando el delito de sedición y cercenando la malversación as sabiendas de que necesitaba esos siete miserables votos en el Congreso de los Diputados para seguir adelante con la legislatura. Con ello, no solo ha humillado al Poder Legislativo y al Judicial, tratándolos como meros subalternos de sus intereses partidistas, sino que ha proclamado ante el mundo entero que, en la España que usted gobierna, la igualdad ante la ley es una quimera reservada a unos pocos que están en disposición de doblegar al Estado para obtener algún tipo de rédito político. Es usted un mercachifle, señor presidente. Tiene usted el dudoso mérito de haber sentado un precedente pavoroso: el de que la Ley no es el ancla de la nación, sino una veleta que gira al son del viento que más convenga a su permanencia en el palacio de la Moncloa.
Señor Sánchez, un gobernante que no respeta la ley, difícilmente respetará las instituciones que de ella emanan. Y, en su caso, así ha sido. Hemos asistido a un asalto metódico a los contrapesos del Estado. Nombró usted Fiscal General a su propia Ministra de Justicia, en un acto que dinamitaba cualquier apariencia de separación de poderes, principio básico de toda democracia que, en nuestro país, casi nunca ha gozado de buena salud, pero al que usted ha terminado por dar la puntilla. Además, ha colocado en el Tribunal Constitucional a un exministro y a una ex alto cargo de su gabinete, convirtiendo el recinto sagrado del garante de nuestra Carta Magna en una suerte de sucursal de sus intereses políticos, con un Conde Pumpido solícito hasta la humillación.
Las instituciones, señor Sánchez, representan para un país democrático lo que el esqueleto para el cuerpo humano. Son lo que nos sostiene, lo que nos da forma y permanencia. Politizarlas es introducir en ellas la carcoma de la desconfianza. Cuando el ciudadano intuye que el Fiscal General no persigue el delito, sino que obedece al Gobierno; que el juez no interpreta la Ley, sino que la acomoda a su gusto, el pacto social se quiebra, que es por lo que usted lleva luchando denodadamente desde que llegó al poder: dividir a la sociedad entre buenos y malos, entendiendo por buenos a quienes le votan a usted o a cualquiera de los partidos que conforman esa nauseabunda coalición gubernamental. Porque, si no, señor presidente, ¿qué sentido tiene regodearse en ese engendro de la memoria histórica? Pues, muy sencillo: porque usted, sin Franco, no es nadie. Ese es su único programa de gobierno: enfrentarse a un dictador que lleva ya medio siglo muerto. ¿Hay algo más patético, señor presidente?
Antaño, las crónicas de palacio hablaban de las intrigas cortesanas, de la influencia de las reinas consortes y de los favores dispensados a los parientes del monarca. Parecía aquello un vicio exclusivo de la Monarquía Absoluta. Sin embargo, bajo su mandato, hemos visto resurgir las viejas prácticas del nepotismo y del tráfico de influencias. La figura de su esposa, doña Begoña Gómez, nada tiene que ver con lo que, se supone, debería ser la discreta compañera de un primer ministro. Muy al contrario, su señora esposa ha resultado ser una inquieta mujer de negocios cuyas cartas de recomendación parecen tener el mágico efecto de abrir las arcas del Estado a las empresas que ella apadrina. El rescate de una aerolínea y la adjudicación de contratos públicos a patrocinadores de su cátedra son episodios que, en cualquier país de nuestro entorno con una salud democrática medianamente robusta, habrían conllevado el fin de una carrera política. Y, sin embargo, usted, con esa caradura que le caracteriza, lo despacha como una campaña de fango mediático de la fachosfera. Me temo, señor Sánchez, que vive usted en un delirio permanente, porque mientras su esposa recomienda, su hermano, David Sánchez -conocido en círculos artísticos como David Azagra- obtiene un puesto de alta dirección en la Diputación de Badajoz para, luego, ejercer ese puesto desde la comodidad de su retiro portugués, con las consiguientes ventajas fiscales. Ya quisiera yo, para mí y para los míos, todas esas facilidades. ¡Admirable cuadro de familia!, señor Sánchez. Así me gusta, que a su clan no le falte de nada. Pero claro, señoría, eso no es propio de un socialdemócrata como usted. Eso, lo que es, es el regreso del caciquismo, que no es otra cosa que clientelismo al servicio de unas siglas.
Si hay un momento que mide la verdadera talla de un gobernante, es en la hora de la calamidad. Y España, durante su ya extenso mandato, ha conocido dos tragedias mayúsculas. En ambas, su gobierno ha ofrecido un espectáculo desolador. Durante la pandemia del coronavirus, su gestión se caracterizó por un verdadero caos de improvisación y de propaganda. Nos hablaron de un comité de expertos que luego se demostró inexistente. Se ocultó la cifra real de fallecidos para esconder la verdadera magnitud de la tragedia. En aquellos días de zozobra, antepusieron la política a la salud. Se sacaron de la manga dos estados de alarma que el Tribunal Constitucional declaró después inconstitucionales. Algo inaudito, de una tremenda gravedad, pero que, sin embargo, este pueblo anestesiado parece que ya no recuerda. Y mientras el país entero se encogía de dolor y de miedo, mientras los españoles morían en soledad, una trama de comisionistas sin alma, localizada en las entrañas de su propio partido y con conexiones en varios ministerios de su gobierno, hacía negocio con la muerte. El caso Koldo, señor Sánchez, no es una anécdota. Es la prueba de que, incluso, insisto, en la hora más terrible, hubo quien vio la oportunidad del latrocinio al amparo de la confianza que usted depositó en personajes tan miserables como el señor Ábalos.
Y cuando creíamos haberlo visto todo en materia de desdén ante el sufrimiento humano, llegó la DANA. La naturaleza, ciega y brutal, desató su furia. El lodo se tragó vidas y haciendas. Y ante la desolación, ¿cuál fue la respuesta de su gobierno, señor presidente? Pues, primero la del silencio cómplice, y, después, la del cálculo político. “Si necesitan ayuda, que la pidan”. ¿Se acuerda usted, señor Sánchez, de esas palabras, o su memoria selectiva y sectaria ya las ha borrado de su intelecto? ¿Acaso no es usted el presidente de todos los españoles, o lo es sólo de aquéllos que le votan? Mientras el Rey, cumpliendo con su deber de ser el primer español en el consuelo, pisaba el barro en cuanto le fue permitido, usted demoró su visita, midiendo los tiempos. Y cuando finalmente acudió a la zona, lo hizo tarde y mal, entre el clamor de un pueblo que imploraba la presencia solidaria y eficaz del Estado. Y por si eso no fuera suficiente, se inventó usted, con la complicidad inestimable de los medios afines, una agresión ficticia en las calles de Paiporta, haciéndose la víctima ante un panorama tan espantoso. Porque usted, señor Sánchez, siempre va de víctima.
Permítame ahora, señor presidente, que aborde el que acaso sea el más bochornoso de todos los espectáculos: el de una España gobernada desde el palacio de la Moncloa, pero dirigida en la sombra por quienes desean su desintegración y desprecian su misma existencia. Se ha convertido usted en una marioneta que manipulan a su antojo una serie de titiriteros insaciables y sin escrúpulos. Lo cual, dicho sea de paso, es fiel reflejo de su imagen. Ha conformado usted un gobierno y ha tejido una mayoría parlamentaria con la excusa del bien común de todos los españoles. Esa es su coartada. Pero eso, señor presidente, ya no cuela. Y no cuela porque usted se sienta en el Consejo de Ministros junto a los herederos del partido comunista, una ideología que, allí donde ha arraigado, ha traído la ruina económica, la supresión de las libertades y la tiranía del pensamiento único. Y no cuela, señor presidente, porque para sostener su frágil andamiaje de poder, usted se ha echado en brazos de los separatismos más virulentos. Porque usted ha convertido en árbitros de nuestro destino a aquellos cuyo único proyecto político es, precisamente, romper con España. ¿Puede usted dormir tranquilo, señor presidente?
Resulta que las leyes que rigen la vida de un andaluz, de un castellano o de un extremeño ahora son aprobadas en función de las concesiones que exige un prófugo de la justicia instalado en Waterloo, o de las ambiciones de un partido que, aún a día de hoy, con una cobardía que hiela la sangre, se niega a llamar asesinato al tiro en la nuca. Ha entregado usted las llaves de la gobernabilidad a un partido como EH Bildu, el brazo político de la banda terrorista ETA, esos mismos que justificaban los asesinatos, que aplaudían la violencia y que extorsionaban a los empresarios. Esos, señor Sánchez, son ahora sus socios preferentes. Insisto, señor presidente: ¿puede usted dormir tranquilo? ¿Comprende usted el significado de esta herida moral? Cada vez que una ley sale adelante con el voto favorable de los herederos de ETA, eso supone una afrenta a la memoria de las más de ochocientas víctimas del terrorismo. Y esto, señor Sánchez, es una aberración moral que lo desacredita a usted como presidente y que debería enterrar a su partido para los restos. Ya sabe lo que dicen, señor presidente: el que con terroristas se reúne… Pues eso. Dígale a su camarada Patxi López que termine la frase.
Y qué decir de sus socios catalanes, señor Sánchez, protagonistas del mayor desafío a nuestra legalidad democrática desde el intento de golpe de Estado por parte del teniente coronel Tejero. Intentaron fracturar la soberanía nacional, pisotearon la Constitución y han sembrado la discordia social. Y usted, lejos de exigirles lealtad y rectificación, va y les premia con la amnistía. Esto, señor Sánchez, tiene un nombre. Y ese nombre es el de traición. No sé cómo lo llamarán los historiadores del futuro, quizás con algún eufemismo menos incómodo, pero la realidad es la que es, muy a su pesar de sus desvaríos presidencialistas.
Señor presidente, cuando un gobierno siente que el suelo se resquebraja bajo sus pies y su primer instinto no es corregir el rumbo, sino cargarse a quien señala las grietas, mal vamos. En su afán por enrocarse, su gobierno ha cruzado una línea que nadie, hasta ahora, se había atrevido a cruzar: la de intentar desacreditar a la Guardia Civil, el último de los baluartes -junto con algunos jueces- del orden y la decencia que le quedan a este país. Me estoy refiriendo, como usted muy bien sabe, a la campaña de insidias desatada contra la Unidad Central Operativa (la UCO), la división, dentro de la policía judicial, que tiene por sagrada misión investigar los más graves delitos. Cuando el trabajo de meses de investigación apuntaba a una trama de corrupción liderada por la banda del Peugeot (es decir, por Santos Cerdán, por Ábalos y por Koldo), en lugar de la debida colaboración, lo que recibió la UCO fue el azote de la calumnia, mediante la filtración, a través de la prensa adicta al movimiento, de un bulo infame según el cual la UCO planeaba atentar contra usted por medio de una bomba lapa. Señor presidente, que no se le olvide a usted que, en este país, los que utilizaban esos métodos son ahora sus socios de gobierno. No confunda usted los términos. ¿Se da usted cuenta de la monstruosidad que supone insinuar -¡siquiera sea insinuar!- lo que usted afirma con total irresponsabilidad? Pues claro que se da perfecta cuenta. Como que tan solo un enfermo mental, como creo que es el caso, puede atreverse a acusar a los guardianes más leales del Estado de ser una banda de magnicidas. Señor Sánchez, esto no es una conspiración política. Esto es, simple y llanamente, la acción de la Justicia tratando de desenmascarar a unos delincuentes que se han hecho pasar por honrados gobernantes. Eso que usted ha hecho con la UCO supone una bajeza moral sin precedentes, lo cual me lleva a decir, sin ningún tipo de cortapisa, que es usted un auténtico peligro para nuestra democracia, al inventarse trapacerías de tal magnitud con tal de seguir en el poder. El ‘síndrome de la Moncloa’, señor Sánchez, está causando estragos en su persona. Háganos un favor a casi todos: convoque elecciones y reserve habitación en el pabellón psiquiátrico que le pille más cerca de casa. Aproveche ese tiempo para recomponer su maltrecha cabeza, porque creo que la UCO no tardará en llamar a su puerta para pedirle explicaciones.
Si algo ha caracterizado su mandato, señor presidente, ha sido una querencia por el golpe de efecto, por la teatralidad, por convertir la política en puro espectáculo, algo que doy por hecho aprendería usted de Pablo Iglesias y de su mujer. Pero nada supera el sainete de aquellos cinco días de abril de este mismo año, en los que Su Sanchidad se retiró del mundo para, según nos dijo, meditar sobre su futuro. Insuperable, señor Sánchez. Me descubro ante usted. Me rindo ante su perversidad. En eso es usted el puto amo, como diría su bufón Óscar Puente. Y para justificar tan insólito paréntesis en la gobernanza del país, nos legó una ‘carta a la ciudadanía’ que dejaba para la posteridad una frase apoteósica: la de un hombre «profundamente enamorado» de su esposa. ¡Conmovedor!, señor Sánchez. Verdaderamente conmovedor. Pero, señor presidente, dicho con el mayor de los respetos: a mí qué leches me importa que usted esté enamorado de su mujer, cuando aquí de lo que se trata es de rendir cuentas ante los tribunales por las evidencias delictivas que apuntan a su entorno familiar. No confunda usted churras con merinas. Aquello, más que un acto de reflexión sincera, fue un acto de, digamos, populismo sentimental, un intento de mutilar el debate sobre el tráfico de influencias y el conflicto de intereses apelando a emociones primarias. Ha desplegado usted una estrategia de victimismo que busca la adhesión inquebrantable y que considera cualquier crítica como parte de una campaña de acoso y derribo. Ha convertido usted la presidencia del gobierno en un diván, y a los españoles, en los confidentes de su drama personal. Y nosotros, querido presidente, no estamos aquí para aguantar sus majaderías. El psicólogo se lo paga usted de su bolsillo.
La Historia, señor presidente, posee un sentido de la ironía tan cruel como perfecto. Y una de esas sangrantes ironías ilumina el origen mismo de su gabinete. Hagamos memoria de nuevo. En aquella moción de censura de 2018 que lo catapultó a usted al primer plano, el papel de censor implacable que detalló los pecados de corrupción del gobierno de Mariano Rajoy recayó en su entonces secretario de organización y hombre de su máxima confianza, el señor José Luis Ábalos. Y hete aquí que el tiempo nos devuelve ahora la imagen de ese mismo señor Ábalos envuelto en una de las tramas de corrupción más sórdidas que se recuerdan: la de las mascarillas, las comisiones, los lujos y los excesos pagados con el dinero del erario público… Dejando a un lado, claro está, las veleidades sexuales del señor exministro, sobre las que no deseo profundizar, aunque podría hacerlo, puesto que, presuntamente, se financiaron con el dinero de todos. Pero en fin, corramos un tupido velo. El caso es que, quien se rasgaba las vestiduras por la corrupción del Partido Popular es ahora la pieza central de un escándalo que salpica a ministerios, a gobiernos autonómicos y a la médula misma de su partido. No me diga, señor presidente, que esto no es una especie de justicia poética.
Voy terminando, señor Sánchez. Veo en su figura la culminación de un proceso de degradación de la vida pública que viene de lejos, justo es reconocerlo. Y no me estoy refiriendo al impresentable del señor Zapatero. No. Me refiero a la etapa del bipartidismo PSOE-PP, etapa durante la que se alimentó, sin ningún tipo de escrúpulo, que las minorías nacionalistas tuvieran un papel relevante en el conjunto de la gobernabilidad del país. No es razonable que fuerzas minoritarias vascas y catalanas, que apenas alcanzaron el millón y medio de votos en las últimas elecciones generales, mantengan cautivo a todo un país.
Señor presidente, cuesta seguir la pista de todas sus fechorías. Requiere de una energía y de una dedicación que agotaría hasta al más avezado de los investigadores. Cada día amanecemos con un escándalo nuevo que tapa al del día anterior. ¿De verdad quiere usted hacernos creer que era ajeno a toda la porquería que rodea a su partido y a su gobierno? ¿Que no sabía nada, que no tenía conocimiento de las correrías de los Ábalos, Cerdán, Aldama, Koldo, Leire Díaz, y así hasta un largo etcétera de afines y de colaboradores? ¿No olía usted a podrido, señor Sánchez? ¿O es que ya venía usted impregnado de ese aroma desde su intento de pucherazo en Ferraz? ¿Se acuerda, verdad? Nosotros también nos acordamos, señor presidente. En fin, que no le molesto más. Quedo a su entera disposición para lo que desee. Eso sí, espero y deseo también que toda esta retahíla de agravios no quede impune y termine usted donde merece. Confiemos en que a la UCO le dejen hacer su trabajo, como lo ha hecho con Santos Cerdán. Así que, sin otro particular, reciba usted un cordial saludo de parte de otro hombre profundamente enamorado, que en eso, señor presidente, no tiene usted la patente.