martes, 1 de julio de 2025

Carta abierta al señor presidente del gobierno.

 


 

   Querido presidente del gobierno. Querido don Pedro Sánchez Pérez-Castejón… Como diría mi admirado Jaime Bayly, ¿qué tal, cómo le va? ¿Está usted bien? ¿Ha comido ya? ¿Se ha tomado la medicación? Porque no quisiera yo que le dé un tabardillo en el supuesto de que alguien de su entorno tuviera a bien pasarle el enlace de este post y, con ello, provocarle algún tipo de indisposición. Nada más lejos de mi intención. Por eso le pregunto y le prevengo. Doy por hecho que es usted un hombretón como Dios manda. Faltaría más. No todo el mundo se atreve a llevarle la contraria a Donald Trump en una cumbre de la OTAN

 

   Le escribo estas líneas desde la atalaya del tiempo, desde donde la Historia examina los desvaríos de los hombres que, como usted, pretenden gobernarla incurriendo en los mismos errores que otros cometieron en el pasado. Desde este observatorio contemplo la España de hoy y, créame, señor presidente, que me tiene usted anonadado. A mí y al resto de honrados ciudadanos que no lleven en la cartera el carnet del partido socialista. Pocas veces he sido consciente, como ahora, que el mal de España, desde que usted la preside, no es una fiebre pasajera, sino una metástasis que avanza desbocada sobre los mismos huesos del Estado.



   Usted, señor Sánchez, hombre de planta gallarda y de sonrisa malévola -Pedro el guapo, le llaman algunos-, usted me recuerda a esos políticos que confunden la verborrea con la verdad y la osadía con la virtud. Usurpó usted el gobierno presentándose como el adalid de una nueva era, el salvador de las esencias de un país que languidecía por obra y gracia de la indolencia de Mariano Rajoy y de sus ministrillos. Pero sus métodos, señor Sánchez, han terminado por delatarle. Tanto es así, que se mantiene usted en el poder, no por la aclamación de un pueblo unido en un mismo ideal, sino por la confluencia de una serie de intereses contrarios a la propia naturaleza de la nación que tiene usted la desgracia de presidir. Su triunfo, sin lugar a dudas, es el triunfo de la aritmética sobre la ética. Porque su obsesión consiste en el ejercicio del poder como fin en sí mismo, despojado de todo propósito que no sea la mera supervivencia en el cargo. Mantenerse en el gobierno a toda costa con tal de que no nos gobierne la derecha… Esto, señor Sánchez, dicho por usted mismo hace pocos días, ejemplifica muy a las claras que está usted como una auténtica regadera. Dicho sea sin acritud, por supuesto, como diría su admirado Felipe González, al que, por cierto, tiene usted bastante descontento. Es usted el principal culpable de expandir el bulo de la llamada ‘superioridad moral de la izquierda’. Es decir, señor presidente, que es usted un trilero de la peor calaña, un adanista dispuesto a inmolarse por un pueblo analfabeto y desvalido que, según su sectario criterio, no merece ser gobernado por la derecha. Y, con esa justificación tan pueril, pues se dedican, usted y su cuadrilla, a desmantelar el Estado de Derecho. 




Permítame, señor Sánchez, que le detalle los motivos de mi profunda desazón, que le desgrane los agravios que hoy me mueven a ponerme delante del micrófono. Y para ello voy a recurrir a la memoria, para que nos traslade a la primavera del año 2018, cuando su régimen vio la luz. Recuerdo muy bien el eco de sus palabras resonando en el hemiciclo. Se erigió usted en paladín de la decencia, en el justiciero que iba a aventar los establos de la política. Se valió de un caso de corrupción que afectaba al Partido Popular -la trama Gürtel- para presentar una moción de censura no sólo como un saludable y necesario relevo en el poder, sino, sobre todo, como una cruzada moral contra la derecha corrupta. Prometió un gobierno impoluto, un Ejecutivo de manos limpias y paredes de cristal que vendría a restaurar la confianza perdida de los ciudadanos en las instituciones. Habló usted de «regeneración», de «ejemplaridad», de poner fin a las «corruptelas» y al «uso partidista del Estado». ¡Señor Sánchez, qué nobles palabras si no fuera porque son una sarta de mentiras premeditadas! Muchos españoles –pobres incautos– creyeron entrever en aquel discurso la promesa de una España más limpia, más justa y más digna. La realidad, sin embargo, se ha encargado de desmentirle, como siempre que hace usted gala de la impostura para ponerse grandilocuente. Porque, señor Sánchez, dejemos una cosa clara desde el principio: es usted un charlatán.


   Aterrizó usted en el palacio de la Moncloa al amparo del cadalso moral levantado sobre su predecesor. Y es, precisamente, desde el recuerdo de aquel solemne juramento de pureza democrática desde donde la realidad de su mandato se contempla hoy con mayor repugnancia. Porque aquel que se vistió con la túnica de regenerador, una vez dueño del poder, no tardó ni un instante en mostrar la piel del inquisidor. Aquel que clamó contra el uso espurio de las instituciones se ha convertido en su más metódico colonizador. Aquel que hizo de la corrupción ajena su trampolín, ahora se ve asediado por las sombras de la propia, que se proyectan desde su mismo entorno ministerial y familiar. Señor Sánchez, la distancia entre lo que usted prometió ser y lo que ha demostrado ser implica un abismo tan profundo que sobre él se han despeñado las esperanzas de toda una generación que creyó en su palabra. En mi caso, como ya me coge un poquito más mayor, su actitud no me pilla por sorpresa, lo cual no es óbice para que lo critique con mayor severidad.

 


El primer y más funesto de sus baldones, el que resonará en los anales de la infamia, es haber convertido a la Ley en una vil mercancía. Me estoy refiriendo, por supuesto, entre otros muchos casos, pero muy señaladamente, a la ley de Amnistía, orquestada sobre un pacto vergonzante con aquellos que llevan años declarando la guerra a la Constitución y a la unidad de España. ¿Qué clase de presidente es aquel que, para mantenerse al frente del consejo de ministros, perdona el delito a quien promete volver a cometerlo? Porque esto no es un acto de concordia, como nos quieren hacer creer sus acólitos. Ni mucho menos. Esto es una rendición en toda regla. O, para que le quede más claro, señor Sánchez: esto es un acto de traición, puesto que supone la abdicación del Estado ante el chantaje soberanista, digan lo que digan usted y su camarilla de aduladores. Por favor, no nos trate a todos los españoles como si fuéramos afiliados o votantes del PSOE. No, señor presidente, mire usted: yo por ahí no paso. No todos somos tan imbéciles.


   Usted ha confeccionado un traje a medida de los golpistas catalanes, derogando el delito de sedición y cercenando la malversación as sabiendas de que necesitaba esos siete miserables votos en el Congreso de los Diputados para seguir adelante con la legislatura. Con ello, no solo ha humillado al Poder Legislativo y al Judicial, tratándolos como meros subalternos de sus intereses partidistas, sino que ha proclamado ante el mundo entero que, en la España que usted gobierna, la igualdad ante la ley es una quimera reservada a unos pocos que están en disposición de doblegar al Estado para obtener algún tipo de rédito político. Es usted un mercachifle, señor presidente. Tiene usted el dudoso mérito de haber sentado un precedente pavoroso: el de que la Ley no es el ancla de la nación, sino una veleta que gira al son del viento que más convenga a su permanencia en el palacio de la Moncloa. 


   Señor Sánchez, un gobernante que no respeta la ley, difícilmente respetará las instituciones que de ella emanan. Y, en su caso, así ha sido. Hemos asistido a un asalto metódico a los contrapesos del Estado. Nombró usted Fiscal General a su propia Ministra de Justicia, en un acto que dinamitaba cualquier apariencia de separación de poderes, principio básico de toda democracia que, en nuestro país, casi nunca ha gozado de buena salud, pero al que usted ha terminado por dar la puntilla. Además, ha colocado en el Tribunal Constitucional a un exministro y a una ex alto cargo de su gabinete, convirtiendo el recinto sagrado del garante de nuestra Carta Magna en una suerte de sucursal de sus intereses políticos, con un Conde Pumpido solícito hasta la humillación. 



   Las instituciones, señor Sánchez, representan para un país democrático lo que el esqueleto para el cuerpo humano. Son lo que nos sostiene, lo que nos da forma y permanencia. Politizarlas es introducir en ellas la carcoma de la desconfianza. Cuando el ciudadano intuye que el Fiscal General no persigue el delito, sino que obedece al Gobierno; que el juez no interpreta la Ley, sino que la acomoda a su gusto, el pacto social se quiebra, que es por lo que usted lleva luchando denodadamente desde que llegó al poder: dividir a la sociedad entre buenos y malos, entendiendo por buenos a quienes le votan a usted o a cualquiera de los partidos que conforman esa nauseabunda coalición gubernamental. Porque, si no, señor presidente, ¿qué sentido tiene regodearse en ese engendro de la memoria histórica? Pues, muy sencillo: porque usted, sin Franco, no es nadie. Ese es su único programa de gobierno: enfrentarse a un dictador que lleva ya medio siglo muerto. ¿Hay algo más patético, señor presidente? 


   Antaño, las crónicas de palacio hablaban de las intrigas cortesanas, de la influencia de las reinas consortes y de los favores dispensados ​​a los parientes del monarca. Parecía aquello un vicio exclusivo de la Monarquía Absoluta. Sin embargo, bajo su mandato, hemos visto resurgir las viejas prácticas del nepotismo y del tráfico de influencias. La figura de su esposa, doña Begoña Gómez, nada tiene que ver con lo que, se supone, debería ser la discreta compañera de un primer ministro. Muy al contrario, su señora esposa ha resultado ser una inquieta mujer de negocios cuyas cartas de recomendación parecen tener el mágico efecto de abrir las arcas del Estado a las empresas que ella apadrina. El rescate de una aerolínea y la adjudicación de contratos públicos a patrocinadores de su cátedra son episodios que, en cualquier país de nuestro entorno con una salud democrática medianamente robusta, habrían conllevado el fin de una carrera política. Y, sin embargo, usted, con esa caradura que le caracteriza, lo despacha como una campaña de fango mediático de la fachosfera. Me temo, señor Sánchez, que vive usted en un delirio permanente, porque mientras su esposa recomienda, su hermano, David Sánchez -conocido en círculos artísticos como David Azagra- obtiene un puesto de alta dirección en la Diputación de Badajoz para, luego, ejercer ese puesto desde la comodidad de su retiro portugués, con las consiguientes ventajas fiscales. Ya quisiera yo, para mí y para los míos, todas esas facilidades. ¡Admirable cuadro de familia!, señor Sánchez. Así me gusta, que a su clan no le falte de nada. Pero claro, señoría, eso no es propio de un socialdemócrata como usted. Eso, lo que es, es el regreso del caciquismo, que no es otra cosa que clientelismo al servicio de unas siglas.




 Si hay un momento que mide la verdadera talla de un gobernante, es en la hora de la calamidad. Y España, durante su ya extenso mandato, ha conocido dos tragedias mayúsculas. En ambas, su gobierno ha ofrecido un espectáculo desolador. Durante la pandemia del coronavirus, su gestión se caracterizó por un verdadero caos de improvisación y de propaganda. Nos hablaron de un comité de expertos que luego se demostró inexistente. Se ocultó la cifra real de fallecidos para esconder la verdadera magnitud de la tragedia. En aquellos días de zozobra, antepusieron la política a la salud. Se sacaron de la manga dos estados de alarma que el Tribunal Constitucional declaró después inconstitucionales. Algo inaudito, de una tremenda gravedad, pero que, sin embargo, este pueblo anestesiado parece que ya no recuerda. Y mientras el país entero se encogía de dolor y de miedo, mientras los españoles morían en soledad, una trama de comisionistas sin alma, localizada en las entrañas de su propio partido y con conexiones en varios ministerios de su gobierno, hacía negocio con la muerte. El caso Koldo, señor Sánchez, no es una anécdota. Es la prueba de que, incluso, insisto, en la hora más terrible, hubo quien vio la oportunidad del latrocinio al amparo de la confianza que usted depositó en personajes tan miserables como el señor Ábalos.



   Y cuando creíamos haberlo visto todo en materia de desdén ante el sufrimiento humano, llegó la DANA. La naturaleza, ciega y brutal, desató su furia. El lodo se tragó vidas y haciendas. Y ante la desolación, ¿cuál fue la respuesta de su gobierno, señor presidente? Pues, primero la del silencio cómplice, y, después, la del cálculo político. “Si necesitan ayuda, que la pidan”. ¿Se acuerda usted, señor Sánchez, de esas palabras, o su memoria selectiva y sectaria ya las ha borrado de su intelecto? ¿Acaso no es usted el presidente de todos los españoles, o lo es sólo de aquéllos que le votan? Mientras el Rey, cumpliendo con su deber de ser el primer español en el consuelo, pisaba el barro en cuanto le fue permitido, usted demoró su visita, midiendo los tiempos. Y cuando finalmente acudió a la zona, lo hizo tarde y mal, entre el clamor de un pueblo que imploraba la presencia solidaria y eficaz del Estado. Y por si eso no fuera suficiente, se inventó usted, con la complicidad inestimable de los medios afines, una agresión ficticia en las calles de Paiporta, haciéndose la víctima ante un panorama tan espantoso. Porque usted, señor Sánchez, siempre va de víctima.



   Permítame ahora, señor presidente, que aborde el que acaso sea el más bochornoso de todos los espectáculos: el de una España gobernada desde el palacio de la Moncloa, pero dirigida en la sombra por quienes desean su desintegración y desprecian su misma existencia. Se ha convertido usted en una marioneta que manipulan a su antojo una serie de titiriteros insaciables y sin escrúpulos. Lo cual, dicho sea de paso, es fiel reflejo de su imagen. Ha conformado usted un gobierno y ha tejido una mayoría parlamentaria con la excusa del bien común de todos los españoles. Esa es su coartada. Pero eso, señor presidente, ya no cuela. Y no cuela porque usted se sienta en el Consejo de Ministros junto a los herederos del partido comunista, una ideología que, allí donde ha arraigado, ha traído la ruina económica, la supresión de las libertades y la tiranía del pensamiento único. Y no cuela, señor presidente, porque para sostener su frágil andamiaje de poder, usted se ha echado en brazos de los separatismos más virulentos. Porque usted ha convertido en árbitros de nuestro destino a aquellos cuyo único proyecto político es, precisamente, romper con España. ¿Puede usted dormir tranquilo, señor presidente?




   Resulta que las leyes que rigen la vida de un andaluz, de un castellano o de un extremeño ahora son aprobadas en función de las concesiones que exige un prófugo de la justicia instalado en Waterloo, o de las ambiciones de un partido que, aún a día de hoy, con una cobardía que hiela la sangre, se niega a llamar asesinato al tiro en la nuca. Ha entregado usted las llaves de la gobernabilidad a un partido como EH Bildu, el brazo político de la banda terrorista ETA, esos mismos que justificaban los asesinatos, que aplaudían la violencia y que extorsionaban a los empresarios. Esos, señor Sánchez, son ahora sus socios preferentes. Insisto, señor presidente: ¿puede usted dormir tranquilo? ¿Comprende usted el significado de esta herida moral? Cada vez que una ley sale adelante con el voto favorable de los herederos de ETA, eso supone una afrenta a la memoria de las más de ochocientas víctimas del terrorismo. Y esto, señor Sánchez, es una aberración moral que lo desacredita a usted como presidente y que debería enterrar a su partido para los restos. Ya sabe lo que dicen, señor presidente: el que con terroristas se reúne… Pues eso. Dígale a su camarada Patxi López que termine la frase.



   Y qué decir de sus socios catalanes, señor Sánchez, protagonistas del mayor desafío a nuestra legalidad democrática desde el intento de golpe de Estado por parte del teniente coronel Tejero. Intentaron fracturar la soberanía nacional, pisotearon la Constitución y han sembrado la discordia social. Y usted, lejos de exigirles lealtad y rectificación, va y les premia con la amnistía. Esto, señor Sánchez, tiene un nombre. Y ese nombre es el de traición. No sé cómo lo llamarán los historiadores del futuro, quizás con algún eufemismo menos incómodo, pero la realidad es la que es, muy a su pesar de sus desvaríos presidencialistas. 


  

  Señor presidente, cuando un gobierno siente que el suelo se resquebraja bajo sus pies y su primer instinto no es corregir el rumbo, sino cargarse a quien señala las grietas, mal vamos. En su afán por enrocarse, su gobierno ha cruzado una línea que nadie, hasta ahora, se había atrevido a cruzar: la de intentar desacreditar a la Guardia Civil, el último de los baluartes -junto con algunos jueces- del orden y la decencia que le quedan a este país. Me estoy refiriendo, como usted muy bien sabe, a la campaña de insidias desatada contra la Unidad Central Operativa (la UCO), la división, dentro de la policía judicial, que tiene por sagrada misión investigar los más graves delitos. Cuando el trabajo de meses de investigación apuntaba a una trama de corrupción liderada por la banda del Peugeot (es decir, por Santos Cerdán, por Ábalos y por Koldo), en lugar de la debida colaboración, lo que recibió la UCO fue el azote de la calumnia, mediante la filtración, a través de la prensa adicta al movimiento, de un bulo infame según el cual la UCO planeaba atentar contra usted por medio de una bomba lapa. Señor presidente, que no se le olvide a usted que, en este país, los que utilizaban esos métodos son ahora sus socios de gobierno. No confunda usted los términos. ¿Se da usted cuenta de la monstruosidad que supone insinuar -¡siquiera sea insinuar!- lo que usted afirma con total irresponsabilidad? Pues claro que se da perfecta cuenta. Como que tan solo un enfermo mental, como creo que es el caso, puede atreverse a acusar a los guardianes más leales del Estado de ser una banda de magnicidas. Señor Sánchez, esto no es una conspiración política. Esto es, simple y llanamente, la acción de la Justicia tratando de desenmascarar a unos delincuentes que se han hecho pasar por honrados gobernantes. Eso que usted ha hecho con la UCO supone una bajeza moral sin precedentes, lo cual me lleva a decir, sin ningún tipo de cortapisa, que es usted un auténtico peligro para nuestra democracia, al inventarse trapacerías de tal magnitud con tal de seguir en el poder. El ‘síndrome de la Moncloa’, señor Sánchez, está causando estragos en su persona. Háganos un favor a casi todos: convoque elecciones y reserve habitación en el pabellón psiquiátrico que le pille más cerca de casa. Aproveche ese tiempo para recomponer su maltrecha cabeza, porque creo que la UCO no tardará en llamar a su puerta para pedirle explicaciones.




   Si algo ha caracterizado su mandato, señor presidente, ha sido una querencia por el golpe de efecto, por la teatralidad, por convertir la política en puro espectáculo, algo que doy por hecho aprendería usted de Pablo Iglesias y de su mujer. Pero nada supera el sainete de aquellos cinco días de abril de este mismo año, en los que Su Sanchidad se retiró del mundo para, según nos dijo, meditar sobre su futuro. Insuperable, señor Sánchez. Me descubro ante usted. Me rindo ante su perversidad. En eso es usted el puto amo, como diría su bufón Óscar Puente. Y para justificar tan insólito paréntesis en la gobernanza del país, nos legó una ‘carta a la ciudadanía’ que dejaba para la posteridad una frase apoteósica: la de un hombre «profundamente enamorado» de su esposa. ¡Conmovedor!, señor Sánchez. Verdaderamente conmovedor. Pero, señor presidente, dicho con el mayor de los respetos: a mí qué leches me importa que usted esté enamorado de su mujer, cuando aquí de lo que se trata es de rendir cuentas ante los tribunales por las evidencias delictivas que apuntan a su entorno familiar. No confunda usted churras con merinas. Aquello, más que un acto de reflexión sincera, fue un acto de, digamos, populismo sentimental, un intento de mutilar el debate sobre el tráfico de influencias y el conflicto de intereses apelando a emociones primarias. Ha desplegado usted una estrategia de victimismo que busca la adhesión inquebrantable y que considera cualquier crítica como parte de una campaña de acoso y derribo. Ha convertido usted la presidencia del gobierno en un diván, y a los españoles, en los confidentes de su drama personal. Y nosotros, querido presidente, no estamos aquí para aguantar sus majaderías. El psicólogo se lo paga usted de su bolsillo.



   La Historia, señor presidente, posee un sentido de la ironía tan cruel como perfecto. Y una de esas sangrantes ironías ilumina el origen mismo de su gabinete. Hagamos memoria de nuevo. En aquella moción de censura de 2018 que lo catapultó a usted al primer plano, el papel de censor implacable que detalló los pecados de corrupción del gobierno de Mariano Rajoy recayó en su entonces secretario de organización y hombre de su máxima confianza, el señor José Luis Ábalos. Y hete aquí que el tiempo nos devuelve ahora la imagen de ese mismo señor Ábalos envuelto en una de las tramas de corrupción más sórdidas que se recuerdan: la de las mascarillas, las comisiones, los lujos y los excesos pagados con el dinero del erario público… Dejando a un lado, claro está, las veleidades sexuales del señor exministro, sobre las que no deseo profundizar, aunque podría hacerlo, puesto que, presuntamente, se financiaron con el dinero de todos. Pero en fin, corramos un tupido velo. El caso es que, quien se rasgaba las vestiduras por la corrupción del Partido Popular es ahora la pieza central de un escándalo que salpica a ministerios, a gobiernos autonómicos y a la médula misma de su partido. No me diga, señor presidente, que esto no es una especie de justicia poética.


   

   Voy terminando, señor Sánchez. Veo en su figura la culminación de un proceso de degradación de la vida pública que viene de lejos, justo es reconocerlo. Y no me estoy refiriendo al impresentable del señor Zapatero. No. Me refiero a la etapa del bipartidismo PSOE-PP, etapa durante la que se alimentó, sin ningún tipo de escrúpulo, que las minorías nacionalistas tuvieran un papel relevante en el conjunto de la gobernabilidad del país. No es razonable que fuerzas minoritarias vascas y catalanas, que apenas alcanzaron el millón y medio de votos en las últimas elecciones generales, mantengan cautivo a todo un país. 




   Señor presidente, cuesta seguir la pista de todas sus fechorías. Requiere de una energía y de una dedicación que agotaría hasta al más avezado de los investigadores. Cada día amanecemos con un escándalo nuevo que tapa al del día anterior. ¿De verdad quiere usted hacernos creer que era ajeno a toda la porquería que rodea a su partido y a su gobierno? ¿Que no sabía nada, que no tenía conocimiento de las correrías de los Ábalos, Cerdán, Aldama, Koldo, Leire Díaz, y así hasta un largo etcétera de afines y de colaboradores? ¿No olía usted a podrido, señor Sánchez? ¿O es que ya venía usted impregnado de ese aroma desde su intento de pucherazo en Ferraz? ¿Se acuerda, verdad? Nosotros también nos acordamos, señor presidente. En fin, que no le molesto más. Quedo a su entera disposición para lo que desee. Eso sí, espero y deseo también que toda esta retahíla de agravios no quede impune y termine usted donde merece. Confiemos en que a la UCO le dejen hacer su trabajo, como lo ha hecho con Santos Cerdán. Así que, sin otro particular, reciba usted un cordial saludo de parte de otro hombre profundamente enamorado, que en eso, señor presidente, no tiene usted la patente.



martes, 19 de enero de 2021

¿Vamos a la deriva o es solo un espejismo?

 

A la memoria de mi tío Manuel,

que nos dejó antes de tiempo



   Seguro que no se han olvidado de que el 14 de marzo del año pasado nuestras vidas sufrieron un cambio drástico, una sacudida brutal como nunca antes habíamos experimentado los que hemos nacido en los albores de los años setenta del siglo paso. Aquel día, el gobierno decretó, por segunda vez en nuestra historia democrática, el estado de alarma tras un tenso consejo de ministros que se prolongó más de la cuenta, debido a las disputas internas entre los partidos que conforman la malhadada coalición. Desde entonces, nada ha vuelto a ser lo mismo. Nuestras vidas han dado un giro copernicano, tratando de acostumbrarnos a esta macabra normalidad marcada por un bichito cuyo nombre tardaremos en olvidar. Pandemia, miedo, muerte, confinamiento, cuarentena, distanciamiento social, ERTE, recesión económica, cierres perimetrales, PCR y test de antígenos son, entre otras muchas, algunas de las palabras que se han hecho visible con toda su crudeza y que están marcando nuestra rutina diaria de una manera cruel, repentina e inesperada. La cosa dura ya cerca de un año y, de momento, no se ve la luz al final del túnel. Les propongo, pues, que me acompañen a lo largo de este tortuoso camino plagado de fechas, de hechos extraordinarios y de disparates sin igual. Tan solo les pido un poco de paciencia, al menos hasta que comprueben hacia adónde les quiero llevar. 

   El 31 de diciembre de 2019, China notificaba oficialmente a la Organización Mundial de la Salud (OMS) que en la ciudad de Wuhan se había detectado el virus de la COVID-19. Desde ese momento, el mundo entero asistía perplejo al hecho de que el país asiático se dedicara a la tarea de construir hospitales en tiempo récord para tratar específicamente a aquellos que habían contraído la enfermedad. Mientras tanto, en España, y en fecha tan temprana como el 30 de enero de 2020, en una reunión técnica del Ministerio de Sanidad, Juan Martínez Hernández, experto en Salud Pública de la Organización Médica Colegial, alertó al Gobierno de la enorme peligrosidad del coronavirus. La mayoría de los expertos allí presentes, entre los que se encontraba el director del Centro de Control de Alertas y Emergencias de Sanidad, Fernando Simón, desoyeron la voz de alarma. 


    Al día siguiente, 31 de enero, el Centro Nacional de Microbiología confirmaba, en La Gomera, el primer caso de coronavirus en España. Ese mismo día, el ínclito Simón pronunciaría en rueda de prensa estas lapidarias palabras: "España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado". Y lo que debería haber sido una losa en la trayectoria de este señor, poco menos que lo han convertido en un icono de la cultura pop. ¿Creen ustedes que, a día de hoy, una vez demostrada la patraña de tales afirmaciones, le han costado el puesto al susodicho? Pues no. Ahí sigue, merecedor, ni más ni menos, que del premio Emilio Castelar –otorgado por una asociación que dice llamarse Progresistas de España-; ocupando portadas en los periódicos a lo James Dean, con su chupa de cuero y su Suzuki GS500E, sin inmutarse ante las sandeces que suelta de cuando en cuando y que harían sonrojar a cualquier estudiante de primero de medicina.

   El 12 de febrero, ante la incomprensión de muchos, se canceló el Mobil World Congress de Barcelona. Hasta la ciudad condal llegó la advertencia del director general de la OMS de que el virus suponía una amenaza global. ¿Pero quién iba a creerse los mensajes alarmistas de la OMS después del fiasco de la gripe aviar de 2005? Pues eso, que casi nadie hizo caso y cada país siguió a lo suyo. Por supuesto, ello no fue obstáculo para que, el 19 de febrero, unos dos mil quinientos aficionados del Valencia se desplazaran hasta Milán para ver disputar a su equipo un partido de la Champions League contra el Atalanta, a pesar de que en Italia la epidemia avanzaba a un ritmo alarmante. Tan solo cuatro días después de ese partido, el país transalpino suspendía el carnaval de Venecia y cerraba los colegios. Y claro, aquello se convirtió en una auténtica bomba vírica, aunque quizás sus efectos no serían tan demoledores como los que sí tuvieron las manifestaciones del 8 M. 


   El 27 de febrero, el Ministerio de Sanidad hizo públicas sus primeras instrucciones generales: en caso de síntomas, se recomendaba no salir de casa y llamar al 112. Sí señor, todo un decálogo de prevención reducido a medidas de andar por casa, restándole gravedad al asunto. Por eso, el 1 de marzo, Pedro Sánchez pedía confianza en la comunidad científica y en el sistema de sanidad pública, asegurando que en este tipo de crisis no contaban la ideología ni las opiniones, sino la ciencia y el conocimiento. Claro, claro que sí, Pedrito. El caso es que las manifestaciones del 8 M -con eslóganes tan instructivos como “El patriarcado mata más que el coronavirus”, o “El único virus peligroso es tu machismo”- se celebraron a lo largo y ancho de nuestra geografía, a pesar de que por entonces ya contábamos trece fallecidos y casi seiscientos contagiados. Y a pesar también de que la Unión Europea, desde el día 3, había elevado de moderado a alto el riesgo de contagio, focalizando en Europa el epicentro de la pandemia. Aunque, eso sí, no toda la culpa de la propagación del virus durante aquella jornada la tuvo el gobierno: en Vistalegre, VOX cometió la imprudencia de celebrar un mitin, desoyendo las voces que sugerían suspender el acto. Días después, se supo que su secretario general, Ortega Smith, se había contagiado para goce y disfrute de la caterva progre. 


   Y, ¡oh, casualidad!, el 9 de marzo, tan solo un día después de las macro manifestaciones para conmemorar el Día Internacional de la Mujer, Fernando Simón salía a la palestra para reconocer, con toda su cara dura, que ya había transmisión comunitaria en Madrid, Vitoria y Labastida. Eso sí, no había razón para que cundiera el pánico, pues, según el ministerio de Sanidad, los rayos del sol ayudarían a acorralar el virus. Y claro, como el Gobierno seguía de brazos cruzados fiándolo todo al astro sol, la Comunidad de Madrid -que no estaba para muchas esperas- acordó suspender, durante dos semanas, las clases en todos los niveles educativos. Eso supuso que unos dos mil universitarios extremeños emprendieran una diáspora a nuestra tierra, generando la polémica de si las autoridades deberían o no permitir tales desplazamientos. Y ya que hablamos de Extremadura, el 2 de marzo se confirmaron los dos primeros contagios en nuestra región. A nuestro querido consejero de Sanidad, el amigo Vergeles, le dio por decir que sólo los pacientes contagiados tenían que ponerse las mascarillas; que el resto podía estar sin ella. Algo que agradecieron los asistentes a la gala de los premios San Pancracio de Cáceres, en la noche del sábado 7 de marzo. Mientras los premiados subían a recoger sus galardones, el virus comenzaba a hacer de las suyas. 

   Mientras en Italia se decretaba el confinamiento de la población, Fernando Simón insistía en que el crecimiento del virus en España era un poquito mayor de lo habitual, que aún estábamos en fase de contención. El Gobierno anunciaba un plan de choque económico y se limitaba a establecer restricciones en cuanto a concentraciones y viajes. No queríamos ver lo que estaba sucediendo en el país vecino. Y aquí es cuando hace acto de presencia otro personaje principal en todo este sainete de la gestión política: Salvador Illa, filósofo y ministro de Sanidad. “Esto va a ser duro, pero tiene un horizonte. Ya hay 135 personas recuperadas”. Esas fueron las palabras de ánimo de este señor, que bien las podría haber pronunciado el portero de mi bloque. El horizonte, a lo que se ve, no termina de despejarse.


    Y, claro, ya se sabe que cuando los políticos llaman a la calma, el personal se pasa las recomendaciones por el forro: la gente se lanzó, sin compasión, a los supermercados, abriéndose paso a codazo limpio para poder adquirir productos de primera necesidad. Iba uno al Carrefour o al Mercadona y no daba crédito: colas interminables y estantes vacíos. El desabastecimiento llamaba a la puerta, y ahí andábamos, deambulando de un comercio a otro en busca de filetes de pollo y demás viandas para que el apocalipsis no nos pillara en ayunas. Y así fue cómo se demostró que, para algunos, la solidaridad consistía en llenar sus carros hasta los topes y que los demás se buscasen la vida como buenamente pudieran. No sé por qué motivo -supongo que hubo algún que otro bulo de por medio-, hasta hicimos acopio de papel higiénico como para alicatar un adosado. Y todo ello, a pesar de que los expertos seguían insistiendo en que el asunto no era como para perder el sueño. Sí, sí. Que se lo dijeran a los que nos habíamos quedado sin guantes y mascarillas.


   El 12 de marzo, el coronavirus trocaba oficialmente en pandemia. ¡Expertos a mí! En Extremadura, una mujer de Arroyo de la Luz, de 59 años, se convertía en la primera víctima mortal en la región. Al día siguiente, viernes 13, Fernández Vara anunciaba el cierre, durante dos semanas, de los centros educativos, lo que no impidió que su consejero de Sanidad, el tal Vergeles, se empecinara en señalar que seguían sin existir evidencias de transmisión comunitaria. Ambos dos oráculos fueron desmentidos a las pocas horas, cuando Pedro Sánchez comunicó que, al día siguiente, sería declarado el estado de alarma… Y entonces los señores Vara y Vergeles se dieron por enterados, poniendo de manifiesto el común denominador en toda esta crisis: la descoordinación total y absoluta entre los gobiernos autonómicos y el nacional. Pero no se crean que los políticos de turno eran los únicos que metían la pata de forma inopinada. Ese mismo sábado, en una entrevista en el diario HOY, un profesor de patología infecciosa de la Facultad de Medicina de Extremadura llegó a afirmar lo siguiente: “Extremadura no es muy propicia para la enfermedad... El problema es serio, pero no es una hecatombe”. Juzguen ustedes mismos el valor que tienen los expertos en estas circunstancias. 


   Pues eso, que se anunciaba el estado de alarma con veinticuatro horas de antelación a su entrada en vigor. Con lo cual, imagínense ustedes la estampida que se produjo en la Comunidad de Madrid: maricón el último, oigan. El estratega de la Moncloa, esa marioneta que Iván Redondo maneja a su antojo, quiso darle a su comparecencia un toque heroico, y no tuvo mejor ocurrencia que repetir las palabras que en ocasión mucho más solemne pronunciara Winston Churchill, primer ministro británico, ante la Cámara de los Comunes, un 13 de mayo de 1940. Como si estuviéramos en plena batalla contra un enemigo invisible, y después de apelar a la disciplina social para superar la pandemia, nuestro engreído presidente soltó aquello de “…sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, elevándose a sí mismo a la categoría de mito. ¿Habrase visto ejercicio mayor de hipocresía? Pues sí, aquello sería un simple indicio del autobombo y la propaganda que nos esperaban a partir de entonces.


   Y todos entramos en pánico. De repente, con la primavera a punto de llegar a nuestras vidas, lo que irrumpió de manera furibunda fue una restricción de derechos fundamentales, confinados en casa, privados de nuestra libertad ambulatoria. Ni en nuestras peores pesadillas habríamos imaginado algo similar. Aquello estaba sucediendo de verdad y, para sobrevivir, tendríamos que adaptarnos -cuanto antes- a las nuevas circunstancias. Y a ello no ayudaban que digamos la gestión pilotada por dos perfectos incompetentes como Sánchez y el Coletas. Nuestro presidente, por ejemplo, se congratulaba de que los niños estuvieran aprendiendo -pásmense- a lavarse las manos a conciencia… Lo que oyen: mientras moría gente a millares, nuestros líderes nos daban charlotadas a lo Barrio Sésamo. Mientras los sanitarios y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se partían el lomo en las condiciones más precarias; mientras en las residencias de ancianos nuestros mayores caían como chinches; mientras en los hospitales se apilaban los cadáveres y había que decidir, en función de su esperanza de vida, a quiénes se les enchufaba al respirador y a quiénes no; mientras cundía el pánico por el desabastecimiento de guantes y mascarillas… Mientras todo eso pasaba, desde el gobierno se dedicaban a la propaganda más soez, sin un ápice de autocrítica a su desastrosa gestión. Se le caía a uno el alma a los pies comprobar cómo los médicos, enfermeros y el resto de personal sanitario tenían que aguzar el ingenio con esparadrapos y bolsas de basura con tal de ponerse algo que los protegiera del virus. Y es que algunos dedicaban más tiempo y esfuerzo en organizar caceroladas contra el Rey, o en propagar infundios sobre el carácter golpista de la derecha, que en combatir una crisis sanitaria y económica de primer orden. 


   ¿Y qué fue lo que sucedió entonces? Pues que sobrevino el desastre más absoluto. A raíz de la declaración del estado de alarma, ya no había dudas de que el negligente gobierno de coalición lo integraban auténticos lerdos. A medida que avanzaba el reguero siniestro de fallecidos y contagiados, nuestro ánimo empezó a decaer a marchas forzadas. Los aplausos en los balcones, la música a todo trapo para entretener a los más pequeños de la casa, hacer ejercicio físico con cualquier cosilla que teníamos a mano y nuestro espíritu de avezados reposteros dieron paso a la indignación más absoluta cuando, impotentes, asistíamos a una verdadera conjura de los necios. El gobierno, más que gestionar, lo que hacía era estar de oyente, revelando una clamorosa e imperdonable falta de liderazgo. Por mucho que se esforzaran en propagar los mensajes de que este virus lo pararíamos unidos, de que nadie quedaría atrás y de que saldríamos más fuerte de todo este horror, la credibilidad del siniestro Pedro Sánchez, del inútil de Illa y del perverso Simón era nula. Y todo ello, muy a pesar del lavado de cara que le hicieron todas y cada una de las televisiones de este país, que nos han pintado una pandemia de charanga y pandereta, hurtándonos el dolor ajeno a cambio de servirnos una realidad adulterada. Hasta TVE emitió durante esa primera ola una serie en clave de humor titulada “Diarios de la cuarentena”. Ya ven, como para partirse el espinazo. 


   Cuando se dedican más energías en acallar las voces críticas que en planificar los recursos necesarios para aliviar los embates de la pandemia, no queda más remedio que que concluir que nos encontramos ante un gobierno ruin y ramplón. Cuando nos gusta más un micrófono que visitar hospitales; cuando la rectificación se convierte en la regla general, sumiendo en el caos a una ciudadanía desamparada; cuando la prioridad es controlar las redes sociales con la coartada de eliminar el efecto pernicioso de los bulos; cuando se pretende imponer un ministerio de la verdad despreciando las más elementales libertades; cuando un funesto Secretario de Estado de Comunicación criba las preguntas que los periodistas pueden hacer, vía telemática, al mulo de la Moncloa… Cuando todo eso sucede, cuando ni George Orwell hubiera llegado tan lejos, para mí ese gobierno no merece respeto alguno. Y cuando, efectivamente, el gobierno se convirtió en el centro de todas las críticas, ahí tenían ustedes a las hordas socialcomunistas reclamando comprensión, negando siquiera la posibilidad de que a Sánchez y a su cuadrilla se les pudiera afear su conducta. ¿O es que acaso alguien pone en duda que las reacciones habrían sido distintas si toda esta calamidad se hubiera producido con el Partido Popular en el poder? Tan distintas como que habríamos presenciado desde el primer momento a la izquierda tomando la calle y montando barricadas. Así se las gasta la socialdemocracia de este país. 


   A medida que la crisis sanitaria iba teniendo efectos demoledores en la economía, la tragedia que se dibujaba en nuestros horizontes era superior a lo que en un principio podíamos haber previsto. Los ERTE entraron es escena y mandaron a casa a un buen puñado de trabajadores, desesperados ante la incertidumbre que se les venía encima. Pasaba el tiempo y ya no nos hacían tanta gracia las argucias ideadas por nuestros vecinos para salir a dar un paseo con el perro o tirar la basura a unos cuantos kilómetros a la redonda. Cuando ya estábamos hasta el moño del Dúo Dinámico y de su Resistiré; cuando los aplausos no resonaban con tanto entusiasmo como al principio; cuando las funerarias y los tanatorios seguían colapsados; cuando el teletrabajo dejó de ser la panacea; cuando el gel hidroalcohólico arrasaba con nuestras manos; cuando chocarnos los codos o pagar más de cien euros por una PCR ya no nos parecía tan gracioso; cuando entrábamos y salíamos de las cuarentenas como Pedro por su casa; cuando al que daba positivo se le trataba como si tuviera la peste, o cuando nos metían el bastoncillo hasta las entrañas nos borraba de un plumazo esa sonrisita cómplice… Cuando todo eso seguía su curso, cambió nuestro humor: si antes éramos unos vecinos ejemplares, ahora algunos se habían postulado como policías de balcón, vigilando para que el eslogan 'Quédate en casa' se cumpliera a rajatabla y dejara de ser el coño de la Bernarda, que era en lo que se había convertido desde un principio. Quien más quien menos había perdido a un familiar, o a un amigo, y no estaba dispuesto a pasar ni una por alto. Cuando, con todo y con eso, el gobierno seguía tratándonos como a neonatos -con la complicidad de los medios de comunicación-, ya no hubo diques para contener una indignación cada vez más desbordada.

  

   Y como no hay mal que cien años dure, el confinamiento llegó a su fin. Habían pasado algo más de tres meses, tiempo más que suficiente como para poner a prueba nuestros límites y fortaleza mental. Nunca antes había tenido el placer de contemplar a tanta gente dando paseos, haciendo running o montando en bicicleta. A algunos se les notaba a la legua que no se habían enfundado unas calzonas en su vida, y que en eso de dar pedales tampoco es que fueran unos virtuosos. El término romería se queda corto para describir a muchedumbres ávidas de libertad tratando de hacerse un hueco en el asfalto, embozados en sus coquetas mascarillas: te cruzabas con tu vecino paseando al chucho, y si no es porque te llamaba la atención, podría pasar por un fulano cualquiera al que jurarías no haber visto en la vida. Pero esa “nueva normalidad” de las que nos hablaban no terminaba de satisfacernos del todo. ¿Qué era eso de los aforos limitados y de las restricciones horarias? ¿Qué leches significaba eso de las fases de desescalada y cuándo pasaríamos de una a otra? El gobierno, como de costumbre, y a pesar de inundar el Boletín Oficial del Estado (BOE) con un marasmo de normas ininteligibles, tampoco lo tenía muy claro. Para tal sazón se sacó de la manga un comité de expertos que luego se ha demostrado que nunca existió. ¿Qué raro, verdad, este gobierno mintiéndonos sin recato? 


   Nos plantamos en julio, y nuestro amado presidente nos dio la buena nueva de que habíamos vencido al virus y de que teníamos todo el verano por delante para disfrutar de la vida. Y, crédulos de nosotros, así lo hicimos. Salimos disparados tanto a las playas –no íbamos a ser menos que Fernando Simón, al que le faltó tiempo para irse al Algarbe portugués- como a las casas rurales. Era un primor vernos hacer las maletas y emprender el viaje con la misma ilusión con la que un niño espera la llegada del ratoncito Pérez. Y por unas semanas nos olvidamos de los muertos, de la carga viral y de la pandemia. Casi ni nos enteramos del funeral de Estado que, a regañadientes, el gobierno accedió a celebrar por unas víctimas mal contadas y cuyas cifras distaban mucho de reflejar la realidad. Pero claro, llegó el mes de agosto y la cosa volvió a repuntar. Y otra vez nos entró el canguelo. La palabra de modo pasó a ser “cogobernanza”, que es el modo en que Pedro Sánchez se quitaba el marrón de encima y se lo pasaba a las Comunidades Autónomas. Y ya sí que el caos se hizo memorable: un mismo país regulando de diecinueve maneras distintas las medidas para luchar contra la pandemia. El despropósito era mayúsculo. 


   Entrábamos en la segunda ola. Ah, ¿pero no nos habían asegurado que esto ya estaba finiquitado; que habíamos conseguido aplanar la dichosa curva? Olvídense de lo que propalen Pedro Sánchez y sus secuaces: su palabra tiene menos valor que la de Judas Iscariote. ¿Qué puede esperarse de un tipejo que se vanagloria de haber salvado, él solito, 400.000 vidas? Pues exactamente lo mismo que cabe esperar del comunista con el que comparte asiento en el Consejo de Ministros. Sí, ese mismo que no ha visitado ni un hospital ni una residencia de ancianos durante todo este tiempo; que no se cansa de levantar cortinas de humo para tapar los escándalos de su caja B; que siente más empatía por los etarras que por las víctimas de sus atentados; que intercede por el indulto para los presos del golpe de Estado en Cataluña; que se queja ahora de los escraches que antes patrocinaba tan alegremente –medicina democrática los llamaba-; y que, recientemente, ha soltado la parida de comparar al fugado Puigdemont con los exiliados republicanos durante el franquismo. Ese es el nivel.

   El 25 de octubre se decretaba un nuevo estado de alarma, sin confinamiento, pero que nos devolvía a las restricciones de horarios y aforos. ¿A que no se acordaban que seguíamos en estado de alarma? Pues sí, así es; así que ¡despertad de una puñetera vez, malditos! El número de contagiados aumentaba de manera exponencial, aunque es cierto que el de muertos no lo hacía en el mismo grado. Aún así, doscientos fallecidos por día seguían siendo muchos muertos. Sin embargo, el presidente no daba señales de vida, entretenido como estaba en amenazar al personal con reformar por vía de urgencia el sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial, y en aprobar la Ley Celaá para domesticar al rebaño de sus futuros votantes. La cosa volvía a pintar mal. En el puente de la Constitución, todas las Comunidades Autónomas –a excepción de Galicia, Baleares… y Extremadura- cerraron su territorio. Con las Navidades a la vuelta de la esquina, nos dieron tres noticias: que estábamos ante la tercera ola -no habíamos salido de la segunda y nos topábamos con otra más-; que había por ahí una cepa británica del virus, muy contagiosa pero que provocaba menor mortalidad; y que ya habían descubierto la vacuna. Por lo tanto, no había de qué preocuparse. De ahí que en esas fiestas tan entrañables -hay quien se encomendó al virus para no coincidir con suegros ni cuñados- nos dieran rienda suelta para que, en las reuniones familiares, pudiéramos reunirnos… hasta diez “allegados”. La cosa, en verdad, sonaba a cachondeo. Una vez más, los iluminados tuvieron que dar marcha atrás y rectificar sobre lo rectificado. Un sindiós, vamos.


   Total, que como según Fernando Simón nos hemos pegado unas Navidades mejor de lo que deberíamos, pues eso, faltaría más, tendrá sus consecuencias. Los Reyes Magos, sí, han llegado cargados con las primeras remesas de vacunas, pero la falta de planificación en cuanto a su distribución han dado al traste con cualquier esperanza. El ritmo de pinchazos está siendo bastante más lento de lo previsto; dicen que porque los enfermeros andan de vacaciones, y porque –hay que joderse- de momento no se vacuna ni por las tardes, ni durante los fines de semana y festivos. Y digo yo: qué virus este tan curioso que descansa durante los días de guardar. Pero claro, el bichito no atiende a razones y anda por ahí desbocado. Supongo que también tendrá algo que ver en todo este berenjenal el hecho de que el ministro de Sanidad esté pensando en abandonar el barco para presentarse como candidato por el PSC en las elecciones catalanas, en lugar de organizar este camarote de los hermanos Marx en el que estamos inmersos. Y así nos va: mientras unos le dan vueltas al rédito electoral que pueden obtener, otros estamos a la espera de saber si nos confinan otra vez o no.

   Y después de esto que les acabo de soltar, se estarán ustedes preguntando que a qué ha venido todo este rosario. Seré breve y conciso, para que se me entienda sin ningún género de dudas: señoras y señores, ¿no hemos aprendido nada? ¿Somos tan cenutrios y tan irresponsables, más allá de los reproches que podamos verter sobre las autoridades competentes, que ya no nos acordamos por lo que hemos pasado? ¿Tan flaca es nuestra memoria? ¿Se nos ha olvidado que teníamos que despedirnos de nuestros muertos en la más absoluta soledad, sin poder consolarnos ni abrazarnos ante el dolor por la pérdida del ser querido, y que hasta para llorar teníamos que guardar la distancia de seguridad? ¿Hace falta que nos toque la desgracia en primera persona para que hagamos caso de las recomendaciones, o es que sólo entramos en vereda cuando nos pillan en un renuncio y nos tocan el bolsillo? ¿Somos tan civilizados como nos creemos o, en realidad, somos igual de mediocres que los políticos a los que tanto vilipendiamos? ¿Nos hemos vuelto todos de repente negacionistas, y por eso actuamos como auténticos imbéciles? ¿No nos damos cuenta de que los medios de comunicación ya se han cansado de contar a los muertos y ahora solo hacen hincapié en el número de contagiados o de recuperados?¿Somos conscientes de que estamos normalizando los efectos de esta tragedia? ¿Nos merecemos todas las 'Filomenas' que nos quiera enviar la madre Naturaleza? ¿Qué clase de sociedad hemos construido para que el egoísmo individual relegue a otros valores superiores que redunden en mayor beneficio de la comunidad? ¿Tenemos solución como sociedad, o ya lo damos todo por perdido? ¿Nos hemos propuesto resurgir de nuestras cenizas, o es que estamos tan ciegos que no sabemos hacia dónde nos dirigimos? He ahí la cuestión. Así que, si queremos seguir disfrutando de esta vida superficial y licenciosa, despreocupada y banal que hemos tenido hasta ahora, más nos vale que reaccionemos a tiempo si queremos espantar la amenaza de ruina humana, moral y económica que nos acecha.