Hay ocasiones en las que
uno se formula preguntas a las que le da miedo responder. Eso es lo
que lleva sucediéndome desde hace algún tiempo con respecto al
hecho de por qué un día decidí prepararme unas oposiciones para
conseguir un puesto de trabajo fijo, en busca de esa estabilidad
laboral que todo hijo de vecino ansía; en qué hora me propuse
llevar la vida de un ermitaño hasta lograr ese objetivo, dedicándole
más horas al estudio que a mis amigos y familiares, rivalizando con
compañeros excelentemente preparados y no bastando con aprobar los
exámenes sino siendo necesario sacar la nota más alta posible para
culminar con éxito esa escalada al Everest que conlleva afrontar el
temario de unas oposiciones. Lo cierto es que debo de ser algo más
torpe que la media porque llevo en ese intento la friolera de siete
años, con mayor o menor intensidad, y hasta la fecha sólo he conseguido
ser interino: lo de la plaza fija, de momento y con los tiempos que
corren, ni está ni se la espera. Pero bueno, al menos estoy
disfrutando de los frutos del esfuerzo invertido, aunque no sea con
la tranquilidad de haber alcanzado la meta final. Ya se sabe que esto
es una carrera de fondo en la que triunfa no el que más corre sino
el que ofrece mayor resistencia. En esas ando, aunque el resuello ya
empieza a faltarme.
Uno de los pecados
capitales de nuestra sociedad es la envidia, y ese defecto se pone de
manifiesto cuando sale a relucir el tema de los funcionarios y, a
decir de muchos, de sus “privilegios”. La gente sólo ve en
nosotros que trabajamos de lunes a viernes, que tenemos las tardes y
los fines de semana libres, que cobramos a final de mes un buen
sueldo, que disfrutamos de unas buenas vacaciones y días de asuntos
particulares, nuestros veinte minutos para el cafetito, nos podemos
poner malitos cada vez que queramos sin que pase absolutamente nada,
sin correr el riesgo de que nos echen a la calle. Esas son las
ventajas que el común de los mortales nos reconocen y , al mismo
tiempo, critican porque algunos han abusado de sus derechos hasta
convertirlos en espurias prebendas. De ahí que nos nieguen la mayor
y no nos concedan siquiera el derecho de queja. Poco menos que
tenemos que pedir disculpas por haber hipotecado parte de nuestra
vida en el intento de obtener una plaza fija. Pero claro, la gente no
es consciente de el camino recorrido, sino que sólo fija su mirada
en aquéllos que coronan con éxito la travesía del desierto del
opositor, desdeñando que son muchos los que se quedan a medio camino
sin que les sea recompensado el sacrificio realizado. Tenemos tanta o
peor mala prensa que los políticos, que ya es decir.
A despojarnos de la
etiqueta de vagos y maleantes que nos ha endosado la mayoría de la
sociedad tampoco ayudaron mucho las declaraciones del Secretario de
Estado de Administraciones Públicas, que allá por el mes de abril
le dio por decir que, en momentos de crisis, los funcionarios no iban
a ser menos y se les iba a terminar lo del cafelito y el periódico:
¡leña al mono o más madera!, como ustedes quieran. Es intolerable
que este señor, al que algún famoso periodista deportivo no dudaría
en calificar como “bulto sospechoso”, haya pretendido situar al
funcionario como cabeza de turco, como muñeco de trapo al que el
resto de los trabajadores pueden golpear sin piedad para descargar
sus tensiones. Si este señor, que en teoría debe conocer de primera
mano la problemática del colectivo de los empleados públicos, se
descuelga con manifestaciones de esa laya, no me extraña que el
ciudadano de a pié aplauda a rabiar y jalee aquellas medidas
tendentes a recortar los derechos de los funcionarios. Si el que
tenía que ser nuestro mayor defensor se convierte en nuestro
verdugo, habremos de convenir que estamos bien jodidos, con perdón.
Muchos nos ven como un problema y ese es un sambenito que nos va a
costar mucho quitarnos de encima.
Resulta desalentador
que sólo se acuerden de nosotros cuando toca ajustarse el cinturón.
Cuando vivíamos en pleno boom económico y a los funcionarios nos
congelaban el suelo o subía, como mucho, lo mismo que el IPC, el
resto de trabajadores veían aumentar sus nóminas varias décimas
por encima del indicador de precios. Cuando -con todos mis respetos-
un albañil, un soldador, un fontanero, un escayolista, un comercial,
etc, etc, se llevaban a la buchaca un buen puñado de miles de euros
y tenían aparcados a las puertas de sus casas el audi o el BMW
correspondientes, los funcionarios seguíamos ganando bastante menos
que ellos y teníamos que conformarnos con un Málaga o un Volkswagen de hace doce años.
Mientras el viento soplaba a favor, a los funcionarios no nos
mentaban ni por casualidad; eso sí, cuando a ese mismo viento le ha
dado por cambiar de dirección de tal forma que ahora nos lo
encontramos de cara, aquéllos que vivían amparados por una burbuja
inmobiliaria han salido raudos y veloces con su dedo acusador para
que también nosotros acudamos al rescate. Mientras que ellos no
quisieron compartir las mieles en tiempos afortunados, ahora nos
señalan como apestados si nos negamos a contribuir con más
sacrificios a la recuperación económica, con la agravante de que
nos consideran causantes de una situación de la que ellos mismos se
beneficiaron con los destellos del ladrillo.
Por otra parte, no hay
que olvidar que funcionarios no sólo somos los que estamos en una
oficina sentados delante de un ordenador, sino que los médicos,
profesores, bomberos, policías, militares, jueces y así hasta un
largo etcétera de trabajadores forman parte de ese conglomerado al
que llamamos Administración. Por eso, no habría que vitorear con
tanta ligereza las medidas de ajuste que los gobiernos, tanto
central como autonómicos, están adoptando para cumplir con el
requisito de déficit exigido por Europa, puesto que ello conllevará
que ciertos servicios públicos dejen de prestarse con la misma
eficacia que hasta ahora. No quiero ir de mártir, pero tampoco es
cuestión de poner la otra mejilla cada vez que recibimos un mandoble
por parte de la incomprensión generalizada de la población. Además,
el que crea que es oro todo lo que reluce en la “res pública”
está muy equivocado. No digo yo que en la empresa privada estén
expuestos a mayores arbitrariedades, pero nosotros tampoco nos
libramos de este tipo de comportamientos. Así, por poner un ejemplo,
a tu Jefe de Servicio se le puede encender una neurona que tenía
atrofiada y un buen día soltarte que, después de estar siete años
ejerciendo determinadas funciones, tu puesto es totalmente
prescindible y mandarte a otra unidad sin ningún tipo de complejos,
porque sí, porque a él le da la gana y, si no estás de acuerdo, te
aplica la coletilla esa de “por necesidades del servicio” y
santas pascuas. Quiero decir que no son sólo beneficios, sino que en
todos los sitios cuecen habas. De todos modos, a aquéllos que tanto
nos critican, les animo a que se embarquen en la aventura de
prepararse unas oposiciones para que vivan en primera persona las
preocupaciones e inquietudes de esta carrera de fondo y, si luego
tienen la fortuna de superar el proceso selectivo, juzguen desde
dentro los vicios que achacan a la maquinaria administrativa, a ver
si se corresponden con lo que pensaban cuando no formaban parte de la
misma.
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