jueves, 28 de agosto de 2025

Jarilla, el infierno en mitad del paraíso.

 

  El zumbido del helicóptero se sentía desde unos minutos antes de que aterrizara en el puesto de mando de La Granja. A medida que el Super Puma perdía altura, los remolinos de viento y de ceniza envolvían con mayor intensidad al personal que aguardaba en tierra. Una vez que la aeronave aterrizó, se abrió el portón de embarque y de su interior emergió, nada menos, que el señor presidente del Gobierno, don Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Al parecer, el jefe de gabinete de su jefe de gabinete le había informado de que en Extremadura, en la comarca de Tierras de GranadillaJarilla, un pueblo de apenas 140 habitantes, corría peligro de ser devorado por las llamas de un incendio de grandes proporciones declarado una semana antes. A pesar de que el señor presidente no estaba muy por la labor de abandonar la placidez de sus vacaciones en La Mareta, alejado del mundanal ruido provocado por los escándalos de corrupción de su partido, tuvo que ser su mujer, Begoña Gómez, quien le insistiera en la necesidad imperiosa de presentarse en la zona cero para animar a las tropas. Que para eso, y no para otra cosa, era el líder de una nación libre. Así que, a regañadientes, Pedro Sánchez Pérez-Castejón se despidió por unas horas de las delicias de Lanzarote.

 

   Mientras sobrevolaba la sierra de Gredos y el valle del Ambroz, Pérez-Castejón se percartó de lo desconsiderado de su actitud para con su esposa, teniendo en cuenta que su carrera política se asienta sobre las bases del imperio económico levantado por su suegro. Unas bases, por cierto, bastante dudosas en lo tocante a la moral. Atribulado por esa comezón, al descender por las escalerillas, la primera impresión que desprendió el azote del fascismo patrio fue la de un hombre contrariado. Más delgado y más moreno de lo habitual, a pesar de las altas temperaturas, vestía camisa de manga larga, pantalón vaquero y zapatillas informales. A su lado, el ministro del Interior, Grande Marlaska, ofrecía un aspecto más saludable y más veraniego. La piel tiznada por las aguas del Atlántico no consiguieron disimular un rostro demacrado y una mirada famélica. Don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, que, para ser medio comunista, hace gala de unos apellidos de lo más burgueses, exhibía una sonrisa forzada, sabedor de que no era bien recibido. Por cierto, que con esos apellidos, Pablo Iglesias –el tipógrafo, no el otro– habría impedido su afiliación al PSOE. Largo Caballero, directamente, lo habría mandado fusilar. Ya saben, esos pequeños complejos de la izquierda... Pero, en fin, cuitas aparte, sigamos con el relato. 


  Después de intercambiar los saludos protocolarios con las autoridades locales y regionales, Su Sanchidad echó un vistazo al panorama desolador que le rodeaba, con ese rictus de preocupación que suelen ensayar nuestros gobernantes cuando toca foto con fondo de catástrofe. Observando el humo que todavía se retorcía sobre las lomas peladas de Jarilla, carraspeó para la alcachofa del telediario y, con la solemnidad propia de quien revela el misterio de la Santísima Trinidad, soltó la consabida homilía: la culpa, colegas, es del cambio climático. Así, sin pestañear. Con un par. María Guardiola y su séquito de consejeros y altos cargos se llevaron las manos a la cabeza al tiempo que escuchaban tamaña majadería. No sólo se trataba de que el señor presidente del gobierno no accediera a las peticiones de la Junta de Extremadura para que el Estado aportara más recursos humanos y materiales en la lucha contra incendios, es que, además, el fulano negaba la mayor. ¿Qué hacer cuando el presidente de tu país está poseído por un discurso ideológico que no se corresponde con la realidad? Supongo que resignarse, rezar y esperar a que, en las próximas elecciones, el pueblo lo ponga de patitas en la calle. Lo de verlo sentado en el banquillo de los acusados para responder de todas las fechorías que lleva cometiendo su gobierno desde el 2018, para eso, supongo, deberemos tener más paciencia todavía. La Justicia es lenta, pero implacable. Lo que sí está claro es que hay que tener muy pocos escrúpulos para, sobre la tierra quemada de Jarilla, descolgarse con el discurso de Bruselas delante de los profesionales del INFOEX, de la UME y de los voluntarios que se han jugado el pellejo en jornadas sin descanso y por un sueldo manifiestamente mejorable.  


 Partamos de una premisa incuestionable: el clima, por sí solo, no prende la mecha. En más del 95% de los casos, la mecha la prende la mano criminal del hombre. Y eso no lo digo yo, eso lo dicen las estadísticas oficiales. Ya van más de cuarenta detenidos por la ola de incendios que está asolando, sobre todo, la franja occidental de nuestro país. Ese es el dato que explica el origen de los incendios. Lo otro es pura demagogia. Porque, no nos engañemos, parte de la culpa de lo que está pasando en nuestros campos y en nuestros montes la tiene Europa. Pobre de aquel que se le ocurra cortar la rama de un alcornoque o desbrozar los hierbajos de su parcela sin la autorización previa de la Administración. Y así nos va. Antes, los rebaños de ovejas y de cabras se encargaban de mantener el bosque impoluto; ahora, sin embargo, tenemos un polvorín de maleza acumulada durante años que no se puede ni tocar, so pena de que nos caiga una multa de postín. Por eso, cuando el pirómano de turno entra en acción, es normal que aquello arda como un arsenal y se propague como la pólvora. Así que, que no nos vengan con monsergas de que atravesamos por una emergencia climática, proponiendo pactos de Estado para solucionar un problema que sólo necesita de sentido común. Más medios, menos burocracia y más sentido común.


   El de Jarilla puede considerarse como el incendio más devastador en la historia de Extremadura, con algo más de 17.000 hectáreas calcinadas. Equivale a casi la totalidad del Parque Nacional de Monfragüe, que tiene una extensión de 18.396 hectáreas. Un incendio que ha obligado a desalojar y a confinar a centenares de vecinos de los municipios colindantes, y que se ha llevado por delante, además de áreas de alto valor ecológico, el trabajo de toda una vida de agricultores y ganaderos, impotentes ante una tragedia de tal magnitud. Por suerte, no ha habido que lamentar víctimas mortales, pero el susto ha sido morrocotudo. Ahora, por lo visto, las administraciones públicas quieren aprobar un plan de regeneración económica para que la comarca se recupere cuanto antes... Me parece muy bien, faltaría más, pero si esas medidas no van acompañadas de planes de prevención, de nada servirá. Creo que pagamos los suficientes impuestos como para que no tengamos que suplicar que el Estado nos asista ante este tipo de desastres.


   Y ya para finalizar, aunque no sea este ni el momento ni el lugar para echar flores a nadie -salvo, por supuesto, a los efectivos que se han batido el cobre, durante doce días, contra ese monstruo que es, a veces, la naturaleza desbocada-, me gustaría resaltar las tareas de coordinación e información llevadas a cabo por Abel Bautista, consejero de Presidencia, Interior y Diálogo Social. Creo que los extremeños hemos descubierto a un político que -¡oh, sorpresa!- ha estado a la altura de las circunstancias, manteniéndonos al tanto de las distintas fases del incendio a través de sus comparecencias improvisadas, a pie de campo, ante los medios de comunicación. Que eso, precisamente, es lo que demandamos los ciudadanos de nuestros representantes públicos: ya que no podemos sentirnos orgullosos de casi ninguno de ellos, al menos, que no sintamos vergüenza cuando los acontecimientos los ponen a prueba. En el caso de Abel Bautista, es de justicia reconocer que se ha desenvuelto con soltura durante toda esta crisis. Y como eso es algo que no suele suceder, por eso lo resalto. Pero que quede claro, insisto, que aquí los héroes han sido otros.



jueves, 14 de agosto de 2025

Morir para contarla.



   Querido lector, me presento. Mi nombre es Mario Vargas Llosa. Por si todavía no lo saben, les anticipo que acabo de fallecer hace apenas cuatro meses. A pesar del dolor que esta incomodidad haya podido ocasionar en mis familiares y amigos, a decir verdad, reconozco que ya venía notando cierta falta de ánimo, y eso que yo he sido de los que ha sabido sacarle todo el jugo a la vida. He exprimido cada segundo, cada instante, procurando no distraerme en bagatelas. He vivido intensamente; por eso mismo, también he errado con vehemencia. Me he dejado llevar por el estímulo de la pasión, tanto en los éxitos como en los fracasos. Pero todo ha merecido la pena, incluyendo el amargo fruto de la derrota.

 

   Me dicen que he muerto de una neumonía mal curada que venía arrastrando desde la pandemia del covid. Otros, sin embargo, lo achacan a un cáncer hematológico que, al parecer, yo mismo intuía desde hacía unos cinco años. Pero esa polémica ya poco importa. El caso es que, ahora, en esta mi nueva situación, me ha dado por pensar que sería bueno contar, de primera mano, ciertos avatares de mis andanzas por este valle de lágrimas, revisando, en lo que fuera necesario, las memorias que publiqué, en 1993, bajo el título de El pez en el agua. Otros muchos han hablado ya de mí, algunos bien y otros –con razón o sin ella– no tanto, pero estoy convencido de que nadie mejor que yo para dar noticia de mi propia existencia, ahora que acabo de exhalar mi último aliento. Desde este retiro forzado, en este cambio de escenario donde los silencios pesan más que los pecados, estoy dispuesto a sincerarme en todo cuanto me sea posible, sin necesidad de herir sensibilidades ni de ajustar cuentas pendientes, que para eso ya llego tarde. Esto no es ni una confesión ni una redención. Esto es, simplemente, lo que fui.

 

  ¿Y quién fui realmente? ¿El niño que creció creyendo que su padre estaba muerto? ¿El cadete del Leoncio Prado? ¿El joven idealista que coqueteó con el comunismo? ¿El escritor exitoso? ¿El político fracasado? ¿El marido inquieto, el padre ausente, el amante insensato? Pues sepan ustedes que fui todo eso y mucho más. No en vano, mi vida ha sido un torbellino, una novela en sí misma cuyos personajes principales han corrido dispar fortuna.  

 

   Nací en Arequipa, al sur de Perú, un 28 de marzo de 1936, pero me crie entre Cochabamba y Piura, rodeado de mujeres y de leyendas. Mis padres, Ernesto Vargas Maldonado y Dora Llosa Ureta, se habían separado meses antes de mi llegada al mundo, motivo por el cual me llevaron con mi madre y su familia a Cochabamba, en Bolivia, donde mi abuelo trabajaba como administrador de una hacienda. Allí pasé mi primera infancia, y allí tuvo lugar el acontecimiento que más me ha marcado en la vida: en Cochabamba aprendí a leer. A primera vista, esta circunstancia pudiera parecer de lo más elemental, pero para mí lo significó absolutamente todo.

 

   Regresamos al Perú en 1945. Mi abuelo, que era primo del nuevo presidente del gobierno, fue nombrado prefecto de Piura. Hasta ese momento, yo creía que mi padre estaba muerto, y lo creía porque así me lo había contado mi madre. Y como me dijeron que mi padre había muerto, cuando apareció –porque mi padre resucitó de entre los muertos– yo ya había aprendido a vivir sin él. Este impactante descubrimiento se produjo a finales de 1946, o principios de 1947, en el llamado Hotel de Turistas. La ficción, por lo tanto, se rompió. Al ver a mi padre por primera vez, experimenté una sensación de estafa, de desconcierto. A partir de ahí, todo se precipitó.

 

   Mi padre, mi madre y yo nos mudamos a Lima. Parecíamos una familia corriente. Nos instalamos en el distrito Magdalena del Mar. Al cabo de unos meses, nos mudamos a La Perla. Solíamos pasar los fines de semana en Miraflores, visitando a mis tíos y a mis primos. Eran tiempos para la despreocupación y el disfrute, aunque la presencia de mi padre me incomodaba continuamente. Mi relación con él estuvo marcada por el temor. Era severo y autoritario, con bastantes accesos de cólera. Recuerdo que, en una ocasión, se presentó armado con un revólver en casa de mi tío Juan, amenazando a la familia Llosa y despotricando contra mis inclinaciones artísticas.

 

   El retorno de mi padre, insisto, provocó en mí un resentimiento que me acompañaría durante años, en gran parte debido a su profunda repulsión hacia mi vocación literaria. Para evitar que me convirtiera en un hombre de letras, no se le ocurrió mejor idea que, con catorce años, mandarme interno al Colegio Militar Leoncio Prado, sin saber que, en el fondo, me haría un gran favor. En el Leoncio Prado se me reveló una verdad desconocida: la de la existencia de un Perú distinto, vasto y complejo. Aquella experiencia consolidó mi vocación de escritor. Me refugié en la lectura, tratando de olvidar la tristeza por estar lejos de mi familia, lejos de Miraflores, de las chicas, del barrio. Mi primera novela, La ciudad y los perros, está ambientada entre aquellos muros revestidos de deshumanización y de disciplina castrense.

 

   Durante las vacaciones de 1952 trabajé para el diario La Crónica de Lima, y allí empecé a atisbar el submundo de la capital, sórdido y grotesco. Ese mismo año abandoné el colegio militar y volví a Piura a vivir con mi tío Luis Llosa, el tío Lucho. Terminé la secundaria en el colegio San Miguel y me desempeñé para el diario La Industria. De esta época data el primer hito de mi carrera: en el teatro Variedades asistí a la representación de La huida del Inca, obra que escribí con tan solo dieciséis años.

 

   En 1953 me matriculé en Derecho y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En aquel ambiente me dejé engatusar por los cantos de sirena del comunismo, partido que entonces militaba en la clandestinidad. Mi pseudónimo era el de 'camarada Alberto', y me comportaba, sin saberlo, como un snob genuinamente repulsivo. Participaba en debates y distribuía propaganda convencido de que eso cambiaría el mundo. Devoré las obras de autores como PolitzerMarxEngels, Lenin, así como las de mi paisano José Carlos Mariátegui, un intelectual marxista que dilapidó su ingenio en esa ideología fallida. Y del mismo modo que un día abracé el comunismo, llegó otro en que me inscribí en el Partido Demócrata Cristiano. Pero no todo lo acaparaba la política. También fui asistente del historiador y prócer Raúl Porras Barrenechea, en un proyecto sobre la conquista del Perú que quedó inacabado. Congeniamos más allá de la relación maestro-discípulo. Su generosidad me ayudó a conseguir empleo para sostenerme, a duras penas, después de mi primer matrimonio.

 

   ¡Ay, mi primer matrimonio! Me gustaría pasar de puntillas sobre ese
escollo, pero, si lo hiciera, estaría hurtando una parte fundamental de mi biografía, y no es esa mi intención. Eso sí, como tampoco pretendo hurgar en la herida, me limitaré a hacer una breve mención. Con 19 años cometí el disparate de casarme con mi tía Julia Urquidi Illanes, diez años mayor que yo y divorciada de un matrimonio anterior. Mi familia, como es natural, se llevó un disgusto mayúsculo. Al principio, la pasión nos cegó y fuimos, creo, moderadamente felices, a pesar de todos los obstáculos que tuvimos que sortear. Después, la llama se apagó de golpe. Aguantamos más allá de lo estrictamente necesario. Finalmente, cuando ni siquiera el cariño bastó para mantener el espejismo de aquella relación febril y apasionada, nos divorciamos en 1964. Huelga decir que no quedamos en buenos términos. Ambos ajustamos cuentas utilizando la literatura como estilete. En 1977, publiqué La tía Julia y el escribidor, mezclando ficción con algunas pinceladas autobiográficas. Julia, por su parte, se tomó la revancha en 1983, año en que vio la luz Lo que Varguitas no dijo.  Por cierto, que al año de divorciarme de la tía Julia, volví a tropezar en la misma piedra y me casé con mi prima Patricia Llosa Urquidi, que, además, era sobrina materna de la tía Julia. De eso, y de mi idilio –por llamarlo de alguna manera– con Isabel Preysler, si me lo permiten, guardaré un oportuno y caballeroso silencio.   

 

   Dejando a un lado las veleidades del corazón, podría decirse que empecé a tomarme en serio esto de la literatura cuando publiqué los relatos El abueloLos jefes y El desafío. Con este último gané, en 1957, un concurso de cuentos organizado por la La Revue Française. El premio consistía en una estancia de un mes en París, adonde llegué en enero siguiente. Disfruté mucho, pero me supo a poco. A la vuelta, me gradué de bachiller con una tesis sobre Rubén Darío, y como fui considerado el alumno más distinguido de mi promoción, me concedieron una beca de postgrado en la Universidad Complutense de Madrid. Antes de partir hacia España, me embarqué en un viaje por la Amazonía peruana, enriquecedor tanto en lo personal como en lo profesional, puesto que me nutrió de inagotables recursos para varias de mis novelas posteriores, como La casa verdePantaleón y las visitadoras o El hablador.


   En 1960 me mudé a París en la creencia de que allí conseguiría otra beca, pero tal cosa no sucedió. A pesar de las dificultades económicas, Julia y yo decidimos permanecer en la capital francesa, ciudad fascinante en la que terminé de escribir La ciudad y los perros, publicada en 1962. Tuvo un éxito formidable. Seis años después, en 1966, publiqué mi segunda novela, La casa verde, recibida por la crítica con gran entusiasmo y que me confirmó como una de las figuras más relevantes de la narrativa latinoamericana. Aquel año, además, conocí a Carmen Balcells, cuyas dotes como agente literaria jamás podré ponderar lo suficiente. Carmen me animó a que me dedicara, en exclusiva, al muy noble y muy tortuoso arte de escribir. Y así lo hice. Parte de mi éxito, sin duda, se lo debo a ella. Tanto es así, que llegué a formar parte del llamado 'boom latinoamericano'. Ver mi nombre entre esa nómina de genios de la palabra, junto a García MárquezCortázar Carlos Fuentes, suponía todo un halago. De todos ellos, Gabo era con quien mantuve una relación más estrecha. Mi admiración hacia él era total y absoluta. De hecho, en 1971, me doctoré en Filosofía y Letras, por la Complutense de Madrid, con una tesis titulada García Márquez: lengua y estructura de su obra narrativa, que sería publicada bajo el título más pomposo de García Márquez: historia de un deicidio

   ¿Qué pasó con Gabo? ¿Qué nos llevó de la amistad más íntima al
distanciamiento más radical? Se ha escrito tanto sobre aquel puñetazo, el 12 de febrero de 1976, en un cine de México al que ambos acudimos para ver el estreno de un documental del que yo era el guionista... El público, siempre ávido de chismorreos, ha querido encontrar una sola razón, una explicación sencilla a aquel drama inesperado. Permítanme decir que aquel episodio representó la culminación de una fractura que venía gestándose en un plano más íntimo, en el territorio sagrado e inviolable de la lealtad personal. Gabo y yo sellamos un pacto de silencio sobre los detalles, y ese pacto, a diferencia de nuestra amistad, fue honrado por ambas partes. Sin embargo, sería un error reducir el final de nuestra amistad a aquel arrebato. Siendo sinceros, hacia 1976, Gabo y yo ya habitábamos planetas ideológicos distintos. Mientras él insistía en la defensa de la utopía cubana, yo ya había visto el esqueleto del totalitarismo detrás del paraíso caribeño. Aquel incidente silenció al amigo, pero jamás pudo negar mi admiración por el deicida, por el arquitecto de Macondo.

 

   Cuestiones personales aparte, mi obsesión seguía siendo la literatura. Mi estilo evolucionó hasta conjugar dos conceptos fundamentales: realidad y trasposición literaria, desembocando en aquello que llamé 'la verdad de las mentiras'. Descubrí que la ficción es el camino más honesto para llegar al fondo de las cosas. Y en esa búsqueda me fijé en dos de mis referentes. Gustave Flaubert me inculcó que la literatura implica una vocación absoluta, un sacrificio de precisión y de estructura. De William Faulkner aprendí la osadía formal, los saltos temporales, los puntos de vista que se entrecruzan, esa polifonía que transforma la novela en un organismo vivo. No siempre pude trasladar sus hallazgos a mi escritura, pero me guiaron en mi empeño por construir la novela total: una obra capaz de abarcar la vida entera. 

 

  Además de mi faceta como novelista -sobre la que no me extenderé, dando por supuesto que usted, querido lector, la conoce de sobra-, desde muy joven cultivé el periodismo, oficio que definí como una especie de literatura de urgencia y apresurada que me enseñó a escribir con claridad, a organizar la información y a captar la atención del lector desde el primer párrafo. No es incompatible el buen periodismo con la buena literatura. Por medio de mis columnas intervenía en el debate público, a veces con furia, otras con escepticismo. Quizás forcé demasiado las cosas. Tanto, que sentí como un deber la necesidad de implicarme más a fondo en los asuntos de mi país. Ese impulso, para mi desgracia, me llevó a cometer otro de mis grandes errores. En 1990 me presenté como candidato a la presidencia del Perú por el partido Movimiento Libertad. Perdí aquellas elecciones, en la segunda vuelta, ante Alberto Fujimori. Se me hizo patente, por si acaso alberga alguna duda, que yo era, ante todo, un novelista y no un político.

 

   Muchos de mis enemigos, tanto políticos como literarios, me han motejado de vanidoso. Y en eso, he de darles la razón. Diré, en mi descargo, que esa flaqueza afecta a todos aquellos autores atribulados por el hecho de que el éxito o el fracaso de su obra dependa de un factor tan sutil, tan abstracto, tan volátil como el capricho del público. Muchos de mis libros, y mi trayectoria, en general, han recibido la recompensa de los premios. Y esa feliz circunstancia, ajena por completo a la voluntad del galardonado, suele levantar envidias. Pero un día, casi por sorpresa, los académicos noruegos tuvieron a bien darme una de las mayores alegrías de mi vida. El 7 de octubre de 2010 me concedieron el premio Nobel de literatura. Acepté ese honor, no como una coronación, sino como una responsabilidad, porque reconozco que yo también dudé del Nobel. Cuando me lo dieron, decidí tomármelo en serio. Sin perder de vista que, al menos en mi caso, y en contra de lo que se haya propalado en diversos mentideros, siempre escribí para deleite de mis lectores. Ése es el verdadero premio, el de la aceptación del público, y en eso siempre les estaré eternamente agradecido. 

 

   Así que, querido lector, entre fragmentos y piruetas varias, esta ha sido mi ejecutoria. Una vida dedicada a la literatura, a explorar las complejidades de la realidad humana, a tantear las fronteras formales de la novela y a defender con pasión mis principios políticos. No sé si logré comprender el mundo, pero, al menos, intenté contarlo. Y en esa tentativa, la literatura ha sido siempre mi refugio y mi aliada. Como decía Sartre, la literatura importa y puede cambiar vidas. Si alguna vez sienten curiosidad por saber quién fui, no pregunten a mis fantasmas ni a mis detractores: busquen en mis libros. Allí, entre líneas, sigo respirando.