En 1835 publicaba
don Ramón de Mesonero Romanos su obra Panorama matritense:
cuadros de costumbres de la capital observados por un curioso
parlante, a la que seguiría en 1851 Escenas y tipos
matritenses. En ellas se narran las costumbres y
tradiciones de las gentes de Madrid con las pinceladas
propias del romanticismo literario. Al igual que la sociedad andaluza quedó perfectamente
retratada por Estébanez Calderón, la madrileña tuvo su
reflejo tanto en la obra del propio Mesonero Romanos
como en la del tan recordado, y no
menos llorado, Mariano
José de Larra. Pues bien, salvando todas las distancias que
haya que salvar con los pioneros y maestros de aquel
estilo costumbrista, con el artículo de hoy –el cual
desconozco si tendrá continuidad en otros posts similares-
me propongo plasmar una de las más típicas escenas que
acontecen, por las mañanas y entre semana, en Mérida. Me
refiero a la diáspora de los funcionarios a la búsqueda del
cafetito y la tostada de mediodía en la antigua Augusta
Emérita, ese "pueblo grande" al que muchos se refieren
despectivamente y que seguro que echa de menos la época en la que
paseaban por sus calles empedradas los licenciados de las legiones
romanas. Si el legado Publio Carisio, fundador de la ciudad por
orden del emperador Augusto en el año 25 a. C., hubiera sabido que
al cabo de los siglos su criatura iba a ser hollada por gentes de
dudosa reputación -todo lo contrario que sus valientes
guerreros-, a lo mejor se lo piensa y hubiera buscado para su
fundación un enclave más a propósito para satisfacer
las necesidades de sus soldados. No sé si los
legionarios de antaño arrastraban peor fama que
los funcionarios de hoy; lo que sí es cierto es
que mientras ellos nos han legado para la posteridad
circos, teatros, anfiteatros, termas y acueductos, nosotros
dejaremos a las futuras generaciones mamotretos de cemento,
aluminio y hormigón.
Pero
a lo
que vamos. Esto de la hora del desayuno es un
fenómeno curioso que supongo que ocurrirá en todos
lados, aunque no sé si con la misma magnitud que
aquí. Y digo aquí porque trabajo en
Mérida desde enero de 2005, motivo que me faculta, supongo,
para dedicar a este asunto unas líneas con
conocimiento de causa; más si cabe cuando se da también la feliz
circunstancia de que llevo viviendo
en esta bendita ciudad desde
hace tres meses. No exagero en lo del calificativo: yo era el
primero que echaba pestes de Mérida hasta que me vine a vivir aquí.
Y es que el no madrugar acaba hasta con las convicciones más firmes;
así de débil es la naturaleza humana. El
caso es que, como digo, entre las diez y las doce de la mañana -no
es que nos tomemos todo ese tiempo
para desayunar; no sean ustedes mal pensados, sino
que establecemos varios turnos entre esa franja horaria- se
produce un movimiento de funcionarios ávidos por meternos entre
pecho y espalda el elixir que nos saque del
estado de amodorramiento matutino, acompañándolo con la
oportuna tostada que sacie nuestros hambrientos
estómagos. Antes de
que la Junta de Extremadura decidiera acometer la obra del complejo
administrativo del III Milenio, poniendo fin a la dispersión
de oficinas a lo largo y ancho de la ciudad, el negocio estaba más
repartido y la estampida humana no
era tan llamativa, pero desde que en 2013
-creo, porque lo de las fechas no es lo mío- gran parte
del personal nos
trasladamos al nuevo enclave situado en la barriada de San Lázaro (el
Peri de toda la vida), podríamos decir que el fenómeno se ha
vuelto viral. Es un espectáculo ver salir a toda esa masa enorme de
gente caminito de su refrigerio mañanero.

Los
de mi grupo somos fieles al
Nirri -me permito apostillar que desde hace ya demasiado
tiempo- como podríamos haberlo sido a cualquiera otra de las
tascas que abundan por aquellos lares. Quizás tenga algo que ver
en esta elección
la cercanía, las vistas o el hilo
musical que nos ameniza la espera y con el que pretenderán aplacar
nuestra impaciencia ante la demora en el servicio. Y
es que, últimamente
hemos notado que no es raro el día que no pase más de media hora
entre que encargamos la vianda y que nos la sirven a la mesa. Toda
fidelidad tiene un límite y más vale no ponerla a prueba demasiado
a menudo: que se lo pregunten al del Párking, que ha echado el
cierre no hace mucho. Parece ser
que los del Nirri no tienen tan claro este principio básico, aprovechándose de ese sambenito que cuelga sobre los funcionarios de que,
como somos los seres más acomodaticios de la creación, no temen que
nos rebelemos ante
situación tan insostenible.
El caso es que este affaire ya
nos empieza a tocar la moral, hasta el punto de que hay algún
osado entre nosotros que
ha propuesto que cambiemos de sitio, esgrimiendo argumentos tan
contundentes como
que “esto
ya está pasando
de castaño oscuro”, o “nunca la
dignidad humana ha padecido tanta injusticia”. Es decir,
que no
nos ponemos de acuerdo ni para
protestar contra los recortes salariales, lo vamos a
hacer ahora para este
tipo de minucias. Y eso lo saben los
del Nirri, Casa Manolo y San Pedro bendito, con lo cual seguirán
tratándonos poco menos que a patadas, conocedores de que el funcionariado es un ganado manso y acostumbrado a ser
ninguneado. Tan es así, que cuando pedimos la tostada del día – a
un módico precio de 1,80 euros-, o nos sellan el cartón de ocho
desayunos que te da derecho a uno gratis, pareciera como si nos estuvieran haciendo un favor: se nos bajan los humos y
volvemos a pasar por el aro, dejando lo de las injusticias
y el castaño oscuro para mejor ocasión.
Y así nos luce el
pelo. Por eso, como ya se
nos tendría que caer la cara de vergüenza por nuestra tendencia a
la docilidad laboral, qué menos que mantener erguido el honor cuando se trate pedir un café con leche; que si nos ponen
delante de los morros cuatro lonchas esmirriadas de jamón, no demos la callada por respuesta. Compañeros y compañeras -como dicen
ahora estos progres snobs que todo lo inundan-, si el movimiento
para reivindicar la decencia tiene que
nacer al albur de una barra de bar, vayamos todos juntos, y yo el
primero, por la senda de la protesta civilizada. Que bastante cera nos han dado ya los nuestros en este último proceso de oposiciones como para que sigamos aguantando, mudos y
cómplices, los atropellos de los demás. Reparemos en el hecho de que toda gran victoria siempre empieza por los pequeños detalles. Uno o dos días sin ir a desayunar y ya veríamos si, a partir de entonces, no nos miran con otros ojos... Ganarse el respeto de los demás empieza por la obligación de respetarse a uno mismo.