
Y
el maestro se nos
fue, sin hacer ruido, rodeado de sus seres queridos, escuchando cómo
una de sus chicas
le recitaba en su lecho de
muerte versos de Juan Ramón Jiménez y le
ponía canciones de los
Beatles. Este lunes, 4 de mayo, ha muerto Jesús Hermida, icono del
periodismo español que, gracias a un estilo propio, inconfundible y
-pese a todo- inimitable, se convirtió en referente de la profesión
y en centro de admiración
para una legión de seguidores a los que nunca dejaba indiferentes.
Tocó todos los palos -prensa, radio y televisión-, pero fue este
último medio el que lo encumbró a los altares del estrellato. Fue
el encargado de retransmitirnos, desde
la recién inaugurada corresponsalía de Televisión Española en Nueva York, el
hito de la llegada del
hombre a la luna, el desastre de la guerra de Vietnam o el escándalo del Watergate, acontecimientos
históricos que le harían inolvidable en el imaginario popular. De
imponente figura y singular y rebelde flequillo, su no menos
característica voz se ha apagado a los setenta
y siete años de edad. Muy
pocos han contado
con el cariño de la audiencia, siendo
uno de los escasos
privilegiados a los que el público consideraba como uno de lo suyos
gracias a su cercanía y
credibilidad.
Cuando
Ana Blanco anunció, casi al final del Telediario, que
había muerto
el hijo del pescador, resultó
inevitable que se me vinieran
a la mente su verbo preciso, pausado
y profundo
en busca del mayor número
de sinónimos posibles
que reflejaran la realidad que con tanto empeño se esforzaba en dibujarnos; sus
escorzos físicos, más propios de un equilibrista
que de un presentador de televisión, con la cabeza para un lado, las
piernas para otro, los brazos para el contrario... y el flequillo a
su aire, sin por ello
perder la armonía del conjunto;
su andar parsimonioso por
los platós, cabeceando
con las manos metidas en los bolsillos;
su mirada escrutadora – a veces fulminante- dedicada a unos invitados siempre agradecidos ante la galante cortesía del entrevistador. Historia
viva de la televisión hasta hace unos días, nadie mejor que él
supo dar fe con pasión de unos
acontecimientos que él mismo contribuyó a
engrandecer con
su propio sello de hacer periodismo.
Si hubiera nacido en Estados Unidos, los americanos -que para esto de
alabar méritos ajenos tienen menos complejos que los europeos- lo
situarían a la altura del mismísimo Walter Cronkite. Aún así, sin
que sirva de precedente, creo que su figura sí recibió en vida el
reconocimiento merecido. Y
es que ante la evidencia de su talento no quedaba
más remedio que rendirse, a
pesar de que ese talento se pusiera en duda con motivo de la
entrevista al Rey Juan
Carlos por su setenta y cinco cumpleaños.
Dicen quienes lo
conocieron que le dolieron las críticas y que se retiró disgustado con una profesión que no le perdonó ese tropiezo. Sea como
fuere, Don Jesús, siempre nos quedará la luna.
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