Querido
lector, me presento. Mi nombre es Mario Vargas Llosa. Por si
todavía no lo saben, les anticipo que acabo de fallecer hace apenas cuatro
meses. A pesar del dolor que esta incomodidad haya podido ocasionar en mis
familiares y amigos, a decir verdad, reconozco que ya venía notando cierta
falta de ánimo, y eso que yo he sido de los que ha sabido sacarle todo el jugo
a la vida. He exprimido cada segundo, cada instante, procurando no distraerme
en bagatelas. He vivido intensamente; por eso mismo, también he errado con vehemencia. Me he dejado llevar por el estímulo de la pasión, tanto en los éxitos como en los fracasos. Pero todo ha merecido la pena, incluyendo el amargo fruto de la derrota.
Me
dicen que he muerto de una neumonía mal curada que venía arrastrando
desde la pandemia del covid. Otros, sin embargo, lo achacan a un cáncer
hematológico que, al parecer, yo mismo intuía desde hacía unos cinco años. Pero
esa polémica ya poco importa. El caso es que, ahora, en esta mi nueva
situación, me ha dado por pensar que sería bueno contar, de primera mano,
ciertos avatares de mis andanzas por este valle de lágrimas, revisando, en lo
que fuera necesario, las memorias que publiqué, en 1993, bajo el título de El
pez en el agua. Otros muchos han hablado ya de mí, algunos bien y otros
–con razón o sin ella– no tanto, pero estoy convencido de que nadie mejor que
yo para dar noticia de mi propia existencia, ahora que acabo de exhalar mi
último aliento. Desde este retiro forzado, en este cambio de escenario donde
los silencios pesan más que los pecados, estoy dispuesto a sincerarme en todo
cuanto me sea posible, sin necesidad de herir sensibilidades ni de ajustar
cuentas pendientes, que para eso ya llego tarde. Esto no es ni una confesión ni
una redención. Esto es, simplemente, lo que fui.
¿Y
quién fui realmente? ¿El niño que creció creyendo que su padre estaba muerto?
¿El cadete del Leoncio Prado? ¿El joven idealista que coqueteó con el
comunismo? ¿El escritor exitoso? ¿El político fracasado? ¿El marido inquieto, el padre ausente, el
amante insensato? Pues sepan ustedes que fui todo eso y mucho más. No en vano,
mi vida ha sido un torbellino, una novela en sí misma cuyos personajes
principales han corrido dispar fortuna.

Nací
en Arequipa, al sur de Perú, un 28 de marzo de 1936, pero me crie entre Cochabamba
y Piura, rodeado de mujeres y de leyendas. Mis padres, Ernesto Vargas
Maldonado y Dora Llosa Ureta, se habían separado meses antes de mi
llegada al mundo, motivo por el cual me llevaron con mi madre y su familia a
Cochabamba, en Bolivia, donde mi abuelo trabajaba como
administrador de una hacienda. Allí pasé mi primera infancia, y allí tuvo lugar
el acontecimiento que más me ha marcado en la vida: en Cochabamba aprendí a
leer. A primera vista, esta circunstancia pudiera parecer de lo más elemental,
pero para mí lo significó absolutamente todo.
Regresamos al Perú en 1945. Mi abuelo, que
era primo del nuevo presidente del gobierno, fue nombrado prefecto de
Piura. Hasta ese momento, yo creía que mi padre
estaba muerto, y lo creía porque así me lo había contado mi madre. Y como me
dijeron que mi padre había muerto, cuando apareció –porque mi padre resucitó de
entre los muertos– yo ya había aprendido a vivir sin él. Este impactante
descubrimiento se produjo a finales de 1946, o principios de 1947, en el
llamado Hotel de Turistas. La ficción, por lo tanto, se rompió. Al ver a
mi padre por primera vez, experimenté una sensación de estafa, de desconcierto. A partir de ahí, todo se precipitó.
Mi
padre, mi madre y yo nos mudamos a Lima. Parecíamos una familia corriente. Nos instalamos en el distrito Magdalena del
Mar. Al cabo de unos meses, nos mudamos a La Perla. Solíamos
pasar los fines de semana en Miraflores, visitando a mis tíos y a mis
primos. Eran tiempos para la despreocupación y el disfrute, aunque la presencia
de mi padre me incomodaba continuamente. Mi relación con él estuvo marcada por
el temor. Era severo y autoritario, con bastantes accesos de cólera. Recuerdo
que, en una ocasión, se presentó armado con un revólver en casa de mi tío Juan,
amenazando a la familia Llosa y despotricando contra mis
inclinaciones artísticas.

El
retorno de mi padre, insisto, provocó en mí un resentimiento que me acompañaría
durante años, en gran parte debido a su profunda repulsión hacia mi vocación
literaria. Para evitar que me convirtiera en un hombre de letras, no se le ocurrió mejor idea que, con
catorce años, mandarme interno al Colegio Militar Leoncio Prado, sin saber
que, en el fondo, me haría un gran favor. En el Leoncio Prado se me reveló una
verdad desconocida: la de la existencia de un Perú
distinto, vasto y complejo. Aquella experiencia consolidó
mi vocación de escritor. Me refugié en la lectura, tratando de olvidar la
tristeza por estar lejos de mi familia, lejos de Miraflores, de las chicas, del
barrio. Mi primera novela, La ciudad y los perros, está ambientada
entre aquellos muros revestidos de deshumanización y de disciplina castrense.
Durante
las vacaciones de 1952 trabajé para el diario La Crónica de
Lima, y allí empecé a atisbar el submundo de la capital, sórdido y
grotesco. Ese mismo año abandoné el colegio militar y volví a Piura a
vivir con mi tío Luis Llosa, el tío Lucho. Terminé la secundaria en el colegio
San Miguel y me desempeñé para el diario La Industria. De esta época data el primer hito de mi carrera: en el teatro
Variedades asistí a la representación de La huida del Inca, obra que escribí con tan solo dieciséis años.
En
1953 me matriculé en Derecho y Literatura en la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos. En aquel ambiente me dejé engatusar por los cantos de sirena del
comunismo, partido que entonces militaba en la clandestinidad. Mi pseudónimo
era el de 'camarada Alberto', y me comportaba, sin saberlo, como un snob
genuinamente repulsivo. Participaba en debates y distribuía propaganda convencido de que eso cambiaría el
mundo. Devoré las obras de autores como Politzer, Marx, Engels, Lenin, así como las de mi paisano José Carlos Mariátegui, un intelectual
marxista que dilapidó su ingenio en esa ideología fallida. Y del mismo modo que un día abracé el comunismo, llegó otro
en que me inscribí en el Partido Demócrata Cristiano. Pero no todo lo acaparaba la política. También fui asistente del historiador y
prócer Raúl Porras Barrenechea, en un proyecto sobre la conquista del
Perú que quedó inacabado. Congeniamos más allá de la relación
maestro-discípulo. Su generosidad me ayudó a conseguir empleo para sostenerme,
a duras penas, después de mi primer matrimonio.

¡Ay,
mi primer matrimonio! Me gustaría pasar de puntillas sobre ese
escollo, pero,
si lo hiciera, estaría hurtando una parte fundamental de mi biografía, y no es
esa mi intención. Eso sí, como tampoco pretendo hurgar en la herida, me limitaré
a hacer una breve mención. Con 19 años cometí el disparate de casarme con mi
tía Julia Urquidi Illanes, diez años mayor que yo y divorciada de un
matrimonio anterior. Mi familia, como es natural, se llevó un disgusto mayúsculo. Al
principio, la pasión nos cegó y fuimos, creo, moderadamente felices, a pesar de todos los obstáculos que tuvimos que sortear. Después, la llama se apagó de golpe.
Aguantamos más allá de lo estrictamente necesario. Finalmente, cuando ni
siquiera el cariño bastó para mantener el espejismo de aquella relación febril y apasionada, nos divorciamos en 1964. Huelga decir que no quedamos en buenos términos. Ambos ajustamos cuentas utilizando la literatura como estilete. En
1977, publiqué La tía Julia y el escribidor, mezclando ficción con algunas
pinceladas autobiográficas. Julia, por
su parte, se tomó la revancha en 1983, año en que vio la luz Lo que
Varguitas no dijo. Por cierto, que al año de divorciarme de la tía
Julia, volví a tropezar en la misma piedra y me casé con mi prima Patricia
Llosa Urquidi, que, además, era sobrina materna de la tía Julia. De eso, y
de mi idilio –por llamarlo de alguna manera– con Isabel Preysler,
si me lo permiten, guardaré un oportuno y caballeroso
silencio.
Dejando
a un lado las veleidades del corazón, podría decirse que empecé a tomarme en
serio esto de la literatura cuando publiqué los relatos El abuelo, Los
jefes y El desafío. Con este último gané, en 1957, un
concurso de cuentos organizado por la La Revue Française. El premio
consistía en una estancia de un mes en París, adonde llegué en enero siguiente.
Disfruté mucho, pero me supo a poco. A la vuelta, me gradué de bachiller con
una tesis sobre Rubén Darío, y como fui considerado el alumno más
distinguido de mi promoción, me concedieron una beca de postgrado en
la Universidad Complutense de Madrid. Antes de partir hacia España, me
embarqué en un viaje por la Amazonía peruana, enriquecedor tanto en lo personal como en lo profesional, puesto que me nutrió de inagotables recursos para varias de mis novelas posteriores,
como La casa verde, Pantaleón y las visitadoras o El
hablador.

En
1960 me mudé a París en la creencia de que allí conseguiría otra beca, pero tal
cosa no sucedió. A pesar de las dificultades económicas, Julia y yo decidimos
permanecer en la capital francesa, ciudad fascinante en la que terminé de
escribir La ciudad y los perros, publicada en 1962. Tuvo un éxito
formidable. Seis años después, en 1966, publiqué mi
segunda novela, La casa verde, recibida por la crítica con gran
entusiasmo y que me confirmó como una de las figuras más relevantes de la narrativa
latinoamericana. Aquel año, además, conocí a Carmen Balcells, cuyas dotes
como agente literaria jamás podré ponderar lo suficiente. Carmen me animó a que
me dedicara, en exclusiva, al muy noble y muy tortuoso arte de escribir. Y así
lo hice. Parte de mi éxito, sin duda, se lo debo a ella. Tanto es así, que
llegué a formar parte del llamado 'boom latinoamericano'. Ver mi nombre entre
esa nómina de genios de la palabra, junto a García Márquez, Cortázar o Carlos
Fuentes, suponía todo un halago. De todos ellos, Gabo era con quien mantuve
una relación más estrecha. Mi admiración hacia él era total y absoluta. De
hecho, en 1971, me doctoré en Filosofía y Letras, por la Complutense de Madrid,
con una tesis titulada García Márquez: lengua y estructura de su obra
narrativa, que sería publicada bajo el título más pomposo de García
Márquez: historia de un deicidio.

¿Qué
pasó con Gabo? ¿Qué nos llevó de la amistad más íntima al
distanciamiento más radical? Se ha escrito tanto sobre aquel puñetazo, el 12
de febrero de 1976, en un cine de México al que ambos acudimos para ver el
estreno de un documental del que yo era el guionista... El público, siempre ávido de chismorreos, ha
querido encontrar una sola razón, una explicación sencilla a aquel drama
inesperado. Permítanme decir que aquel episodio representó la culminación de
una fractura que venía gestándose en un plano más íntimo, en el territorio
sagrado e inviolable de la lealtad personal. Gabo y yo sellamos un pacto de
silencio sobre los detalles, y ese pacto, a diferencia de nuestra amistad, fue
honrado por ambas partes. Sin embargo, sería un error reducir el final de
nuestra amistad a aquel arrebato. Siendo sinceros, hacia 1976, Gabo y yo ya
habitábamos planetas ideológicos distintos. Mientras él insistía en la defensa
de la utopía cubana, yo ya había visto el esqueleto
del totalitarismo detrás del paraíso caribeño. Aquel incidente
silenció al amigo, pero jamás pudo negar mi admiración por el deicida, por el arquitecto de Macondo.
Cuestiones
personales aparte, mi obsesión seguía siendo la literatura. Mi estilo
evolucionó hasta conjugar dos conceptos fundamentales: realidad
y trasposición literaria, desembocando en aquello que llamé 'la verdad de las mentiras'.
Descubrí que la ficción es el camino más honesto
para llegar al fondo de las cosas. Y en esa búsqueda me fijé en dos de mis referentes. Gustave Flaubert me inculcó que la literatura implica una
vocación absoluta, un sacrificio de precisión y de estructura. De William
Faulkner aprendí la osadía formal, los saltos temporales, los puntos de
vista que se entrecruzan, esa polifonía que transforma la novela en un
organismo vivo. No siempre pude trasladar sus hallazgos a mi escritura, pero me
guiaron en mi empeño por construir la novela total: una obra capaz de
abarcar la vida entera.
Además
de mi faceta como novelista -sobre la que no me extenderé, dando por supuesto que usted, querido lector, la conoce de sobra-, desde muy joven cultivé el periodismo, oficio que
definí como una especie de literatura de urgencia y apresurada que me enseñó a
escribir con claridad, a organizar la información y a captar la atención del
lector desde el primer párrafo. No es incompatible el buen periodismo con la
buena literatura. Por medio de mis columnas intervenía en el debate público, a
veces con furia, otras con escepticismo. Quizás forcé demasiado las cosas. Tanto, que sentí como un deber la necesidad de implicarme
más a fondo en los asuntos de mi país. Ese impulso, para mi desgracia, me llevó a
cometer otro de mis grandes errores. En 1990 me presenté como candidato a la
presidencia del Perú por el partido Movimiento Libertad. Perdí
aquellas elecciones, en la segunda vuelta, ante Alberto Fujimori. Se
me hizo patente, por si acaso alberga alguna duda, que yo era, ante todo, un
novelista y no un político.

Muchos
de mis enemigos, tanto políticos como literarios, me han motejado de vanidoso.
Y en eso, he de darles la razón. Diré, en mi descargo, que esa flaqueza afecta a
todos aquellos autores atribulados por el hecho de que el éxito o el
fracaso de su obra dependa de un factor tan sutil, tan abstracto, tan volátil como
el capricho del público. Muchos de mis libros, y mi trayectoria, en general, han recibido la recompensa de los premios. Y esa feliz
circunstancia, ajena por completo a la voluntad del galardonado, suele
levantar envidias. Pero un día, casi por sorpresa, los académicos
noruegos tuvieron a bien darme una de las mayores alegrías de mi vida. El 7 de
octubre de 2010 me concedieron el premio Nobel de literatura.
Acepté ese honor, no como una coronación, sino como una responsabilidad, porque
reconozco que yo también dudé del Nobel. Cuando me lo dieron, decidí tomármelo
en serio. Sin perder de vista que, al menos en mi caso, y en contra de lo que
se haya propalado en diversos mentideros, siempre escribí para deleite de mis
lectores. Ése es el verdadero premio, el de la aceptación del público, y en eso
siempre les estaré eternamente agradecido.
Así
que, querido lector, entre fragmentos y piruetas varias, esta ha sido mi ejecutoria.
Una vida dedicada a la literatura, a explorar las complejidades de la realidad
humana, a tantear las fronteras formales de la novela y a defender con pasión mis
principios políticos. No sé si logré comprender el mundo, pero, al menos,
intenté contarlo. Y en esa tentativa, la literatura ha sido siempre mi refugio
y mi aliada. Como decía Sartre, la literatura importa y puede
cambiar vidas. Si alguna vez sienten curiosidad por saber quién fui, no
pregunten a mis fantasmas ni a mis detractores: busquen en mis libros. Allí,
entre líneas, sigo respirando.