A la memoria de mi tío Manuel,
que nos dejó antes de tiempo
El 31 de diciembre de 2019, China notificaba oficialmente a la Organización Mundial de la Salud (OMS) que en la ciudad de Wuhan se había detectado el virus de la COVID-19. Desde ese momento, el mundo entero asistía perplejo al hecho de que el país asiático se dedicara a la tarea de construir hospitales en tiempo récord para tratar específicamente a aquellos que habían contraído la enfermedad. Mientras tanto, en España, y en fecha tan temprana como el 30 de enero de 2020, en una reunión técnica del Ministerio de Sanidad, Juan Martínez Hernández, experto en Salud Pública de la Organización Médica Colegial, alertó al Gobierno de la enorme peligrosidad del coronavirus. La mayoría de los expertos allí presentes, entre los que se encontraba el director del Centro de Control de Alertas y Emergencias de Sanidad, Fernando Simón, desoyeron la voz de alarma.
El 12 de febrero, ante la incomprensión de muchos, se canceló el Mobil World Congress de Barcelona. Hasta la ciudad condal llegó la advertencia del director general de la OMS de que el virus suponía una amenaza global. ¿Pero quién iba a creerse los mensajes alarmistas de la OMS después del fiasco de la gripe aviar de 2005? Pues eso, que casi nadie hizo caso y cada país siguió a lo suyo. Por supuesto, ello no fue obstáculo para que, el 19 de febrero, unos dos mil quinientos aficionados del Valencia se desplazaran hasta Milán para ver disputar a su equipo un partido de la Champions League contra el Atalanta, a pesar de que en Italia la epidemia avanzaba a un ritmo alarmante. Tan solo cuatro días después de ese partido, el país transalpino suspendía el carnaval de Venecia y cerraba los colegios. Y claro, aquello se convirtió en una auténtica bomba vírica, aunque quizás sus efectos no serían tan demoledores como los que sí tuvieron las manifestaciones del 8 M.
El 27 de febrero, el Ministerio de Sanidad hizo públicas sus primeras instrucciones generales: en caso de síntomas, se recomendaba no salir de casa y llamar al 112. Sí señor, todo un decálogo de prevención reducido a medidas de andar por casa, restándole gravedad al asunto. Por eso, el 1 de marzo, Pedro Sánchez pedía confianza en la comunidad científica y en el sistema de sanidad pública, asegurando que en este tipo de crisis no contaban la ideología ni las opiniones, sino la ciencia y el conocimiento. Claro, claro que sí, Pedrito. El caso es que las manifestaciones del 8 M -con eslóganes tan instructivos como “El patriarcado mata más que el coronavirus”, o “El único virus peligroso es tu machismo”- se celebraron a lo largo y ancho de nuestra geografía, a pesar de que por entonces ya contábamos trece fallecidos y casi seiscientos contagiados. Y a pesar también de que la Unión Europea, desde el día 3, había elevado de moderado a alto el riesgo de contagio, focalizando en Europa el epicentro de la pandemia. Aunque, eso sí, no toda la culpa de la propagación del virus durante aquella jornada la tuvo el gobierno: en Vistalegre, VOX cometió la imprudencia de celebrar un mitin, desoyendo las voces que sugerían suspender el acto. Días después, se supo que su secretario general, Ortega Smith, se había contagiado para goce y disfrute de la caterva progre.
Mientras en Italia se decretaba el confinamiento de la población, Fernando Simón insistía en que el crecimiento del virus en España era un poquito mayor de lo habitual, que aún estábamos en fase de contención. El Gobierno anunciaba un plan de choque económico y se limitaba a establecer restricciones en cuanto a concentraciones y viajes. No queríamos ver lo que estaba sucediendo en el país vecino. Y aquí es cuando hace acto de presencia otro personaje principal en todo este sainete de la gestión política: Salvador Illa, filósofo y ministro de Sanidad. “Esto va a ser duro, pero tiene un horizonte. Ya hay 135 personas recuperadas”. Esas fueron las palabras de ánimo de este señor, que bien las podría haber pronunciado el portero de mi bloque. El horizonte, a lo que se ve, no termina de despejarse.
El 12 de marzo, el coronavirus trocaba oficialmente en pandemia. ¡Expertos a mí! En Extremadura, una mujer de Arroyo de la Luz, de 59 años, se convertía en la primera víctima mortal en la región. Al día siguiente, viernes 13, Fernández Vara anunciaba el cierre, durante dos semanas, de los centros educativos, lo que no impidió que su consejero de Sanidad, el tal Vergeles, se empecinara en señalar que seguían sin existir evidencias de transmisión comunitaria. Ambos dos oráculos fueron desmentidos a las pocas horas, cuando Pedro Sánchez comunicó que, al día siguiente, sería declarado el estado de alarma… Y entonces los señores Vara y Vergeles se dieron por enterados, poniendo de manifiesto el común denominador en toda esta crisis: la descoordinación total y absoluta entre los gobiernos autonómicos y el nacional. Pero no se crean que los políticos de turno eran los únicos que metían la pata de forma inopinada. Ese mismo sábado, en una entrevista en el diario HOY, un profesor de patología infecciosa de la Facultad de Medicina de Extremadura llegó a afirmar lo siguiente: “Extremadura no es muy propicia para la enfermedad... El problema es serio, pero no es una hecatombe”. Juzguen ustedes mismos el valor que tienen los expertos en estas circunstancias.
Pues eso, que se anunciaba el estado de alarma con veinticuatro horas de antelación a su entrada en vigor. Con lo cual, imagínense ustedes la estampida que se produjo en la Comunidad de Madrid: maricón el último, oigan. El estratega de la Moncloa, esa marioneta que Iván Redondo maneja a su antojo, quiso darle a su comparecencia un toque heroico, y no tuvo mejor ocurrencia que repetir las palabras que en ocasión mucho más solemne pronunciara Winston Churchill, primer ministro británico, ante la Cámara de los Comunes, un 13 de mayo de 1940. Como si estuviéramos en plena batalla contra un enemigo invisible, y después de apelar a la disciplina social para superar la pandemia, nuestro engreído presidente soltó aquello de “…sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, elevándose a sí mismo a la categoría de mito. ¿Habrase visto ejercicio mayor de hipocresía? Pues sí, aquello sería un simple indicio del autobombo y la propaganda que nos esperaban a partir de entonces.
¿Y qué fue lo que sucedió entonces? Pues que sobrevino el desastre más absoluto. A raíz de la declaración del estado de alarma, ya no había dudas de que el negligente gobierno de coalición lo integraban auténticos lerdos. A medida que avanzaba el reguero siniestro de fallecidos y contagiados, nuestro ánimo empezó a decaer a marchas forzadas. Los aplausos en los balcones, la música a todo trapo para entretener a los más pequeños de la casa, hacer ejercicio físico con cualquier cosilla que teníamos a mano y nuestro espíritu de avezados reposteros dieron paso a la indignación más absoluta cuando, impotentes, asistíamos a una verdadera conjura de los necios. El gobierno, más que gestionar, lo que hacía era estar de oyente, revelando una clamorosa e imperdonable falta de liderazgo. Por mucho que se esforzaran en propagar los mensajes de que este virus lo pararíamos unidos, de que nadie quedaría atrás y de que saldríamos más fuerte de todo este horror, la credibilidad del siniestro Pedro Sánchez, del inútil de Illa y del perverso Simón era nula. Y todo ello, muy a pesar del lavado de cara que le hicieron todas y cada una de las televisiones de este país, que nos han pintado una pandemia de charanga y pandereta, hurtándonos el dolor ajeno a cambio de servirnos una realidad adulterada. Hasta TVE emitió durante esa primera ola una serie en clave de humor titulada “Diarios de la cuarentena”. Ya ven, como para partirse el espinazo.
A medida que la crisis sanitaria iba teniendo efectos demoledores en la economía, la tragedia que se dibujaba en nuestros horizontes era superior a lo que en un principio podíamos haber previsto. Los ERTE entraron es escena y mandaron a casa a un buen puñado de trabajadores, desesperados ante la incertidumbre que se les venía encima. Pasaba el tiempo y ya no nos hacían tanta gracia las argucias ideadas por nuestros vecinos para salir a dar un paseo con el perro o tirar la basura a unos cuantos kilómetros a la redonda. Cuando ya estábamos hasta el moño del Dúo Dinámico y de su Resistiré; cuando los aplausos no resonaban con tanto entusiasmo como al principio; cuando las funerarias y los tanatorios seguían colapsados; cuando el teletrabajo dejó de ser la panacea; cuando el gel hidroalcohólico arrasaba con nuestras manos; cuando chocarnos los codos o pagar más de cien euros por una PCR ya no nos parecía tan gracioso; cuando entrábamos y salíamos de las cuarentenas como Pedro por su casa; cuando al que daba positivo se le trataba como si tuviera la peste, o cuando nos metían el bastoncillo hasta las entrañas nos borraba de un plumazo esa sonrisita cómplice… Cuando todo eso seguía su curso, cambió nuestro humor: si antes éramos unos vecinos ejemplares, ahora algunos se habían postulado como policías de balcón, vigilando para que el eslogan 'Quédate en casa' se cumpliera a rajatabla y dejara de ser el coño de la Bernarda, que era en lo que se había convertido desde un principio. Quien más quien menos había perdido a un familiar, o a un amigo, y no estaba dispuesto a pasar ni una por alto. Cuando, con todo y con eso, el gobierno seguía tratándonos como a neonatos -con la complicidad de los medios de comunicación-, ya no hubo diques para contener una indignación cada vez más desbordada.
Y como no hay mal que cien años dure, el confinamiento llegó a su fin. Habían pasado algo más de tres meses, tiempo más que suficiente como para poner a prueba nuestros límites y fortaleza mental. Nunca antes había tenido el placer de contemplar a tanta gente dando paseos, haciendo running o montando en bicicleta. A algunos se les notaba a la legua que no se habían enfundado unas calzonas en su vida, y que en eso de dar pedales tampoco es que fueran unos virtuosos. El término romería se queda corto para describir a muchedumbres ávidas de libertad tratando de hacerse un hueco en el asfalto, embozados en sus coquetas mascarillas: te cruzabas con tu vecino paseando al chucho, y si no es porque te llamaba la atención, podría pasar por un fulano cualquiera al que jurarías no haber visto en la vida. Pero esa “nueva normalidad” de las que nos hablaban no terminaba de satisfacernos del todo. ¿Qué era eso de los aforos limitados y de las restricciones horarias? ¿Qué leches significaba eso de las fases de desescalada y cuándo pasaríamos de una a otra? El gobierno, como de costumbre, y a pesar de inundar el Boletín Oficial del Estado (BOE) con un marasmo de normas ininteligibles, tampoco lo tenía muy claro. Para tal sazón se sacó de la manga un comité de expertos que luego se ha demostrado que nunca existió. ¿Qué raro, verdad, este gobierno mintiéndonos sin recato?
Nos plantamos en julio, y nuestro amado presidente nos dio la buena nueva de que habíamos vencido al virus y de que teníamos todo el verano por delante para disfrutar de la vida. Y, crédulos de nosotros, así lo hicimos. Salimos disparados tanto a las playas –no íbamos a ser menos que Fernando Simón, al que le faltó tiempo para irse al Algarbe portugués- como a las casas rurales. Era un primor vernos hacer las maletas y emprender el viaje con la misma ilusión con la que un niño espera la llegada del ratoncito Pérez. Y por unas semanas nos olvidamos de los muertos, de la carga viral y de la pandemia. Casi ni nos enteramos del funeral de Estado que, a regañadientes, el gobierno accedió a celebrar por unas víctimas mal contadas y cuyas cifras distaban mucho de reflejar la realidad. Pero claro, llegó el mes de agosto y la cosa volvió a repuntar. Y otra vez nos entró el canguelo. La palabra de modo pasó a ser “cogobernanza”, que es el modo en que Pedro Sánchez se quitaba el marrón de encima y se lo pasaba a las Comunidades Autónomas. Y ya sí que el caos se hizo memorable: un mismo país regulando de diecinueve maneras distintas las medidas para luchar contra la pandemia. El despropósito era mayúsculo.
El 25 de octubre se decretaba un nuevo estado de alarma, sin confinamiento, pero que nos devolvía a las restricciones de horarios y aforos. ¿A que no se acordaban que seguíamos en estado de alarma? Pues sí, así es; así que ¡despertad de una puñetera vez, malditos! El número de contagiados aumentaba de manera exponencial, aunque es cierto que el de muertos no lo hacía en el mismo grado. Aún así, doscientos fallecidos por día seguían siendo muchos muertos. Sin embargo, el presidente no daba señales de vida, entretenido como estaba en amenazar al personal con reformar por vía de urgencia el sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial, y en aprobar la Ley Celaá para domesticar al rebaño de sus futuros votantes. La cosa volvía a pintar mal. En el puente de la Constitución, todas las Comunidades Autónomas –a excepción de Galicia, Baleares… y Extremadura- cerraron su territorio. Con las Navidades a la vuelta de la esquina, nos dieron tres noticias: que estábamos ante la tercera ola -no habíamos salido de la segunda y nos topábamos con otra más-; que había por ahí una cepa británica del virus, muy contagiosa pero que provocaba menor mortalidad; y que ya habían descubierto la vacuna. Por lo tanto, no había de qué preocuparse. De ahí que en esas fiestas tan entrañables -hay quien se encomendó al virus para no coincidir con suegros ni cuñados- nos dieran rienda suelta para que, en las reuniones familiares, pudiéramos reunirnos… hasta diez “allegados”. La cosa, en verdad, sonaba a cachondeo. Una vez más, los iluminados tuvieron que dar marcha atrás y rectificar sobre lo rectificado. Un sindiós, vamos.
Y después de esto que les acabo de soltar, se estarán ustedes preguntando que a qué ha venido todo este rosario. Seré breve y conciso, para que se me entienda sin ningún género de dudas: señoras y señores, ¿no hemos aprendido nada? ¿Somos tan cenutrios y tan irresponsables, más allá de los reproches que podamos verter sobre las autoridades competentes, que ya no nos acordamos por lo que hemos pasado? ¿Tan flaca es nuestra memoria? ¿Se nos ha olvidado que teníamos que despedirnos de nuestros muertos en la más absoluta soledad, sin poder consolarnos ni abrazarnos ante el dolor por la pérdida del ser querido, y que hasta para llorar teníamos que guardar la distancia de seguridad? ¿Hace falta que nos toque la desgracia en primera persona para que hagamos caso de las recomendaciones, o es que sólo entramos en vereda cuando nos pillan en un renuncio y nos tocan el bolsillo? ¿Somos tan civilizados como nos creemos o, en realidad, somos igual de mediocres que los políticos a los que tanto vilipendiamos? ¿Nos hemos vuelto todos de repente negacionistas, y por eso actuamos como auténticos imbéciles? ¿No nos damos cuenta de que los medios de comunicación ya se han cansado de contar a los muertos y ahora solo hacen hincapié en el número de contagiados o de recuperados?¿Somos conscientes de que estamos normalizando los efectos de esta tragedia? ¿Nos merecemos todas las 'Filomenas' que nos quiera enviar la madre Naturaleza? ¿Qué clase de sociedad hemos construido para que el egoísmo individual relegue a otros valores superiores que redunden en mayor beneficio de la comunidad? ¿Tenemos solución como sociedad, o ya lo damos todo por perdido? ¿Nos hemos propuesto resurgir de nuestras cenizas, o es que estamos tan ciegos que no sabemos hacia dónde nos dirigimos? He ahí la cuestión. Así que, si queremos seguir disfrutando de esta vida superficial y licenciosa, despreocupada y banal que hemos tenido hasta ahora, más nos vale que reaccionemos a tiempo si queremos espantar la amenaza de ruina humana, moral y económica que nos acecha.