Me
dicen que he muerto de una neumonía mal curada que venía arrastrando
desde la pandemia del covid. Otros, sin embargo, lo achacan a un cáncer
hematológico que, al parecer, yo mismo intuía desde hacía unos cinco años. Pero
esa polémica ya poco importa. El caso es que, ahora, en esta mi nueva
situación, me ha dado por pensar que sería bueno contar, de primera mano,
ciertos avatares de mis andanzas por este valle de lágrimas, revisando, en lo
que fuera necesario, las memorias que publiqué, en 1993, bajo el título de El
pez en el agua. Otros muchos han hablado ya de mí, algunos bien y otros
–con razón o sin ella– no tanto, pero estoy convencido de que nadie mejor que
yo para dar noticia de mi propia existencia, ahora que acabo de exhalar mi
último aliento. Desde este retiro forzado, en este cambio de escenario donde
los silencios pesan más que los pecados, estoy dispuesto a sincerarme en todo
cuanto me sea posible, sin necesidad de herir sensibilidades ni de ajustar
cuentas pendientes, que para eso ya llego tarde. Esto no es ni una confesión ni
una redención. Esto es, simplemente, lo que fui.
¿Y
quién fui realmente? ¿El niño que creció creyendo que su padre estaba muerto?
¿El cadete del Leoncio Prado? ¿El joven idealista que coqueteó con el
comunismo? ¿El escritor exitoso? ¿El político fracasado? ¿El marido inquieto, el padre ausente, el
amante insensato? Pues sepan ustedes que fui todo eso y mucho más. No en vano,
mi vida ha sido un torbellino, una novela en sí misma cuyos personajes
principales han corrido dispar fortuna.
Regresamos al Perú en 1945. Mi abuelo, que
era primo del nuevo presidente del gobierno, fue nombrado prefecto de
Piura. Hasta ese momento, yo creía que mi padre
estaba muerto, y lo creía porque así me lo había contado mi madre. Y como me
dijeron que mi padre había muerto, cuando apareció –porque mi padre resucitó de
entre los muertos– yo ya había aprendido a vivir sin él. Este impactante
descubrimiento se produjo a finales de 1946, o principios de 1947, en el
llamado Hotel de Turistas. La ficción, por lo tanto, se rompió. Al ver a
mi padre por primera vez, experimenté una sensación de estafa, de desconcierto. A partir de ahí, todo se precipitó.
Mi padre, mi madre y yo nos mudamos a Lima. Parecíamos una familia corriente. Nos instalamos en el distrito Magdalena del Mar. Al cabo de unos meses, nos mudamos a La Perla. Solíamos pasar los fines de semana en Miraflores, visitando a mis tíos y a mis primos. Eran tiempos para la despreocupación y el disfrute, aunque la presencia de mi padre me incomodaba continuamente. Mi relación con él estuvo marcada por el temor. Era severo y autoritario, con bastantes accesos de cólera. Recuerdo que, en una ocasión, se presentó armado con un revólver en casa de mi tío Juan, amenazando a la familia Llosa y despotricando contra mis inclinaciones artísticas.
Durante
las vacaciones de 1952 trabajé para el diario La Crónica de
Lima, y allí empecé a atisbar el submundo de la capital, sórdido y
grotesco. Ese mismo año abandoné el colegio militar y volví a Piura a
vivir con mi tío Luis Llosa, el tío Lucho. Terminé la secundaria en el colegio
San Miguel y me desempeñé para el diario La Industria. De esta época data el primer hito de mi carrera: en el teatro
Variedades asistí a la representación de La huida del Inca, obra que escribí con tan solo dieciséis años.
En
1953 me matriculé en Derecho y Literatura en la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos. En aquel ambiente me dejé engatusar por los cantos de sirena del
comunismo, partido que entonces militaba en la clandestinidad. Mi pseudónimo
era el de 'camarada Alberto', y me comportaba, sin saberlo, como un snob
genuinamente repulsivo. Participaba en debates y distribuía propaganda convencido de que eso cambiaría el
mundo. Devoré las obras de autores como Politzer, Marx, Engels, Lenin, así como las de mi paisano José Carlos Mariátegui, un intelectual
marxista que dilapidó su ingenio en esa ideología fallida. Y del mismo modo que un día abracé el comunismo, llegó otro
en que me inscribí en el Partido Demócrata Cristiano. Pero no todo lo acaparaba la política. También fui asistente del historiador y
prócer Raúl Porras Barrenechea, en un proyecto sobre la conquista del
Perú que quedó inacabado. Congeniamos más allá de la relación
maestro-discípulo. Su generosidad me ayudó a conseguir empleo para sostenerme,
a duras penas, después de mi primer matrimonio.
Dejando
a un lado las veleidades del corazón, podría decirse que empecé a tomarme en
serio esto de la literatura cuando publiqué los relatos El abuelo, Los
jefes y El desafío. Con este último gané, en 1957, un
concurso de cuentos organizado por la La Revue Française. El premio
consistía en una estancia de un mes en París, adonde llegué en enero siguiente.
Disfruté mucho, pero me supo a poco. A la vuelta, me gradué de bachiller con
una tesis sobre Rubén Darío, y como fui considerado el alumno más
distinguido de mi promoción, me concedieron una beca de postgrado en
la Universidad Complutense de Madrid. Antes de partir hacia España, me
embarqué en un viaje por la Amazonía peruana, enriquecedor tanto en lo personal como en lo profesional, puesto que me nutrió de inagotables recursos para varias de mis novelas posteriores,
como La casa verde, Pantaleón y las visitadoras o El
hablador.
Cuestiones
personales aparte, mi obsesión seguía siendo la literatura. Mi estilo
evolucionó hasta conjugar dos conceptos fundamentales: realidad
y trasposición literaria, desembocando en aquello que llamé 'la verdad de las mentiras'.
Descubrí que la ficción es el camino más honesto
para llegar al fondo de las cosas. Y en esa búsqueda me fijé en dos de mis referentes. Gustave Flaubert me inculcó que la literatura implica una
vocación absoluta, un sacrificio de precisión y de estructura. De William
Faulkner aprendí la osadía formal, los saltos temporales, los puntos de
vista que se entrecruzan, esa polifonía que transforma la novela en un
organismo vivo. No siempre pude trasladar sus hallazgos a mi escritura, pero me
guiaron en mi empeño por construir la novela total: una obra capaz de
abarcar la vida entera.
Además
de mi faceta como novelista -sobre la que no me extenderé, dando por supuesto que usted, querido lector, la conoce de sobra-, desde muy joven cultivé el periodismo, oficio que
definí como una especie de literatura de urgencia y apresurada que me enseñó a
escribir con claridad, a organizar la información y a captar la atención del
lector desde el primer párrafo. No es incompatible el buen periodismo con la
buena literatura. Por medio de mis columnas intervenía en el debate público, a
veces con furia, otras con escepticismo. Quizás forcé demasiado las cosas. Tanto, que sentí como un deber la necesidad de implicarme
más a fondo en los asuntos de mi país. Ese impulso, para mi desgracia, me llevó a
cometer otro de mis grandes errores. En 1990 me presenté como candidato a la
presidencia del Perú por el partido Movimiento Libertad. Perdí
aquellas elecciones, en la segunda vuelta, ante Alberto Fujimori. Se
me hizo patente, por si acaso alberga alguna duda, que yo era, ante todo, un
novelista y no un político.
Así
que, querido lector, entre fragmentos y piruetas varias, esta ha sido mi ejecutoria.
Una vida dedicada a la literatura, a explorar las complejidades de la realidad
humana, a tantear las fronteras formales de la novela y a defender con pasión mis
principios políticos. No sé si logré comprender el mundo, pero, al menos,
intenté contarlo. Y en esa tentativa, la literatura ha sido siempre mi refugio
y mi aliada. Como decía Sartre, la literatura importa y puede
cambiar vidas. Si alguna vez sienten curiosidad por saber quién fui, no
pregunten a mis fantasmas ni a mis detractores: busquen en mis libros. Allí,
entre líneas, sigo respirando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario