No
hace falta reseñar aquí que toda contienda electoral suele librarse
de forma cruenta y sin compasión para con el adversario, trufada de
navajazos, malas artes y golpes bajos de la peor estofa de los que
cuesta zafarse y de los que no siempre sale uno indemne. Parece que
todo vale para desacreditar al rival con un arsenal de medias
verdades que arrojen sombras sobre su capacidad de gestión, su
honradez, su honorabilidad, su dignidad; en suma, sobre su probidad
para manejarse en los asuntos públicos. Parte con ventaja quien
siembra
la duda en este terreno abonado a la injuria y a la calumnia. No es
una campaña electoral el mejor de los escenarios para cultivar la
amistad y poner en práctica un tratado de buenas costumbres. Esto,
que lo da uno por sentado y que no necesita de mayores explicaciones,
viene siendo así desde que existen los partidos políticos y desde
que sus candidatos pugnan por hacerse acreedores de la confianza del
electorado. Con ser esto así, no se trata de una particularidad
exclusiva de nuestro país: ocurre en todas partes y en todos sitios
se ataca con la misma saña al oponente político con tal de saborear
las mieles del sillón institucional. Digamos, pues, sin miedo a
equivocarnos, que lo de acribillar a improperios al que te disputa el
cargo va de suyo. Todo
aquel que se presenta a estas lides debe saber que su persona queda
expuesta a la laceración pública, cuando no al escarnio más
despiadado. Pero, a pesar de todo, y por muy fiera que sea la pelea
-que lo suele ser-, siempre hubo líneas rojas sobre las que existía
un consenso implícito en no rebasar: hay que presentar leal batalla,
limitando la contienda al ámbito de lo público y dejando a salvo
las cuestiones privadas y personales, sobre todo cuando nada aportan
al debate.
Malpartida
de Cáceres, el pueblo de los Barruecos y de Juego de Tronos, del
Museo Vostell y de la Patatera, de los paraguas de colores, de las
cigüeñas, de la plaza de la Nora, de la Charca del Lugar, de San
Isidro y de la Soledad, del Palacio de Topete... En Malpartida, como
digo, hubo un tiempo en que gobernó el PSOE de don Antonio Jiménez
Manzano durante seis legislaturas, cinco de ellas con mayoría
absoluta. Pero como todo poder omnímodo sufre el desgaste inexorable
del paso del tiempo, don Antonio no fue inmune a esta máxima y su
hegemonía comenzó a apagarse en 1999, cuando PP y PSOE empataron en
número de concejales y tuvo que venir en rescate de los socialistas
el electo por Izquierda Unida, que decantó su voto -en lógica
coherencia ideológica- porque las cosas siguieran como hasta
entonces. Después de este breve impass en minoría, hubo
un resurgimiento en 2003, cuando los socialistas reverdecieron viejos
laureles y volvieron a cosechar una nueva mayoría absoluta. El
vuelco definitivo se produjo en la siguiente legislatura: el PP de
Víctor del Moral se impuso en las urnas por primera vez, y lo hizo
por todo lo grande, consiguiendo para sorpresa de casi todos el apoyo
suficiente como para gobernar en solitario. Y así sigue la cuestión a día de hoy, con un Partido Popular más fortalecido que nunca y
un Partido Socialista que no termina de recuperar el cetro al que
se creen llamados por derecho propio. Con estos antecedentes, era de prever una campaña electoral acalorada, en la que se haría necesario bajar al barro para defender con uñas y dientes las posturas encontradas de los contrincantes. Pero nada hacía presagiar que la cuestión tuviera un desenlace a modo de trifulca. 

