

No es
la primera vez que en España se plantea una moción de censura, pero
sí es la primera que triunfa. De hecho, Mariano Rajoy salió indemne
de otra presentada por Podemos en junio del año pasado. En aquella
ocasión el PSOE se abstuvo, negándose a hacerles el juego sucio a
Pablo Iglesias y sus acólitos, ávidos de poder para aplicar en
España sus utópicas políticas chavistas. Desde que Pedro Sánchez
sustituyera a Alfredo Pérez Rubalcaba en la Secretaría General de
su partido -julio de 2014, tras imponerse en el proceso de primarias
y ser ratificado por un congreso extraordinario-, el PSOE se
convirtió en una jaula de grillos con dos bandos perfectamente
identificados y enfrentados: el de quienes abogaban por un partido
serio, con sentido de Estado, enemigo de los extremismos
territoriales, representado por Susana Díaz; y el de los partidarios
de un delirante Pedro Sánchez, amigo de populismos y con una
ambición impropia de un tipo sin experiencia en puestos de
responsabilidad. Incluso muchos de los suyos veían en él a
un sujeto peligroso que estaba conduciendo al partido al borde del
abismo, desnaturalizando el tarro de las esencias socialistas. Y en
esto se llegó a la crisis de octubre de 2016, desencadenada por un
nuevo fracaso en las elecciones de junio, provocando la dimisión de
diecisiete miembros de la Ejecutiva Federal cansados de tanta derrota
electoral y tanto despotismo. La guerra soterrada se desarrolló
entonces a cara de perro. Los seguidores de Sánchez no dudaron en
utilizar todo tipo de estratagemas para salir victoriosos de la
contienda. Saltaron todas las alarmas y barones como Susana Díaz y
Fernández Vara no tuvieron reparos en dedicar gruesas palabras a un
Pedro Sánchez cegado de poder. Finalmente, viéndose acorralado,
Sánchez no tuvo más remedio que dimitir de la secretaría general y
abandonar su acta de diputado, abriéndose entonces un período de transición pilotado por una comisión gestora que
debería dirigir el partido hasta la elección de un nuevo secretario
general.
Y,
¡oh, sorpresa!, que Pedro Sánchez, contra todo pronóstico y en
desigual lucha, se impone al férreo aparato de Ferraz y se hace de
nuevo con las riendas del PSOE, dejando en la cuneta a Patxi López y
a la todopoderosa Susana Díaz, sus contrincantes en las primarias
celebradas en mayo de 2017. La militancia habló y se decantó por
radicalizar sus postulados, por dar un golpe de timón en el rumbo
que hasta ese momento marcaban los jerarcas socialistas. El "no
es no" se oficializaba. Rajoy ya sabía quién sería su
interlocutor. Y vaya que si lo supo; como que en poco más de un año
ha terminado por sacarle, a toda prisa y sin previo aviso, tanto de
la Moncloa como de la presidencia del Partido Popular. ¿Quién se lo
iba a decir a Mariano, que se las prometía muy felices,
vanagloriándose con el canto de sirenas de los palmeros de siempre,
pero sin sospechar la puñalada trapera que le propinarían los
nacionalistas vascos? Evidentemente, a esta situación se llega por
el goteo continuo de los casos de corrupción que arrinconan al PP,
sobre todo en comunidades como la valenciana y la madrileña, donde
las cloacas ya no dan abasto. En lugar de tomar medidas y atajar de raíz esos comportamientos indignos e incompatibles con la decencia,
la honestidad y el servicio público, desde el Partido Popular se ha
optado por dar la callada por respuesta, tratando de reducir a casos
esporádicos una situación insostenible y generalizada de corrupción
en sus estructuras de poder. Los casos Cifuentes y Gürtel
constituyen las líneas rojas que han hecho saltar todo por los
aires. Y así, partiendo del hecho indubitado de que no hay más
culpables que Rajoy y su partido, ahí tenemos de presidente del
gobierno a un señor que, habiendo sobrevivido al fuego amigo -el más
mortal de las armas de destrucción masiva- se ha plantado en la
presidencia del gobierno merced a una moción de censura legítima
pero poco recomendable en cuanto a los compañeros de viaje que le
acompañan en su nueva andadura.
