Televisión Española
llevaba varios días promocionando la entrevista que el mítico
periodista Jesús Hermida había mantenido con Don Juan Carlos con
motivo del setenta y cinco aniversario del monarca. Se nos prometía
que sería una cita histórica, pues era la primera vez que el Rey
hablaba en ese formato para una televisión. Se suponía que media
España se congregaría en torno al televisor para escuchar lo que Su
Majestad tenía que contarle al pueblo español en un tono menos
solemne que el usado en los discursos de Nochebuena, sin rehuir los
temas más polémicos que sacuden a nuestra sociedad: descrédito de
la clase política, deriva independentista de Cataluña, crisis
económica, paro y el caso Urdangarín entre otros asuntos. Decía el
director de los Servicios Informativos, Julio Somoano, en la
presentación de la entrevista que la misma había sido perseguida
durante más de una década y que su materialización constituía un
hito que formaría parte de la Historia de España. Así es como se
nos vendía el producto. La realidad, sin embargo, ha sido bien distinta. Y es que cuando las expectativas depositadas
son tan altas se corre el riesgo de sufrir un fracaso estrepitoso.
Este, por desgracia, ha sido el caso.
La entrevista se grabó
el 27 de diciembre y fue emitida en horario de prime time la noche
del viernes 4 de enero, víspera del cumpleaños del Jefe del Estado.
Y allí, en el Palacio de la Zarzuela, se encontraron la verborrea
del periodista y la parquedad del monarca. Desde los primeros
instantes se vio que Hermida, que ha sido cocinero antes que fraile y
que tuvo el privilegio de retransmitir la llegada del hombre a la
luna en aquella televisión en blanco y negro de un 21 de julio de
1969, se olvidó del noble oficio que ha ejercido tan brillantemente
durante tantos años para, en algo más de veinte minutos, echar por
tierra toda una trayectoria profesional para interpretar el papel
menos decoroso de cortesano adulador. Ni Jaime Peñafiel en sus
mejores tiempos le habría dedicado tantas loas y alabanzas como hizo
don Jesús en la noche de autos. Desconozco si era estrictamente
necesario, teniendo en cuenta la finalidad perseguida de buscar la
cercanía de la Corona con el pueblo, que se dedicara
tanta retahíla de “Vuestra Majestad” a cada preguntaba que se formulaba, dando la sensación como si el Rey viniera de otro planeta o perteneciera a otra época. El hecho es que tanto formalismo desvirtuó el
experimento. Más que a las palabra del Rey, los espectadores
estábamos más atentos a los gestos y la entonación de Hermida: sólo
faltó que se hincara de rodillas, inclinara la cabeza con gesto
enérgico y besara la mano de Don Juan Carlos. Algunos llegamos a
pensar que lo haría, lo cual hubiera sido un momento apoteósico,
idóneo por otra parte para sacar a la audiencia del letargo
soporífero en que nos hallábamos ante un cuestionario plagado de interrogantes trasnochados y caducos. Eso sí que nos hubiera traído de vuelta de nuestro paseo lunar.
Se ha perdido una
extraordinaria ocasión para escuchar por boca del Rey referirse a
los temas que preocupan de verdad a los españoles, puesto que lo de
recrearse en los méritos logrados durante treinta y siete años de
reinado bien podría haberse dejado para un documental como Dios
manda, que para eso los de Informe Semanal sí son unos fenómenos.
Pero como uno no tiene ocasión todos los días de sentar al Monarca
a su mesa para preguntarle sobre el presente y el futuro de nuestro país,
tanto desde los Servicios Informativos de TVE como desde el gabinete
de comunicación de Zarzuela han estado torpes a la hora de enfocar
este decepcionante acontecimiento. No es que le neguemos al Rey la
posibilidad de elogiar los valores que nos han llevado a culminar con
éxito la transición de una dictadura a una democracia, ni mucho
menos, lo que sucede es que se esperaba demasiado de este encuentro como
para haberlo desaprovechado de esta manera tan absurda. Es como si
David Frost, en las cuatro entrevistas que mantuvo con Richard Nixon,
se hubiera limitado a dorarle la píldora recordándole los éxitos
logrados durante su presidencia sin hacer mención al escándalo del
Wategarte. Pues algo parecido es lo que ha ocurrido aquí, así que
habrá que esperar otros doce o quince años para que se nos vuelva a
plantear una nueva oportunidad. Por otra parte me deja perplejo que,
teniendo en cuenta que la entrevista se grabó el 27 de diciembre y
que no se emitió hasta pasados ocho días, nadie reparara en que el
resultado de tantos esfuerzos periodísticos era algo insulso,
anodino, insustancial, que no aportaba nada nuevo. No hay que ser un
catedrático en Teoría de la Comunicación para darse cuenta que
esto, más que lavado de cara para la Monarquía, iba a suponer un
lastre más para la imagen de una institución que no pasa por sus
mejores momentos. Y todo esto lo dice un monárquico convencido como
yo, no sólo juancarlista, que contempla con estupor cómo el símbolo
de la unidad y permanencia del Estado pierde popularidad a través de vías de agua abiertas por un malhadado yerno que ha puesto en
jaque a siglos de tradición. Por eso, insisto en una idea que ya he planteado en otras ocasiones: si algún día llega la III República no será por méritos propios sino por errores ajenos.
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