En
este país llamado España tiene que andarse uno con mucho ojo con aquello de decir
que se siente orgulloso de su patria, que se siente orgulloso de ser español,
no vaya a ser que lo tachen de facha, fascista, franquista y no sé cuántas lindezas
más. Lo que sucede en nuestro país creo que no tiene parangón en ningún otro lugar
del mundo. Uno no puede ir por la calle tranquilamente llevando una camiseta, o
una pulsera, con la banderita de España, puesto que el incauto que cometa esa
locura corre el riesgo de no salir indemne del paseo. Esta es una tendencia que
está de moda desde hace mucho tiempo, pero que está recobrando vigor desde que los
podemitas y sus adláteres han
irrumpido en el panorama político, con la repercusión que les dan tanto los
medios de comunicación que les son afines como las redes sociales que tan
hábilmente saben manejar.
Ayer, 12 de octubre, se celebró el día de la
Fiesta Nacional, denominación así recogida por la Ley 18/1987, de 7 de octubre,
firmada por un tal Felipe González Márquez, socialista que se sepa. Y claro,
como era de esperar, a algunos parece
que les han salido ronchas en la piel por aquello de que son alérgicos a todo
lo que haga referencia a la nación española. Desde las últimas elecciones municipales
y autonómicas –antes también, pero ahora es cuando más visibles se han hecho- pululan
por el espectro político unos personajes que se creen con el derecho a repartir
patentes de corso sobre aquello que es correcto y lo que no lo es, sobre lo que
está bien o mal, sobre lo que es democrático o no, sobre lo que es pecaminoso o
virtuoso, y lo hacen con tal desprecio y falta de respeto hacia aquellos que no
comulgan con su espectro ideológico, que uno se sorprende de que a estos charlatanes
les hagan el menor caso. Pero parece que sí, que tienen sus seguidores, incluso
hasta votantes que los han catapultado a algunas alcaldías de postín. Y ahí tenemos
predicando desde sus respectivas atalayas a Ada Colau y a un tal Kichi, éste desde
Cádiz, sermoneando al personal que los quiere oír con un sinfín de estupideces sobre
el día de la fiesta nacional. Y, cómo no, también han hecho su aparición una
serie de convidados de piedra como Willy Toledo y Carlos Bardem. Sí, han leído
bien: Carlos, no Javier. Esta vez ha sido el otro hijo de doña Pilar el que ha
tenido a bien ilustrarnos con sus inquietudes intelectuales.

En fin. Que parece ser que hay algunos que no se sienten a gusto en esta España nuestra, que despotrican alegremente contra
las tradiciones e instituciones del Estado, que desearían que España fuera otra
cosa distinta de lo que es: algo parecido a Venezuela, a una república bananera,
a una federación de repúblicas bananeras… o vaya usted a saber qué. Estos
nuevos mesías como Colau, el Kichi, Carmena, Pablo Iglesias y compañía – al necio de Willy ya ni siquiera lo menciono en este apartado; no merece la pena- quisieran
vivir en un país distinto porque éste no termina de agradarles, y para remediar
eso están dispuestos a realizar una serie de cambios estructurales para que a
España no la reconozca ni la madre que la parió. Por desgracia, lo único que
nos une – y ya casi ni eso- es el fútbol, con las excepciones de los pitos a
Piqué cada vez que juega con la
selección española, y de los silbidos al himno nacional cada vez que al Barça y al Bilbao les da por disputar la final de la Copa del Rey. Eso sí, para
cuando falle el fútbol, ahí tenemos siempre dispuesta a la selección de
baloncesto capitaneada por un catalán, que tantos o más éxitos nos ha dado. El caso, y concluyendo, es
que vivimos en un país al que algunos se empeñan en poner como chupa de dómine,
con o sin justificación; un país democrático como el nuestro al que algún que
otro iluminado considera poco menos que una dictadura por el solo hecho de que
la mayoría no comparta sus descerebradas ideas; un país avanzado al que algunos
tachan de anticuado porque en nuestra bandera ondea una corona y, dónde va a parar, habiendo buenas y sabias repúblicas... que se aparten las viejas y desastrosas monarquías. Pues bien, a todos
aquellos que no se sienten representados por el país en el que viven, que no
sigan sufriendo, puesto que nadie los obliga a permanecer en él: que cojan sus maletas rumbo a esos otros paraísos a los que adoran y comprueben lo que durarían en libertad si se atrevieran a soltar allí lo mismo que dicen aquí. Esa es la
diferencia –entre otras muchas, claro está- entre democracias como la española y dictaduras
como la cubana o la venezolana: que mientras en las primeras puedes expresar
sin temor a represalias tu descontento con el régimen político, en las segundas
pones en riesgo tu vida y tu libertad si llevas la contraria a la
política gubernamental. Me parece bien que haya quienes critiquen el
sistema español, que luchen en buena lid por darle la vuelta al calcetín y
transformar a España en otra cosa distinta. Faltaría más. Están en su derecho,
pero que no nos pongan como referencia modelos bastante menos desarrollados que
el nuestro como si fuera el maná a todos los males. Que no nos traten de
engañar con experimentos que solo nos conducirían al abismo. Pero, por encima de
todo, que respeten a una inmensa mayoría que nos sentimos orgullosos de ser españoles
y de vivir en un estado monárquico representado en la persona de Su Majestad don Felipe VI.
Si quieren cambiar el statu quo, que lo hagan desde las urnas. Mientras eso
sucede, sólo les pido que respeten a la multitud que no pensamos como ellos. Que si me apetece, aunque no es mi caso, pueda caminar por
las calles de Cáceres enfundado en una camiseta con la bandera de España sin miedo a
que me señalen con el dedo y me llamen de todo menos bonito.
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