Como
decíamos ayer, no se comía del todo mal en Rabasa. Y eso es algo
que pudimos comprobar sobradamente cuando tuvimos ocasión de visitar
la carpa del comedor durante nuestras primeras maniobras sobre
el terreno. El rancho era todo lo bueno que podía esperarse en
aquellas circunstancias, saciando nuestro apetito en grado
suficiente como para mantenernos en pie y permitirnos cumplir
con nuestro cometido. Me van ustedes a disculpar pero, después de
veinte años, uno empieza a padecer indeseables lagunas mentales. Por
eso, apelo a su benevolencia, y a la de mis camaradas, ante
la cortina del olvido que, al cabo de tanto tiempo, se cierne sobre
mis recuerdos, hurtándome los pequeños detalles que toda
buena historia que se precie ha de tener para
resultar amena. Les pido, por tanto, dispensa en este punto
del relato. Y si, por desgracia, la memoria me juega alguna mala
pasada, situando hechos en lugares equivocados -que bien pudieran
haber sucedido en nuestro vía crucis toledano-, espero que mis compañeros
de batalla no me lo tengan en cuenta y se queden con la esencia de lo
que aquí refiero, que no persigue otra pretensión
que la de evocar una época pasada. Más que de peripecias y
anécdotas, hoy hablaré sobre todo de sensaciones, de emociones. Con
ese ánimo escribo estas líneas.
Ignoro
con exactitud en qué período de nuestra instrucción nos echamos al
monte, aunque supongo que no más allá de mediados o finales de
octubre de 1999. Hacinados en los remolques de los camiones de
transporte, con todo el equipo a cuestas y cierta desazón en el
cuerpo, dejábamos atrás el acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete
para afrontar una semana de maniobras -alfa, se denominan en el
argot militar- en Agost, a unos veinte kilómetros de Alicante. He de
sospechar que el viaje transcurrió sin sobresaltos, más allá de la
incomodidad provocada por el traqueteo del convoy. La noche anterior
a la partida, como en casi todas, resonaba en mis cascos la voz
inconfundible del maestro Sabina hablando de dieguitos y mafaldas, de
barbies superstars, de desamores y de la Magdalena.
Nada
más llegar, después de formar para que los jefes dieran las
novedades reglamentarias, nos dedicamos a montar las tiendas de
campaña en hileras interminables. En mi vida he presenciado algo
parecido a la logística militar: si quieren asistir a una ceremonia
conmovedora, les animo a contemplar la instalación de un campamento
durante unas maniobras. Eso sí, lo que que no olvidaré jamás fue
la tromba de agua -acompañada de fuertes rachas de viento- que nos
cayó durante una de aquellas noches. Acurrucados en el fragor de la
tormenta, quien más quien menos se encomendó a Dios, a la Virgen
María y al Espíritu Santo con tal de que su refugio no cediera ante
aquel diluvio. Y, claro está, Dios Omnipotente, por aquello de que
sus senderos son inescrutables, no prestó oídos para atender a las
plegarias de todos sus siervos, así que algunos se ciscaron en el
mismo plantel de vírgenes, santos y arcángeles en cuyos brazos se
habían echado dócilmente apenas unos instantes antes. Más de uno
perdió la fe aquella noche. La riada fue de las que hicieron época,
convirtiéndolo todo en un lodazal impracticable. A la mañana
siguiente no pudimos por menos que apiadarnos de aquellos compañeros
que, incrédulos, comprobaban cómo la fortuna, en aquella ocasión,
les había sido esquiva.
Durante aquellas maniobras hicimos de todo, y casi siempre con el engorro de tener que tiznarnos la cara por aquello de confundirnos con el terreno: prácticas de tiro, marchas nocturnas, algún que otro ejercicio de supervivencia, asaltar cotas como almas que llevaba el diablo… Méndez, ve usted aquella colina. Sí, mi sargento. Pues nada, váyanse preparando porque me malicio que allí hay apostado un nido de ametralladoras y la vamos a tomar por mis santos cojones. ¿Reptando, mi sargento? No, cogiditos de la mano... A la orden, mi sargento. Y para allá que se fueron Méndez y su escuadra, maldiciendo el derroche de imaginación de nuestros mandos, que no paraban de divisar enemigos donde el común de los mortales sólo veíamos pedrisco y matorral, prestos a cumplir con la misión encomendada. Como podrán colegir, mientras nos arrastrábamos de manera calamitosa y dábamos alcance a la cima con el sigilo debido, mentábamos a la madre y demás deudos de nuestro querido sargento Prendes. Otras veces la cosa no pasaba a mayores y nos dedicábamos a reconocer el terreno desplegados en abanico, o al tresbolillo, disfrutando incluso del paisaje y parando de cuando en cuando a reponer fuerzas. Esto último, para alivio nuestro, lo solíamos practicar bajo la supervisión del brigada Fermín, que no era tan quisquilloso como el otro ni tenía necesidad de demostrar que sus chicos eran los más aguerridos de la compañía.
Eran
tiempos aquellos en los que nos emocionábamos con un bocadillo de
atún y un zumo de piña en tetrabrick. Tiempos en los que la
insolencia de la juventud nos llevaba a arrostrar jornadas infernales
sin causar apenas mella en nuestro ánimo. Por las mañanas podíamos
pegarnos un buen puñado de horas en el campo de tiro, descerrajando
metralla a diestro y siniestro. Por las tardes nos endilgaban algún
ejercicio de orientación por binomios. Y ya de anochecida, por si no
fuera suficiente, nos podían meter perfectamente diez o quince
kilómetros de caminata a la luz de la luna, soportando el peso de
unas mochilas que superaban el par de arrobas, destrozando la espalda
y los hombros de aquellos sufridos infantes. Pero todo eso, por
duro que fuera – y a fe que lo era-, no mitigaba la satisfacción
del deber cumplido. Puede sonar un poco naíf, lo sé, pero lo cuento
tal y como lo sentíamos entonces. Sentimiento, por cierto, que no
cesa de aumentar con el paso de los años cuando, al echar la vista
atrás, uno adquiere plena conciencia de las penalidades y rigores
que fue capaz de soportar. Es esa una medalla que todos mis
compañeros llevamos muy a gala. Hubo quien lo pasó peor y hubo
otros que lo sobrellevaron con estoicismo admirable, pero todos, sin
excepción, fuimos merecedores de aquel entorchado.
Por supuesto, durante aquellas jornadas de aprendizaje del oficio castrense nos dieron nuestra ración de orden de combate: ya saben, culatazo va y culatazo viene; cuerpo a tierra y demás zarandajas. Y tampoco podía faltar la, para muchos, odiosa tarea de limpiar el armamento cada vez que se les antojaba a nuestros mandos. La habilidad que demostraron algunos para montar y desmontar el cetme era digna de admiración. Tengo para mí que hasta John Rambo nos habría felicitado efusivamente. A fin de cuentas, qué diablos, fueron aquellos unos días no del todo desagradables. Salvo cuando nos tocaba empaparnos de conocimientos topográficos. Nada nos generaba más dudas y no había nada que pusiera más nervioso a un SEFOCUMA -hasta el extremo de alcanzar una preocupante sudoración y una tiritona poco aconsejables- que un plano desplegado en toda su extensión en un descampado, con el mando de turno metiéndote prisas para que le señalaras en qué parte de la puñetera cuadrícula nos hallábamos:
-
Verá usted, mi teniente, yo diría que estamos… Ummm… Estooo, a
ver cómo se lo explico…
-
Me da nota, Villasclaras.
Especial ilusión nos hizo el empuñar, por primera vez, un lanzagranadas del que, por supuesto, he olvidado su nombre técnico. Sólo unos pocos tuvimos la oportunidad de probarlo, y en verdad que supuso toda una experiencia el ritual de echar rodilla a tierra, colocarnos el cachibache al hombro, alinear el punto de mira con el objetivo, apretar el gatillo y verificar con asombro cómo el proyectil daba en la diana, acompañado del estruendo por el impacto y del alborozo por parte de quien había tenido el privilegio de disparar tamaño armatoste. Y puestos a recordar, hubo una noche que la pasamos al raso, junto a un rebaño de vacas. Supongo que formaría parte de los planes, pero lo cierto es que, en una de las marchas de orientación nocturna, no sé si es que nos perdimos -nada descabellado, por cierto, pues en esos ejercicios los alumnos aspirantes a Alférez éramos la punta de lanza-, el caso es que mientras tendíamos las esterillas y nos metíamos en los sacos de dormir sin despojarnos del uniforme, más de uno estuvo ojo avizor, no fuera a ser que entre la manada apareciera de repente algún cabestro enfurecido que nos arruinara la excursión.
Y
entre esas idas y venidas estuvimos, ya les digo, una eterna semana.
Llegado el momento de recoger los bártulos, nos despedimos
de Agost para siempre, sin rencores. Entonces no lo
sabíamos, pero aquello marcó un punto de inflexión, curtiendo a
unos muchachos que, hasta la fecha, poco menos que sólo habían
pisado un campo para ir de romería en feliz
esparcimiento con amigos o familiares. Nada que ver con lo que,
a partir de entonces, la mayoría de nosotros asociaríamos, durante
largo tiempo, con un terruño: era aparecérsenos una loma y ponernos
a temblar pensando en que tendríamos que conquistarla a golpe
de bayoneta. Ya sólo nos restaba enfilar la última etapa en
Rabasa, encaminada a los preparativos de la jura de bandera. Pero eso
será materia de un próximo capítulo.
Muy buena Mendez¡¡¡ EL lanzagranadas era el C-90. Mucha envidia me dió. Pero bueno luego en Toledo pudimos disparar todos. Un abrazo
ResponderEliminarGracias, Torresano. Efectivamente, era el C-90. ¡Un saludo!
EliminarApasionante historia y mejor aún la forma de narrarla. Este último fragmento lo leí en el confinamiento, haciéndolo más ameno. Te debía al menos un comentario, pero a ver si todo esto pasa y echamos un rato. Un abrazo compañero. Espero el capítulo final
ResponderEliminarQue recuerdos, yo estuve de maniobras en Agost en agosto del 93. De aquella nada de camiones, trotando a paso ligero desde Rabasa, la vuelta también.
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