La primera vez que
tuve constancia de la existencia de Adolfo Suárez fue con motivo del intento de
golpe de Estado perpetrado sin éxito por el Teniente Coronel de la Guardia
Civil Antonio Tejero Molina, el 23 de febrero de 1981. Este episodio ya lo he contado en otra de las entradas de este blog y, como no se trata de ser
repetitivo, al mismo les remito para aquellos a quienes les pueda interesar.
Por aquel entonces estaba a punto de cumplir los 6 años de edad pero, por estos
misterios de la memoria, no fue hasta un año después, a raíz de las elecciones
generales de 1982, cuando vi por vez primera el rostro de Suárez impreso en las
cientos de papeletas electores del Centro Democrático y Social (CDS) que se
repartían por las calles de Herrera de Alcántara en Renaults 4, Seat 124 y demás
parque automovilístico de la época, adornados con unos llamativos altavoces
dispuestos en los techos y a través de los cuales se animaba a los ciudadanos a
acudir a las urnas para elegir al nuevo presidente del gobierno que sustituyera
a Leopoldo Calvo Sotelo. Como es de suponer, por entonces yo no entendía nada
de política, ni de que Suárez se había visto obligado a dimitir de la
presidencia del gobierno por el acoso y derribo al que le sometieron tanto la oposición como, sobre todo, sus propios correligionarios de partido,
la Unión de Centro Democrático (UCD). Eso sí, lo único que sabía es que los
niños nos partíamos el espinazo por ir detrás de la caravana electoral para
recoger la mayor cantidad posible de publicidad electoral: aquellas papeletas
eran más preciadas que los caramelos de la cabalgata de los Reyes Magos.
Y en esos folletos aparecía la figura de un señor apuesto, elegante,
de tez morena, pelo negro y sonrisa amable. Con ese porte, cualquiera diría que fumaba
como un carretero y que se alimentaba básicamente de tortilla francesa. El caso
es que aquella cara me transmitía confianza, me daba la impresión de que aquel
era un tipo campechano, como uno más de la familia, alguien del que no te
podrías esperar una cuchillada por la espalda, lo cual ya es mucho decir en un
terreno como el de la política. Con el tiempo fui descubriendo que las
papeletas por las que luchábamos denodadamente recogían la imagen del que -
junto con el concurso de Su Majestad el Rey, de Torcuato Fernández Miranda y
del pueblo español- había sido el artífice del mayor milagro que se recordaba de nuestra Historia Contemporánea: el paso de un régimen dictatorial de
treinta y seis años, fraguado en las cenizas de una sangrienta guerra civil, a un
sistema democrático de una forma pacífica, aunque no por ello exenta de dificultades.
¡Vaya que si las hubo!, tantas que hasta los protagonistas de lo que después se
ha dado en llamar Transición Política se preguntaban que si, además de los que
estaban involucrados en aquella tarea titánica, había alguien más que les
apoyara en esas horas cruciales para el devenir de España. Y es que los había
que tenían demasiada prisa por alcanzar el poder y no estaban dispuestos a
recorrer los peldaños de una reforma progresiva –de la ley a ley-, sino que
abogaban por una ruptura a toda costa con el régimen anterior. De esto saben
algo Felipe González y Alfonso Guerra, los mismos que le organizaron una feroz
oposición durante los años en que Suárez fue presidente, y que ahora no tienen
reparos en inclinar ceremoniosamente la cabeza ante su féretro, corpore in sepulto,
en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de los Diputados.
Pues bien, el
impulsor de aquella labor de hermanamiento, de entendimiento, de superación de
los eternos odios entre las dos Españas murió ayer en la Clínica CEMTRO de
Madrid a las 15:03 horas. Tenía 81 años, aunque llevaba desaparecido de la vida pública desde
el 2003 debido a la terrible enfermedad del Alzheimer, que le azotó en grado
tal como para no recordar que un día llegó a ver cumplida su ambición de ser
Presidente del Gobierno. Y no uno cualquiera, sino el que contribuyó a dar
forma a un régimen democrático sustentado en la Constitución de 1978 que, con
las armas del diálogo y a pesar de sus imperfecciones, sigue representando uno
de los mayores logros colectivos de los que pueden sentirse orgulloso el pueblo
español. A este hombre de Estado, con un don de gentes inigualable – sólo
comparable al que tuvo Kennedy en su época-, vilipendiado hasta el extremo en
los días en que ocupó el sillón del Poder Ejecutivo, se le reconocen ahora los
méritos que se le escamotearon en vida. De los institucionales algunos quedan,
como el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia otorgado en 1996. Y es que,
no hay nada como morirse para que te cubran te toisones insignes y órdenes
distinguidas, y hasta para que tus más acérrimos adversarios te elogien sin
ningún tipo de rubor. Descanse en paz Adolfo Suárez, un patriota que supo
anteponer los intereses de Estado a los personales y partidistas, un hombre
devastado en el ámbito familiar por el drama de enfermedades mortales que
acabaron con la vida de su mujer y de su hija Mariam, un político con altura de
miras de los que ya no quedan. Dejó el listón muy alto, tanto que aún no ha
sido superado. No habrá otro como él. Apareció en la época adecuada y en el
momento justo, a pesar de los agoreros que vaticinaban que su nombramiento -quizás por lo inesperado del hecho- había sido un craso error. La Historia le hará justicia. De momento, y para empezar, parece que el aeropuerto de Madrid-Barajas llevará su nombre. Esperemos que sea el primero de los muchos tributos que se le deben rendir al artífice de esta España democrática que se está echando a perder por la actual casta política. Por mi parte, sólo me queda agradecerle su trabajo, esfuerzo, generosidad y tesón para lograr lo que parecía imposible. Su nombre y su legado perdurarán en el tiempo.
Se nos fue un grande, y no logro entender como no aprendieron nada de él los que después vinieron tras sus pasos, de huella imborrable y de tiempos difíciles... Qué pena de "políticos" los de ahora, que solo luchan por sus intereses monetarios y personales.
ResponderEliminarRazón tienes, Solrak_cc. De los políticos de hoy en día lo mejor que podemos hacer es ignorarlos, aunque con las fechorías que hacen eso resulta casi un imposible. No sé cuántas generaciones tendrán que pasar para que la Providencia nos dé otro Adolfo Suárez. Esperemos que no se demore mucho, porque esto se viene abajo.
ResponderEliminarIgnorarlos??? Eso nunca, pues podrían hacer de la democracia su cortijo... espera que eso ya lo han hecho... Al menos habrá que decirles que no somos ciegos ni tontos, y que conducen a esta democracia (necesitada de tantos retoques) a la perdición...
ResponderEliminarTuvimos la mejor de las transiciones posibles gracias a hombres como él y otros que, desde dentro del régimen, ayudaron a desmontarlo con la ley. Y gracias también a otros de fuera del régimen, como Carrillo, cabeza del PCE y aglutinante de la oposición de izquierdas al régimen. Con altura de miras, generosidad y ánimo de reconciliación llegó a aceptar la bandera bicolor para cargar a Suárez de argumentos para legalizar el PCE. Carrillo, Pasionaria y otros tantos que hicieron la guerra en el bando republicano pudieron sentarse en un parlamento con otros muchos que la hicieron el el bando franquista: esta es la prueba del éxito de la transición ¡Qué pena que los herederos de aquél PCE hayan renegado de aquéllos gestos y vuelvan a símbolos antiguos que no ayudan a la reconciliación!
ResponderEliminarQuico, totalmente de acuerdo contigo. El llamado "espíritu de la Transición" ha sido totalmente arrinconado para ceder a las pasiones personalistas de unos políticos -en la mayoría de las ocasiones ineptos e incompetentes- que no están a la altura de las circunstancias. La generosidad y el consenso de la etapa constituyente brillan en la actualidad por su ausencia. Cada uno mira por sus intereses, sin atender al bien común que debe presidir la actividad de todo hombre público que se precie: trabajar, como dirían los clásicos, por mejorar la felicidad de los ciudadanos.
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