A pocos
se les escapa que vivimos en una nueva era. Internet ha supuesto una
revolución que lo ha cambiado todo: ya nada volverá a ser lo mismo.
Las nuevas tecnologías inundan hasta el último recoveco de nuestras
vidas, hasta el punto de que quien no sepa utilizar
medianamente bien un móvil, una tablet o un ordenador
personal pasará a engrosar el listado de ese nuevo género llamado
analfabetos digitales en el
que andamos inmersos la mayoría de los de mi generación. La
realidad que hemos disfrutado aquellos que ya contamos con una cierta
edad - la cuarentena no es moco de pavo- en nada se parece a la que
venimos experimentando desde, como mínimo, hace diez años: los
hábitos sociales actuales nada tienen que ver con los de las décadas
de los 80 ó los 90. En ese sentido, habitamos en planetas distintos.
Antes, cuando yo me moceaba, nos pasábamos todo el santo día en la
calle jugando a las canicas, al escondite, a las chapas y demás invenciones lúdicas. Ahora, eso de la realidad virtual le ha ganado la partida y con creces a la otra realidad, a la de verdad: a la
realidad a secas. Antes, el que tenía una bicicleta, una peonza, el magia borrás, los juegos reunidos geyper, los clips de playmobil, el
scalextrix, el cinExin o el monopoly era el puto amo de las pandillas; lo adorábamos
como si fuese el elegido de los dioses para mostrarnos el camino del
éxito; luchábamos en buena lid por hacerle la pelota y caerle lo suficientemente bien como para que nos invitara una tarde a su casa y poder disfrutar como enanos ante la sola visión de cualquiera de esos juguetes. Ahora, el que no disponga
de la PSP, la Play Station 4, la Xbox, la Wii, y la Nintendo DS es un
don nadie. Pero, ojo al dato, con el agravante de
que el que no cuente con todas y cada una de esas consolas no es
digno de respeto. No basta con atesorar uno o dos de esos aparatejos,
es que hay que tenerlos todos para que le tomen a uno en
serio. Lo cual confirma mi tesis de que los padres de hoy en día están idiotizando a sus hijos en una desenfrenada carrera de fondo en la que los únicos perjudicados -además de la maltrecha economía familiar- son precisamente sus propios retoños, consintiendo alevosamente
los caprichos de esos pequeños dictadores en la creencia de que les hacen un favor, y no se dan cuenta de que con esa actitud
indolente están criando a auténticos monstruos caracterizados por el egoísmo puro y duro. Si años atrás el modo de fanfarronear socialmente era que los papás se compraran un piso o un coche de la leche -que, dicho sea de paso, pagaban a duras penas; los había que pasaban hambre con tal de mantener el apartamento en la playa y el Audi en la puerta de casa-, ahora todo ese aparentar ante los demás se ha volcado en los hijos: que no se diga que mi niño no tiene los mismos juguetes que el hijo del vecino. Y así andamos.
