domingo, 4 de octubre de 2015

El mesías

  
   Hace ya bastante tiempo que me venía rondando por la cabeza dedicarle un artículo a Pablo Iglesias pero, por unas cosas o por otras, la inspiración no terminaba de iluminarme, mostrándose reacia a brotar de mi pluma. El caso es que, con inspiración o sin ella –más bien lo segundo-, al final me he decidido por aporrear el teclado del ordenador a ver qué es lo que daba de sí mi desdichado caletre. No es que me preocupe mucho el hecho de redactar un buen artículo, pues la simpleza y la superficialidad del personaje tampoco lo requieren, pero por respeto a todos aquellos que tienen a bien leer este blog voy a intentar poner lo mejor de mí mismo para que salga algo decente de todo esto. Si al final el resultado es cutre, espero que sepan perdonarme. No siempre tiene uno a las musas de su parte y me temo que, en esta ocasión, no han acudido solícitas a mis cantos de sirena. Supongo que se habrán reservado para mejor ocasión. No las culpo.

   Lo primero que me llamó la atención cuando supe de la existencia de Pablo Iglesias no fueron ni su cara de niño despistado ni su cuidada y larga cabellera. No. Lo que más me llamó la atención fue una venturosa coincidencia: que compartiese nombre y apellido con el fundador del PSOE y la UGT. Ya sé que esto es una estupidez, pero bueno, aquí lo dejo reflejado como curiosidad. Eso sí, es de esperar que cuando “coleta morada” siente sus posaderas en el Congreso de los Diputados no se dedique a verter las mismas amenazas de las que hacía gala su tocayo allá por los albores del siglo pasado. Y es que –aunque me desvíe un poco del tema- los socialistas suelen presumir sin reparo cada vez que cacarean ese falso eslogan sobre los pretendidos cien años de honradez del PSOE. Sí, sí. Cien años de honradez… y de amenazas. Y si no, que se lo pregunten a don Antonio Maura, jefe del partido conservador en la oposición, cuando en un debate en el Congreso celebrado el 7 de julio de 1910, el marxista Paglo Iglesias se descolgó con estas declaraciones: “Tal ha sido la indignación producida por la política del gobierno presidido por el Sr. Maura, que los elementos proletarios (…) hemos llegado al extremo de considerar que antes que Su Señoría suba al poder debemos llegar al atentado personal”. Dos semanas más tarde, Maura  recibió dos disparos, uno en un brazo y otro en un muslo, en la estación de Barcelona, a la que llegaba en tren procedente de Madrid. Hacía menos de un mes que el bueno de Pablo –el tipógrafo- había conseguido el acta de diputado y ya estaba mancillando con su violencia verbal la sede de la soberanía nacional. Por supuesto, no condenó el atentado contra Maura. Así se las gastaban los socialistas de entonces.
  
   Pido disculpas por este pequeño paréntesis histórico, pero a veces hace falta explicar determinadas circunstancias para poner a cada uno en su sitio. El caso es que, volviendo a don Pablo –el politólogo y profesor universitario-, su partido ha hecho acto de presencia en el panorama político patrio con la misma fuerza con la que terminará por diluirse. Es cierto que en las elecciones al Parlamento Europeo de mayo del año pasado consiguieron, para sorpresa de propios y extraños, la nada despreciable cifra de 1.253.837 votos, gracias a los cuales obtuvieron cinco escaños en Estrasburgo. A partir de entonces se han generado unas lógicas expectativas típicas de todo aquello que irrumpe con la frescura de lo novedoso y que, aprovechando las debilidades de un sistema político puestas de manifiesto por esta interminable crisis económica, ataca sin piedad las estructuras sobre las que se asienta nuestra democracia sin pararse a pensar en el daño irreparable que ello puede provocar. Negar, como ha hecho, la ingente labor desarrollada durante la Transición para dotarnos de una Constitución y de un sistema de derechos y libertades comparable al más avanzado de los Estados europeos revela la inconsciencia y la temeridad de quien se atreve a afirma tal barbaridad. Tratar de echar por tierra y desprestigiar la obra de una de las etapas más brillantes de nuestra historia es propio de un mentecato como el señor Iglesias. En honor a la verdad, tampoco debería sorprendernos su osadía dialéctica, pues poco o nada puede esperarse del hijo de un antiguo militante de las FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), organización terrorista surgida de una escisión del Partido Comunista que actuó durante el final del franquismo y que cuenta en su haber con varios asesinatos. De las cinco últimas sentencias de muerte dictadas por la dictadura, tres de ellas correspondían a miembros de esta organización criminal.

   No seré yo quien le niegue méritos al Secretario General de PODEMOS, pero sus evidentes aciertos se deben más a errores ajenos. Después de la consulta europea, con el ego y la prepotencia propios de quienes se creen llamados a entrar en la historia por la puerta grande, despreciando con auténtico desdén los logros conseguidos a lo largo y ancho de todos estos años, se han dedicado a desplegar con insultante chulería su plumaje de pavos reales para ver si así nos abducían con sus pócimas milagrosas y sucumbíamos a su mensaje catastrofista. Evidentemente, las cosas no van pero que nada bien: la pérdida de derechos sociales, el lamentable estado de la educación, los casos de corrupción en el PP y una sanidad manifiestamente mejorable, entre otras cuestiones, no es la mejor tarjeta de presentación para evitar que estos advenedizos hagan de las suyas. Yo soy el primero en reconocer que tienen todo el derecho del mundo en su crítica despiadada y furibunda, pero eso no debería servirles de cuartada, de caldo de cultivo, para que nos metan el miedo en el cuerpo y se postulen ellos mismos como los salvadores ante la debacle que se nos vendría encima si no votamos a su opción redentora. A esta situación han contribuido en gran medida determinados medios de comunicación –Cuatro y La Sexta, fundamentalmente- que, desde sus postulados de izquierda han prestado sus altavoces a chavistas de la categoría de Iñigo Errejón o Juan Carlos Monedero. A todas horas los teníamos en los programas de televisión sermoneándonos sobre aspectos como la maldad intrínseca de la casta política, haciendo auténticos juegos malabares para convencernos de que hay que reducir a cenizas el pasado más reciente para reconstruir un nuevo edificio despojado de los vicios que afectan al actual. Y precisamente aquello que contribuyó a catapultarles les ha pasado  factura por la sobreexposición mediática de sus líderes. El progresivo descenso de votos en las elecciones andaluzas, autonómicas, municipales y catalanas evidencian la pérdida de fuelle del efecto PODEMOS en favor de Ciudadanos, formación ésta liderada por Albert Rivera que, desde un punto de vista igualmente crítico pero diametralmente opuesto al de Pablo Iglesias y sus seguidores, está sabiendo atraerse a un amplio sector del electorado sin las rupturas traumáticas ni las salidas de tono características de los podemitas.

  Esta semana, Mariano Rajoy ha desvelado que las elecciones generales se celebrarán el 20 de diciembre. Mi oposición ideológica a PODEMOS no llega al extremo de negar la evidencia de que en esta nueva cita con las urnas los de Pablo Iglesias seguramente consigan un más que aceptable resultado electoral; quizá no tan bueno como ellos desean, pero sí es cierto que se van a convertir en una fuerza política con la suficiente representación parlamentaria como para que su voz se tenga en cuenta a la hora de diseñar y priorizar una nueva política no vista en nuestro país hasta ahora. Y eso tiene de positivo el hecho de que se volverá a imponer el diálogo como herramienta para elaborar las directrices básicas de esta nueva época. Debemos de una vez por todas superar los viejos atavismos que han impedido al sistema político español evolucionar como lo han hecho el de otros países, caminar por una senda de entendimiento que arrincone para siempre el dañino y visceral antagonismo entre izquierdas y derechas, entre progresistas y conservadores. En definitiva, hay que hacer todo lo posible por relativizar los absolutismos, por mandar al baúl de los recuerdos el lenguaje guerracivilista que algunos se niegan a abandonar. Vivimos un momento histórico en el que la clase política no puede permitirse la ocasión de malograr las oportunidades que surgirán a partir del 20 de diciembre. Tengo la convicción de que la sociedad no les perdonaría que siguiesen empecinados en tirarse los trastos a la cabeza en lugar de remar todos juntos en pos de un objetivo común: mejorar las condiciones de vida de un pueblo que se siente, y con razón, zaherido por una clase política que en la mayoría de las ocasiones se muestra ajena, cuando no ausente, ante una realidad que clama con insistencia medidas para paliar los males que la afligen. Dudo mucho que Pablo Iglesias sea la solución a todos esos males, pero no es menos cierto que puede contribuir a inaugurar una nueva era que centre sus intereses en las auténticas necesidades ciudadanas. Esperemos que la realidad de los hechos le haga replantearse sus posiciones populistas y radicales, porque ello irá no solo en favor de su partido sino que redundaría en beneficio de todos. Y en todo esto, Pedro Sánchez también tendrá algo que decir. Porque si de lo que se trata es de aplicar en España las políticas bolivarianas de Nicolás Maduro en Venezuela, que no cuenten ni con mi voto ni con mi silencio. Bastante tuvimos ya con sufrir siete años al iluminado de Zapatero como para que ahora intenten imponernos una mala copia de Hugo Chávez. Aquí nadie está a la espera de ningún mesías. Lo único que deseamos es seguir confiando, con todo el esfuerzo que ello implica, en una clase política que ya bastante nos ha defraudado, pero que no tenemos más remedio que seguir creyendo en ella porque, no nos engañemos, la política es imprescindible para el funcionamiento del sistema. Eso sí, queremos a políticos responsables, no a vendehúmos de pacotilla.

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