viernes, 8 de junio de 2012

Disquisiciones atribuladas de un funcionario cabreado.


   Hay ocasiones en las que uno se formula preguntas a las que le da miedo responder. Eso es lo que lleva sucediéndome desde hace algún tiempo con respecto al hecho de por qué un día decidí prepararme unas oposiciones para conseguir un puesto de trabajo fijo, en busca de esa estabilidad laboral que todo hijo de vecino ansía; en qué hora me propuse llevar la vida de un ermitaño hasta lograr ese objetivo, dedicándole más horas al estudio que a mis amigos y familiares, rivalizando con compañeros excelentemente preparados y no bastando con aprobar los exámenes sino siendo necesario sacar la nota más alta posible para culminar con éxito esa escalada al Everest que conlleva afrontar el temario de unas oposiciones. Lo cierto es que debo de ser algo más torpe que la media porque llevo en ese intento la friolera de siete años, con mayor o menor intensidad, y hasta la fecha sólo he conseguido ser interino: lo de la plaza fija, de momento y con los tiempos que corren, ni está ni se la espera. Pero bueno, al menos estoy disfrutando de los frutos del esfuerzo invertido, aunque no sea con la tranquilidad de haber alcanzado la meta final. Ya se sabe que esto es una carrera de fondo en la que triunfa no el que más corre sino el que ofrece mayor resistencia. En esas ando, aunque el resuello ya empieza a faltarme.

    Uno de los pecados capitales de nuestra sociedad es la envidia, y ese defecto se pone de manifiesto cuando sale a relucir el tema de los funcionarios y, a decir de muchos, de sus “privilegios”. La gente sólo ve en nosotros que trabajamos de lunes a viernes, que tenemos las tardes y los fines de semana libres, que cobramos a final de mes un buen sueldo, que disfrutamos de unas buenas vacaciones y días de asuntos particulares, nuestros veinte minutos para el cafetito, nos podemos poner malitos cada vez que queramos sin que pase absolutamente nada, sin correr el riesgo de que nos echen a la calle. Esas son las ventajas que el común de los mortales nos reconocen y , al mismo tiempo, critican porque algunos han abusado de sus derechos hasta convertirlos en espurias prebendas. De ahí que nos nieguen la mayor y no nos concedan siquiera el derecho de queja. Poco menos que tenemos que pedir disculpas por haber hipotecado parte de nuestra vida en el intento de obtener una plaza fija. Pero claro, la gente no es consciente de el camino recorrido, sino que sólo fija su mirada en aquéllos que coronan con éxito la travesía del desierto del opositor, desdeñando que son muchos los que se quedan a medio camino sin que les sea recompensado el sacrificio realizado. Tenemos tanta o peor mala prensa que los políticos, que ya es decir.

    A despojarnos de la etiqueta de vagos y maleantes que nos ha endosado la mayoría de la sociedad tampoco ayudaron mucho las declaraciones del Secretario de Estado de Administraciones Públicas, que allá por el mes de abril le dio por decir que, en momentos de crisis, los funcionarios no iban a ser menos y se les iba a terminar lo del cafelito y el periódico: ¡leña al mono o más madera!, como ustedes quieran. Es intolerable que este señor, al que algún famoso periodista deportivo no dudaría en calificar como “bulto sospechoso”, haya pretendido situar al funcionario como cabeza de turco, como muñeco de trapo al que el resto de los trabajadores pueden golpear sin piedad para descargar sus tensiones. Si este señor, que en teoría debe conocer de primera mano la problemática del colectivo de los empleados públicos, se descuelga con manifestaciones de esa laya, no me extraña que el ciudadano de a pié aplauda a rabiar y jalee aquellas medidas tendentes a recortar los derechos de los funcionarios. Si el que tenía que ser nuestro mayor defensor se convierte en nuestro verdugo, habremos de convenir que estamos bien jodidos, con perdón. Muchos nos ven como un problema y ese es un sambenito que nos va a costar mucho quitarnos de encima.

    Resulta desalentador que sólo se acuerden de nosotros cuando toca ajustarse el cinturón. Cuando vivíamos en pleno boom económico y a los funcionarios nos congelaban el suelo o subía, como mucho, lo mismo que el IPC, el resto de trabajadores veían aumentar sus nóminas varias décimas por encima del indicador de precios. Cuando -con todos mis respetos- un albañil, un soldador, un fontanero, un escayolista, un comercial, etc, etc, se llevaban a la buchaca un buen puñado de miles de euros y tenían aparcados a las puertas de sus casas el audi o el BMW correspondientes, los funcionarios seguíamos ganando bastante menos que ellos y teníamos que conformarnos con un Málaga o un Volkswagen de hace doce años. Mientras el viento soplaba a favor, a los funcionarios no nos mentaban ni por casualidad; eso sí, cuando a ese mismo viento le ha dado por cambiar de dirección de tal forma que ahora nos lo encontramos de cara, aquéllos que vivían amparados por una burbuja inmobiliaria han salido raudos y veloces con su dedo acusador para que también nosotros acudamos al rescate. Mientras que ellos no quisieron compartir las mieles en tiempos afortunados, ahora nos señalan como apestados si nos negamos a contribuir con más sacrificios a la recuperación económica, con la agravante de que nos consideran causantes de una situación de la que ellos mismos se beneficiaron con los destellos del ladrillo.

    Por otra parte, no hay que olvidar que funcionarios no sólo somos los que estamos en una oficina sentados delante de un ordenador, sino que los médicos, profesores, bomberos, policías, militares, jueces y así hasta un largo etcétera de trabajadores forman parte de ese conglomerado al que llamamos Administración. Por eso, no habría que vitorear con tanta ligereza las medidas de ajuste que los gobiernos, tanto central como autonómicos, están adoptando para cumplir con el requisito de déficit exigido por Europa, puesto que ello conllevará que ciertos servicios públicos dejen de prestarse con la misma eficacia que hasta ahora. No quiero ir de mártir, pero tampoco es cuestión de poner la otra mejilla cada vez que recibimos un mandoble por parte de la incomprensión generalizada de la población. Además, el que crea que es oro todo lo que reluce en la “res pública” está muy equivocado. No digo yo que en la empresa privada estén expuestos a mayores arbitrariedades, pero nosotros tampoco nos libramos de este tipo de comportamientos. Así, por poner un ejemplo, a tu Jefe de Servicio se le puede encender una neurona que tenía atrofiada y un buen día soltarte que, después de estar siete años ejerciendo determinadas funciones, tu puesto es totalmente prescindible y mandarte a otra unidad sin ningún tipo de complejos, porque sí, porque a él le da la gana y, si no estás de acuerdo, te aplica la coletilla esa de “por necesidades del servicio” y santas pascuas. Quiero decir que no son sólo beneficios, sino que en todos los sitios cuecen habas. De todos modos, a aquéllos que tanto nos critican, les animo a que se embarquen en la aventura de prepararse unas oposiciones para que vivan en primera persona las preocupaciones e inquietudes de esta carrera de fondo y, si luego tienen la fortuna de superar el proceso selectivo, juzguen desde dentro los vicios que achacan a la maquinaria administrativa, a ver si se corresponden con lo que pensaban cuando no formaban parte de la misma.

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