jueves, 28 de agosto de 2025

Jarilla, el infierno en mitad del paraíso.

 

  El zumbido del helicóptero se sentía desde unos minutos antes de que aterrizara en el puesto de mando de La Granja. A medida que el Super Puma perdía altura, los remolinos de viento y de ceniza envolvían con mayor intensidad al personal que aguardaba en tierra. Una vez que la aeronave aterrizó, se abrió el portón de embarque y de su interior emergió, nada menos, que el señor presidente del Gobierno, don Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Al parecer, el jefe de gabinete de su jefe de gabinete le había informado de que en Extremadura, en la comarca de Tierras de GranadillaJarilla, un pueblo de apenas 140 habitantes, corría peligro de ser devorado por las llamas de un incendio de grandes proporciones declarado una semana antes. A pesar de que el señor presidente no estaba muy por la labor de abandonar la placidez de sus vacaciones en La Mareta, alejado del mundanal ruido provocado por los escándalos de corrupción de su partido, tuvo que ser su mujer, Begoña Gómez, quien le insistiera en la necesidad imperiosa de presentarse en la zona cero para animar a las tropas. Que para eso, y no para otra cosa, era el líder de una nación libre. Así que, a regañadientes, Pedro Sánchez Pérez-Castejón se despidió por unas horas de las delicias de Lanzarote.

 

   Mientras sobrevolaba la sierra de Gredos y el valle del Ambroz, Pérez-Castejón se percartó de lo desconsiderado de su actitud para con su esposa, teniendo en cuenta que su carrera política se asienta sobre las bases del imperio económico levantado por su suegro. Unas bases, por cierto, bastante dudosas en lo tocante a la moral. Atribulado por esa comezón, al descender por las escalerillas, la primera impresión que desprendió el azote del fascismo patrio fue la de un hombre contrariado. Más delgado y más moreno de lo habitual, a pesar de las altas temperaturas, vestía camisa de manga larga, pantalón vaquero y zapatillas informales. A su lado, el ministro del Interior, Grande Marlaska, ofrecía un aspecto más saludable y más veraniego. La piel tiznada por las aguas del Atlántico no consiguieron disimular un rostro demacrado y una mirada famélica. Don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, que, para ser medio comunista, hace gala de unos apellidos de lo más burgueses, exhibía una sonrisa forzada, sabedor de que no era bien recibido. Por cierto, que con esos apellidos, Pablo Iglesias –el tipógrafo, no el otro– habría impedido su afiliación al PSOE. Largo Caballero, directamente, lo habría mandado fusilar. Ya saben, esos pequeños complejos de la izquierda... Pero, en fin, cuitas aparte, sigamos con el relato. 


  Después de intercambiar los saludos protocolarios con las autoridades locales y regionales, Su Sanchidad echó un vistazo al panorama desolador que le rodeaba, con ese rictus de preocupación que suelen ensayar nuestros gobernantes cuando toca foto con fondo de catástrofe. Observando el humo que todavía se retorcía sobre las lomas peladas de Jarilla, carraspeó para la alcachofa del telediario y, con la solemnidad propia de quien revela el misterio de la Santísima Trinidad, soltó la consabida homilía: la culpa, colegas, es del cambio climático. Así, sin pestañear. Con un par. María Guardiola y su séquito de consejeros y altos cargos se llevaron las manos a la cabeza al tiempo que escuchaban tamaña majadería. No sólo se trataba de que el señor presidente del gobierno no accediera a las peticiones de la Junta de Extremadura para que el Estado aportara más recursos humanos y materiales en la lucha contra incendios, es que, además, el fulano negaba la mayor. ¿Qué hacer cuando el presidente de tu país está poseído por un discurso ideológico que no se corresponde con la realidad? Supongo que resignarse, rezar y esperar a que, en las próximas elecciones, el pueblo lo ponga de patitas en la calle. Lo de verlo sentado en el banquillo de los acusados para responder de todas las fechorías que lleva cometiendo su gobierno desde el 2018, para eso, supongo, deberemos tener más paciencia todavía. La Justicia es lenta, pero implacable. Lo que sí está claro es que hay que tener muy pocos escrúpulos para, sobre la tierra quemada de Jarilla, descolgarse con el discurso de Bruselas delante de los profesionales del INFOEX, de la UME y de los voluntarios que se han jugado el pellejo en jornadas sin descanso y por un sueldo manifiestamente mejorable.  


 Partamos de una premisa incuestionable: el clima, por sí solo, no prende la mecha. En más del 95% de los casos, la mecha la prende la mano criminal del hombre. Y eso no lo digo yo, eso lo dicen las estadísticas oficiales. Ya van más de cuarenta detenidos por la ola de incendios que está asolando, sobre todo, la franja occidental de nuestro país. Ese es el dato que explica el origen de los incendios. Lo otro es pura demagogia. Porque, no nos engañemos, parte de la culpa de lo que está pasando en nuestros campos y en nuestros montes la tiene Europa. Pobre de aquel que se le ocurra cortar la rama de un alcornoque o desbrozar los hierbajos de su parcela sin la autorización previa de la Administración. Y así nos va. Antes, los rebaños de ovejas y de cabras se encargaban de mantener el bosque impoluto; ahora, sin embargo, tenemos un polvorín de maleza acumulada durante años que no se puede ni tocar, so pena de que nos caiga una multa de postín. Por eso, cuando el pirómano de turno entra en acción, es normal que aquello arda como un arsenal y se propague como la pólvora. Así que, que no nos vengan con monsergas de que atravesamos por una emergencia climática, proponiendo pactos de Estado para solucionar un problema que sólo necesita de sentido común. Más medios, menos burocracia y más sentido común.


   El de Jarilla puede considerarse como el incendio más devastador en la historia de Extremadura, con algo más de 17.000 hectáreas calcinadas. Equivale a casi la totalidad del Parque Nacional de Monfragüe, que tiene una extensión de 18.396 hectáreas. Un incendio que ha obligado a desalojar y a confinar a centenares de vecinos de los municipios colindantes, y que se ha llevado por delante, además de áreas de alto valor ecológico, el trabajo de toda una vida de agricultores y ganaderos, impotentes ante una tragedia de tal magnitud. Por suerte, no ha habido que lamentar víctimas mortales, pero el susto ha sido morrocotudo. Ahora, por lo visto, las administraciones públicas quieren aprobar un plan de regeneración económica para que la comarca se recupere cuanto antes... Me parece muy bien, faltaría más, pero si esas medidas no van acompañadas de planes de prevención, de nada servirá. Creo que pagamos los suficientes impuestos como para que no tengamos que suplicar que el Estado nos asista ante este tipo de desastres.


   Y ya para finalizar, aunque no sea este ni el momento ni el lugar para echar flores a nadie -salvo, por supuesto, a los efectivos que se han batido el cobre, durante doce días, contra ese monstruo que es, a veces, la naturaleza desbocada-, me gustaría resaltar las tareas de coordinación e información llevadas a cabo por Abel Bautista, consejero de Presidencia, Interior y Diálogo Social. Creo que los extremeños hemos descubierto a un político que -¡oh, sorpresa!- ha estado a la altura de las circunstancias, manteniéndonos al tanto de las distintas fases del incendio a través de sus comparecencias improvisadas, a pie de campo, ante los medios de comunicación. Que eso, precisamente, es lo que demandamos los ciudadanos de nuestros representantes públicos: ya que no podemos sentirnos orgullosos de casi ninguno de ellos, al menos, que no sintamos vergüenza cuando los acontecimientos los ponen a prueba. En el caso de Abel Bautista, es de justicia reconocer que se ha desenvuelto con soltura durante toda esta crisis. Y como eso es algo que no suele suceder, por eso lo resalto. Pero que quede claro, insisto, que aquí los héroes han sido otros.



jueves, 14 de agosto de 2025

Morir para contarla.



   Querido lector, me presento. Mi nombre es Mario Vargas Llosa. Por si todavía no lo saben, les anticipo que acabo de fallecer hace apenas cuatro meses. A pesar del dolor que esta incomodidad haya podido ocasionar en mis familiares y amigos, a decir verdad, reconozco que ya venía notando cierta falta de ánimo, y eso que yo he sido de los que ha sabido sacarle todo el jugo a la vida. He exprimido cada segundo, cada instante, procurando no distraerme en bagatelas. He vivido intensamente; por eso mismo, también he errado con vehemencia. Me he dejado llevar por el estímulo de la pasión, tanto en los éxitos como en los fracasos. Pero todo ha merecido la pena, incluyendo el amargo fruto de la derrota.

 

   Me dicen que he muerto de una neumonía mal curada que venía arrastrando desde la pandemia del covid. Otros, sin embargo, lo achacan a un cáncer hematológico que, al parecer, yo mismo intuía desde hacía unos cinco años. Pero esa polémica ya poco importa. El caso es que, ahora, en esta mi nueva situación, me ha dado por pensar que sería bueno contar, de primera mano, ciertos avatares de mis andanzas por este valle de lágrimas, revisando, en lo que fuera necesario, las memorias que publiqué, en 1993, bajo el título de El pez en el agua. Otros muchos han hablado ya de mí, algunos bien y otros –con razón o sin ella– no tanto, pero estoy convencido de que nadie mejor que yo para dar noticia de mi propia existencia, ahora que acabo de exhalar mi último aliento. Desde este retiro forzado, en este cambio de escenario donde los silencios pesan más que los pecados, estoy dispuesto a sincerarme en todo cuanto me sea posible, sin necesidad de herir sensibilidades ni de ajustar cuentas pendientes, que para eso ya llego tarde. Esto no es ni una confesión ni una redención. Esto es, simplemente, lo que fui.

 

  ¿Y quién fui realmente? ¿El niño que creció creyendo que su padre estaba muerto? ¿El cadete del Leoncio Prado? ¿El joven idealista que coqueteó con el comunismo? ¿El escritor exitoso? ¿El político fracasado? ¿El marido inquieto, el padre ausente, el amante insensato? Pues sepan ustedes que fui todo eso y mucho más. No en vano, mi vida ha sido un torbellino, una novela en sí misma cuyos personajes principales han corrido dispar fortuna.  

 

   Nací en Arequipa, al sur de Perú, un 28 de marzo de 1936, pero me crie entre Cochabamba y Piura, rodeado de mujeres y de leyendas. Mis padres, Ernesto Vargas Maldonado y Dora Llosa Ureta, se habían separado meses antes de mi llegada al mundo, motivo por el cual me llevaron con mi madre y su familia a Cochabamba, en Bolivia, donde mi abuelo trabajaba como administrador de una hacienda. Allí pasé mi primera infancia, y allí tuvo lugar el acontecimiento que más me ha marcado en la vida: en Cochabamba aprendí a leer. A primera vista, esta circunstancia pudiera parecer de lo más elemental, pero para mí lo significó absolutamente todo.

 

   Regresamos al Perú en 1945. Mi abuelo, que era primo del nuevo presidente del gobierno, fue nombrado prefecto de Piura. Hasta ese momento, yo creía que mi padre estaba muerto, y lo creía porque así me lo había contado mi madre. Y como me dijeron que mi padre había muerto, cuando apareció –porque mi padre resucitó de entre los muertos– yo ya había aprendido a vivir sin él. Este impactante descubrimiento se produjo a finales de 1946, o principios de 1947, en el llamado Hotel de Turistas. La ficción, por lo tanto, se rompió. Al ver a mi padre por primera vez, experimenté una sensación de estafa, de desconcierto. A partir de ahí, todo se precipitó.

 

   Mi padre, mi madre y yo nos mudamos a Lima. Parecíamos una familia corriente. Nos instalamos en el distrito Magdalena del Mar. Al cabo de unos meses, nos mudamos a La Perla. Solíamos pasar los fines de semana en Miraflores, visitando a mis tíos y a mis primos. Eran tiempos para la despreocupación y el disfrute, aunque la presencia de mi padre me incomodaba continuamente. Mi relación con él estuvo marcada por el temor. Era severo y autoritario, con bastantes accesos de cólera. Recuerdo que, en una ocasión, se presentó armado con un revólver en casa de mi tío Juan, amenazando a la familia Llosa y despotricando contra mis inclinaciones artísticas.

 

   El retorno de mi padre, insisto, provocó en mí un resentimiento que me acompañaría durante años, en gran parte debido a su profunda repulsión hacia mi vocación literaria. Para evitar que me convirtiera en un hombre de letras, no se le ocurrió mejor idea que, con catorce años, mandarme interno al Colegio Militar Leoncio Prado, sin saber que, en el fondo, me haría un gran favor. En el Leoncio Prado se me reveló una verdad desconocida: la de la existencia de un Perú distinto, vasto y complejo. Aquella experiencia consolidó mi vocación de escritor. Me refugié en la lectura, tratando de olvidar la tristeza por estar lejos de mi familia, lejos de Miraflores, de las chicas, del barrio. Mi primera novela, La ciudad y los perros, está ambientada entre aquellos muros revestidos de deshumanización y de disciplina castrense.

 

   Durante las vacaciones de 1952 trabajé para el diario La Crónica de Lima, y allí empecé a atisbar el submundo de la capital, sórdido y grotesco. Ese mismo año abandoné el colegio militar y volví a Piura a vivir con mi tío Luis Llosa, el tío Lucho. Terminé la secundaria en el colegio San Miguel y me desempeñé para el diario La Industria. De esta época data el primer hito de mi carrera: en el teatro Variedades asistí a la representación de La huida del Inca, obra que escribí con tan solo dieciséis años.

 

   En 1953 me matriculé en Derecho y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En aquel ambiente me dejé engatusar por los cantos de sirena del comunismo, partido que entonces militaba en la clandestinidad. Mi pseudónimo era el de 'camarada Alberto', y me comportaba, sin saberlo, como un snob genuinamente repulsivo. Participaba en debates y distribuía propaganda convencido de que eso cambiaría el mundo. Devoré las obras de autores como PolitzerMarxEngels, Lenin, así como las de mi paisano José Carlos Mariátegui, un intelectual marxista que dilapidó su ingenio en esa ideología fallida. Y del mismo modo que un día abracé el comunismo, llegó otro en que me inscribí en el Partido Demócrata Cristiano. Pero no todo lo acaparaba la política. También fui asistente del historiador y prócer Raúl Porras Barrenechea, en un proyecto sobre la conquista del Perú que quedó inacabado. Congeniamos más allá de la relación maestro-discípulo. Su generosidad me ayudó a conseguir empleo para sostenerme, a duras penas, después de mi primer matrimonio.

 

   ¡Ay, mi primer matrimonio! Me gustaría pasar de puntillas sobre ese
escollo, pero, si lo hiciera, estaría hurtando una parte fundamental de mi biografía, y no es esa mi intención. Eso sí, como tampoco pretendo hurgar en la herida, me limitaré a hacer una breve mención. Con 19 años cometí el disparate de casarme con mi tía Julia Urquidi Illanes, diez años mayor que yo y divorciada de un matrimonio anterior. Mi familia, como es natural, se llevó un disgusto mayúsculo. Al principio, la pasión nos cegó y fuimos, creo, moderadamente felices, a pesar de todos los obstáculos que tuvimos que sortear. Después, la llama se apagó de golpe. Aguantamos más allá de lo estrictamente necesario. Finalmente, cuando ni siquiera el cariño bastó para mantener el espejismo de aquella relación febril y apasionada, nos divorciamos en 1964. Huelga decir que no quedamos en buenos términos. Ambos ajustamos cuentas utilizando la literatura como estilete. En 1977, publiqué La tía Julia y el escribidor, mezclando ficción con algunas pinceladas autobiográficas. Julia, por su parte, se tomó la revancha en 1983, año en que vio la luz Lo que Varguitas no dijo.  Por cierto, que al año de divorciarme de la tía Julia, volví a tropezar en la misma piedra y me casé con mi prima Patricia Llosa Urquidi, que, además, era sobrina materna de la tía Julia. De eso, y de mi idilio –por llamarlo de alguna manera– con Isabel Preysler, si me lo permiten, guardaré un oportuno y caballeroso silencio.   

 

   Dejando a un lado las veleidades del corazón, podría decirse que empecé a tomarme en serio esto de la literatura cuando publiqué los relatos El abueloLos jefes y El desafío. Con este último gané, en 1957, un concurso de cuentos organizado por la La Revue Française. El premio consistía en una estancia de un mes en París, adonde llegué en enero siguiente. Disfruté mucho, pero me supo a poco. A la vuelta, me gradué de bachiller con una tesis sobre Rubén Darío, y como fui considerado el alumno más distinguido de mi promoción, me concedieron una beca de postgrado en la Universidad Complutense de Madrid. Antes de partir hacia España, me embarqué en un viaje por la Amazonía peruana, enriquecedor tanto en lo personal como en lo profesional, puesto que me nutrió de inagotables recursos para varias de mis novelas posteriores, como La casa verdePantaleón y las visitadoras o El hablador.


   En 1960 me mudé a París en la creencia de que allí conseguiría otra beca, pero tal cosa no sucedió. A pesar de las dificultades económicas, Julia y yo decidimos permanecer en la capital francesa, ciudad fascinante en la que terminé de escribir La ciudad y los perros, publicada en 1962. Tuvo un éxito formidable. Seis años después, en 1966, publiqué mi segunda novela, La casa verde, recibida por la crítica con gran entusiasmo y que me confirmó como una de las figuras más relevantes de la narrativa latinoamericana. Aquel año, además, conocí a Carmen Balcells, cuyas dotes como agente literaria jamás podré ponderar lo suficiente. Carmen me animó a que me dedicara, en exclusiva, al muy noble y muy tortuoso arte de escribir. Y así lo hice. Parte de mi éxito, sin duda, se lo debo a ella. Tanto es así, que llegué a formar parte del llamado 'boom latinoamericano'. Ver mi nombre entre esa nómina de genios de la palabra, junto a García MárquezCortázar Carlos Fuentes, suponía todo un halago. De todos ellos, Gabo era con quien mantuve una relación más estrecha. Mi admiración hacia él era total y absoluta. De hecho, en 1971, me doctoré en Filosofía y Letras, por la Complutense de Madrid, con una tesis titulada García Márquez: lengua y estructura de su obra narrativa, que sería publicada bajo el título más pomposo de García Márquez: historia de un deicidio

   ¿Qué pasó con Gabo? ¿Qué nos llevó de la amistad más íntima al
distanciamiento más radical? Se ha escrito tanto sobre aquel puñetazo, el 12 de febrero de 1976, en un cine de México al que ambos acudimos para ver el estreno de un documental del que yo era el guionista... El público, siempre ávido de chismorreos, ha querido encontrar una sola razón, una explicación sencilla a aquel drama inesperado. Permítanme decir que aquel episodio representó la culminación de una fractura que venía gestándose en un plano más íntimo, en el territorio sagrado e inviolable de la lealtad personal. Gabo y yo sellamos un pacto de silencio sobre los detalles, y ese pacto, a diferencia de nuestra amistad, fue honrado por ambas partes. Sin embargo, sería un error reducir el final de nuestra amistad a aquel arrebato. Siendo sinceros, hacia 1976, Gabo y yo ya habitábamos planetas ideológicos distintos. Mientras él insistía en la defensa de la utopía cubana, yo ya había visto el esqueleto del totalitarismo detrás del paraíso caribeño. Aquel incidente silenció al amigo, pero jamás pudo negar mi admiración por el deicida, por el arquitecto de Macondo.

 

   Cuestiones personales aparte, mi obsesión seguía siendo la literatura. Mi estilo evolucionó hasta conjugar dos conceptos fundamentales: realidad y trasposición literaria, desembocando en aquello que llamé 'la verdad de las mentiras'. Descubrí que la ficción es el camino más honesto para llegar al fondo de las cosas. Y en esa búsqueda me fijé en dos de mis referentes. Gustave Flaubert me inculcó que la literatura implica una vocación absoluta, un sacrificio de precisión y de estructura. De William Faulkner aprendí la osadía formal, los saltos temporales, los puntos de vista que se entrecruzan, esa polifonía que transforma la novela en un organismo vivo. No siempre pude trasladar sus hallazgos a mi escritura, pero me guiaron en mi empeño por construir la novela total: una obra capaz de abarcar la vida entera. 

 

  Además de mi faceta como novelista -sobre la que no me extenderé, dando por supuesto que usted, querido lector, la conoce de sobra-, desde muy joven cultivé el periodismo, oficio que definí como una especie de literatura de urgencia y apresurada que me enseñó a escribir con claridad, a organizar la información y a captar la atención del lector desde el primer párrafo. No es incompatible el buen periodismo con la buena literatura. Por medio de mis columnas intervenía en el debate público, a veces con furia, otras con escepticismo. Quizás forcé demasiado las cosas. Tanto, que sentí como un deber la necesidad de implicarme más a fondo en los asuntos de mi país. Ese impulso, para mi desgracia, me llevó a cometer otro de mis grandes errores. En 1990 me presenté como candidato a la presidencia del Perú por el partido Movimiento Libertad. Perdí aquellas elecciones, en la segunda vuelta, ante Alberto Fujimori. Se me hizo patente, por si acaso alberga alguna duda, que yo era, ante todo, un novelista y no un político.

 

   Muchos de mis enemigos, tanto políticos como literarios, me han motejado de vanidoso. Y en eso, he de darles la razón. Diré, en mi descargo, que esa flaqueza afecta a todos aquellos autores atribulados por el hecho de que el éxito o el fracaso de su obra dependa de un factor tan sutil, tan abstracto, tan volátil como el capricho del público. Muchos de mis libros, y mi trayectoria, en general, han recibido la recompensa de los premios. Y esa feliz circunstancia, ajena por completo a la voluntad del galardonado, suele levantar envidias. Pero un día, casi por sorpresa, los académicos noruegos tuvieron a bien darme una de las mayores alegrías de mi vida. El 7 de octubre de 2010 me concedieron el premio Nobel de literatura. Acepté ese honor, no como una coronación, sino como una responsabilidad, porque reconozco que yo también dudé del Nobel. Cuando me lo dieron, decidí tomármelo en serio. Sin perder de vista que, al menos en mi caso, y en contra de lo que se haya propalado en diversos mentideros, siempre escribí para deleite de mis lectores. Ése es el verdadero premio, el de la aceptación del público, y en eso siempre les estaré eternamente agradecido. 

 

   Así que, querido lector, entre fragmentos y piruetas varias, esta ha sido mi ejecutoria. Una vida dedicada a la literatura, a explorar las complejidades de la realidad humana, a tantear las fronteras formales de la novela y a defender con pasión mis principios políticos. No sé si logré comprender el mundo, pero, al menos, intenté contarlo. Y en esa tentativa, la literatura ha sido siempre mi refugio y mi aliada. Como decía Sartre, la literatura importa y puede cambiar vidas. Si alguna vez sienten curiosidad por saber quién fui, no pregunten a mis fantasmas ni a mis detractores: busquen en mis libros. Allí, entre líneas, sigo respirando.

 

martes, 1 de julio de 2025

Carta abierta al señor presidente del gobierno.

 


 

   Querido presidente del gobierno. Querido don Pedro Sánchez Pérez-Castejón… Como diría mi admirado Jaime Bayly, ¿qué tal, cómo le va? ¿Está usted bien? ¿Ha comido ya? ¿Se ha tomado la medicación? Porque no quisiera yo que le dé un tabardillo en el supuesto de que alguien de su entorno tuviera a bien pasarle el enlace de este post y, con ello, provocarle algún tipo de indisposición. Nada más lejos de mi intención. Por eso le pregunto y le prevengo. Doy por hecho que es usted un hombretón como Dios manda. Faltaría más. No todo el mundo se atreve a llevarle la contraria a Donald Trump en una cumbre de la OTAN

 

   Le escribo estas líneas desde la atalaya del tiempo, desde donde la Historia examina los desvaríos de los hombres que, como usted, pretenden gobernarla incurriendo en los mismos errores que otros cometieron en el pasado. Desde este observatorio contemplo la España de hoy y, créame, señor presidente, que me tiene usted anonadado. A mí y al resto de honrados ciudadanos que no lleven en la cartera el carnet del partido socialista. Pocas veces he sido consciente, como ahora, que el mal de España, desde que usted la preside, no es una fiebre pasajera, sino una metástasis que avanza desbocada sobre los mismos huesos del Estado.



   Usted, señor Sánchez, hombre de planta gallarda y de sonrisa malévola -Pedro el guapo, le llaman algunos-, usted me recuerda a esos políticos que confunden la verborrea con la verdad y la osadía con la virtud. Usurpó usted el gobierno presentándose como el adalid de una nueva era, el salvador de las esencias de un país que languidecía por obra y gracia de la indolencia de Mariano Rajoy y de sus ministrillos. Pero sus métodos, señor Sánchez, han terminado por delatarle. Tanto es así, que se mantiene usted en el poder, no por la aclamación de un pueblo unido en un mismo ideal, sino por la confluencia de una serie de intereses contrarios a la propia naturaleza de la nación que tiene usted la desgracia de presidir. Su triunfo, sin lugar a dudas, es el triunfo de la aritmética sobre la ética. Porque su obsesión consiste en el ejercicio del poder como fin en sí mismo, despojado de todo propósito que no sea la mera supervivencia en el cargo. Mantenerse en el gobierno a toda costa con tal de que no nos gobierne la derecha… Esto, señor Sánchez, dicho por usted mismo hace pocos días, ejemplifica muy a las claras que está usted como una auténtica regadera. Dicho sea sin acritud, por supuesto, como diría su admirado Felipe González, al que, por cierto, tiene usted bastante descontento. Es usted el principal culpable de expandir el bulo de la llamada ‘superioridad moral de la izquierda’. Es decir, señor presidente, que es usted un trilero de la peor calaña, un adanista dispuesto a inmolarse por un pueblo analfabeto y desvalido que, según su sectario criterio, no merece ser gobernado por la derecha. Y, con esa justificación tan pueril, pues se dedican, usted y su cuadrilla, a desmantelar el Estado de Derecho. 




Permítame, señor Sánchez, que le detalle los motivos de mi profunda desazón, que le desgrane los agravios que hoy me mueven a ponerme delante del micrófono. Y para ello voy a recurrir a la memoria, para que nos traslade a la primavera del año 2018, cuando su régimen vio la luz. Recuerdo muy bien el eco de sus palabras resonando en el hemiciclo. Se erigió usted en paladín de la decencia, en el justiciero que iba a aventar los establos de la política. Se valió de un caso de corrupción que afectaba al Partido Popular -la trama Gürtel- para presentar una moción de censura no sólo como un saludable y necesario relevo en el poder, sino, sobre todo, como una cruzada moral contra la derecha corrupta. Prometió un gobierno impoluto, un Ejecutivo de manos limpias y paredes de cristal que vendría a restaurar la confianza perdida de los ciudadanos en las instituciones. Habló usted de «regeneración», de «ejemplaridad», de poner fin a las «corruptelas» y al «uso partidista del Estado». ¡Señor Sánchez, qué nobles palabras si no fuera porque son una sarta de mentiras premeditadas! Muchos españoles –pobres incautos– creyeron entrever en aquel discurso la promesa de una España más limpia, más justa y más digna. La realidad, sin embargo, se ha encargado de desmentirle, como siempre que hace usted gala de la impostura para ponerse grandilocuente. Porque, señor Sánchez, dejemos una cosa clara desde el principio: es usted un charlatán.


   Aterrizó usted en el palacio de la Moncloa al amparo del cadalso moral levantado sobre su predecesor. Y es, precisamente, desde el recuerdo de aquel solemne juramento de pureza democrática desde donde la realidad de su mandato se contempla hoy con mayor repugnancia. Porque aquel que se vistió con la túnica de regenerador, una vez dueño del poder, no tardó ni un instante en mostrar la piel del inquisidor. Aquel que clamó contra el uso espurio de las instituciones se ha convertido en su más metódico colonizador. Aquel que hizo de la corrupción ajena su trampolín, ahora se ve asediado por las sombras de la propia, que se proyectan desde su mismo entorno ministerial y familiar. Señor Sánchez, la distancia entre lo que usted prometió ser y lo que ha demostrado ser implica un abismo tan profundo que sobre él se han despeñado las esperanzas de toda una generación que creyó en su palabra. En mi caso, como ya me coge un poquito más mayor, su actitud no me pilla por sorpresa, lo cual no es óbice para que lo critique con mayor severidad.

 


El primer y más funesto de sus baldones, el que resonará en los anales de la infamia, es haber convertido a la Ley en una vil mercancía. Me estoy refiriendo, por supuesto, entre otros muchos casos, pero muy señaladamente, a la ley de Amnistía, orquestada sobre un pacto vergonzante con aquellos que llevan años declarando la guerra a la Constitución y a la unidad de España. ¿Qué clase de presidente es aquel que, para mantenerse al frente del consejo de ministros, perdona el delito a quien promete volver a cometerlo? Porque esto no es un acto de concordia, como nos quieren hacer creer sus acólitos. Ni mucho menos. Esto es una rendición en toda regla. O, para que le quede más claro, señor Sánchez: esto es un acto de traición, puesto que supone la abdicación del Estado ante el chantaje soberanista, digan lo que digan usted y su camarilla de aduladores. Por favor, no nos trate a todos los españoles como si fuéramos afiliados o votantes del PSOE. No, señor presidente, mire usted: yo por ahí no paso. No todos somos tan imbéciles.


   Usted ha confeccionado un traje a medida de los golpistas catalanes, derogando el delito de sedición y cercenando la malversación as sabiendas de que necesitaba esos siete miserables votos en el Congreso de los Diputados para seguir adelante con la legislatura. Con ello, no solo ha humillado al Poder Legislativo y al Judicial, tratándolos como meros subalternos de sus intereses partidistas, sino que ha proclamado ante el mundo entero que, en la España que usted gobierna, la igualdad ante la ley es una quimera reservada a unos pocos que están en disposición de doblegar al Estado para obtener algún tipo de rédito político. Es usted un mercachifle, señor presidente. Tiene usted el dudoso mérito de haber sentado un precedente pavoroso: el de que la Ley no es el ancla de la nación, sino una veleta que gira al son del viento que más convenga a su permanencia en el palacio de la Moncloa. 


   Señor Sánchez, un gobernante que no respeta la ley, difícilmente respetará las instituciones que de ella emanan. Y, en su caso, así ha sido. Hemos asistido a un asalto metódico a los contrapesos del Estado. Nombró usted Fiscal General a su propia Ministra de Justicia, en un acto que dinamitaba cualquier apariencia de separación de poderes, principio básico de toda democracia que, en nuestro país, casi nunca ha gozado de buena salud, pero al que usted ha terminado por dar la puntilla. Además, ha colocado en el Tribunal Constitucional a un exministro y a una ex alto cargo de su gabinete, convirtiendo el recinto sagrado del garante de nuestra Carta Magna en una suerte de sucursal de sus intereses políticos, con un Conde Pumpido solícito hasta la humillación. 



   Las instituciones, señor Sánchez, representan para un país democrático lo que el esqueleto para el cuerpo humano. Son lo que nos sostiene, lo que nos da forma y permanencia. Politizarlas es introducir en ellas la carcoma de la desconfianza. Cuando el ciudadano intuye que el Fiscal General no persigue el delito, sino que obedece al Gobierno; que el juez no interpreta la Ley, sino que la acomoda a su gusto, el pacto social se quiebra, que es por lo que usted lleva luchando denodadamente desde que llegó al poder: dividir a la sociedad entre buenos y malos, entendiendo por buenos a quienes le votan a usted o a cualquiera de los partidos que conforman esa nauseabunda coalición gubernamental. Porque, si no, señor presidente, ¿qué sentido tiene regodearse en ese engendro de la memoria histórica? Pues, muy sencillo: porque usted, sin Franco, no es nadie. Ese es su único programa de gobierno: enfrentarse a un dictador que lleva ya medio siglo muerto. ¿Hay algo más patético, señor presidente? 


   Antaño, las crónicas de palacio hablaban de las intrigas cortesanas, de la influencia de las reinas consortes y de los favores dispensados ​​a los parientes del monarca. Parecía aquello un vicio exclusivo de la Monarquía Absoluta. Sin embargo, bajo su mandato, hemos visto resurgir las viejas prácticas del nepotismo y del tráfico de influencias. La figura de su esposa, doña Begoña Gómez, nada tiene que ver con lo que, se supone, debería ser la discreta compañera de un primer ministro. Muy al contrario, su señora esposa ha resultado ser una inquieta mujer de negocios cuyas cartas de recomendación parecen tener el mágico efecto de abrir las arcas del Estado a las empresas que ella apadrina. El rescate de una aerolínea y la adjudicación de contratos públicos a patrocinadores de su cátedra son episodios que, en cualquier país de nuestro entorno con una salud democrática medianamente robusta, habrían conllevado el fin de una carrera política. Y, sin embargo, usted, con esa caradura que le caracteriza, lo despacha como una campaña de fango mediático de la fachosfera. Me temo, señor Sánchez, que vive usted en un delirio permanente, porque mientras su esposa recomienda, su hermano, David Sánchez -conocido en círculos artísticos como David Azagra- obtiene un puesto de alta dirección en la Diputación de Badajoz para, luego, ejercer ese puesto desde la comodidad de su retiro portugués, con las consiguientes ventajas fiscales. Ya quisiera yo, para mí y para los míos, todas esas facilidades. ¡Admirable cuadro de familia!, señor Sánchez. Así me gusta, que a su clan no le falte de nada. Pero claro, señoría, eso no es propio de un socialdemócrata como usted. Eso, lo que es, es el regreso del caciquismo, que no es otra cosa que clientelismo al servicio de unas siglas.




 Si hay un momento que mide la verdadera talla de un gobernante, es en la hora de la calamidad. Y España, durante su ya extenso mandato, ha conocido dos tragedias mayúsculas. En ambas, su gobierno ha ofrecido un espectáculo desolador. Durante la pandemia del coronavirus, su gestión se caracterizó por un verdadero caos de improvisación y de propaganda. Nos hablaron de un comité de expertos que luego se demostró inexistente. Se ocultó la cifra real de fallecidos para esconder la verdadera magnitud de la tragedia. En aquellos días de zozobra, antepusieron la política a la salud. Se sacaron de la manga dos estados de alarma que el Tribunal Constitucional declaró después inconstitucionales. Algo inaudito, de una tremenda gravedad, pero que, sin embargo, este pueblo anestesiado parece que ya no recuerda. Y mientras el país entero se encogía de dolor y de miedo, mientras los españoles morían en soledad, una trama de comisionistas sin alma, localizada en las entrañas de su propio partido y con conexiones en varios ministerios de su gobierno, hacía negocio con la muerte. El caso Koldo, señor Sánchez, no es una anécdota. Es la prueba de que, incluso, insisto, en la hora más terrible, hubo quien vio la oportunidad del latrocinio al amparo de la confianza que usted depositó en personajes tan miserables como el señor Ábalos.



   Y cuando creíamos haberlo visto todo en materia de desdén ante el sufrimiento humano, llegó la DANA. La naturaleza, ciega y brutal, desató su furia. El lodo se tragó vidas y haciendas. Y ante la desolación, ¿cuál fue la respuesta de su gobierno, señor presidente? Pues, primero la del silencio cómplice, y, después, la del cálculo político. “Si necesitan ayuda, que la pidan”. ¿Se acuerda usted, señor Sánchez, de esas palabras, o su memoria selectiva y sectaria ya las ha borrado de su intelecto? ¿Acaso no es usted el presidente de todos los españoles, o lo es sólo de aquéllos que le votan? Mientras el Rey, cumpliendo con su deber de ser el primer español en el consuelo, pisaba el barro en cuanto le fue permitido, usted demoró su visita, midiendo los tiempos. Y cuando finalmente acudió a la zona, lo hizo tarde y mal, entre el clamor de un pueblo que imploraba la presencia solidaria y eficaz del Estado. Y por si eso no fuera suficiente, se inventó usted, con la complicidad inestimable de los medios afines, una agresión ficticia en las calles de Paiporta, haciéndose la víctima ante un panorama tan espantoso. Porque usted, señor Sánchez, siempre va de víctima.



   Permítame ahora, señor presidente, que aborde el que acaso sea el más bochornoso de todos los espectáculos: el de una España gobernada desde el palacio de la Moncloa, pero dirigida en la sombra por quienes desean su desintegración y desprecian su misma existencia. Se ha convertido usted en una marioneta que manipulan a su antojo una serie de titiriteros insaciables y sin escrúpulos. Lo cual, dicho sea de paso, es fiel reflejo de su imagen. Ha conformado usted un gobierno y ha tejido una mayoría parlamentaria con la excusa del bien común de todos los españoles. Esa es su coartada. Pero eso, señor presidente, ya no cuela. Y no cuela porque usted se sienta en el Consejo de Ministros junto a los herederos del partido comunista, una ideología que, allí donde ha arraigado, ha traído la ruina económica, la supresión de las libertades y la tiranía del pensamiento único. Y no cuela, señor presidente, porque para sostener su frágil andamiaje de poder, usted se ha echado en brazos de los separatismos más virulentos. Porque usted ha convertido en árbitros de nuestro destino a aquellos cuyo único proyecto político es, precisamente, romper con España. ¿Puede usted dormir tranquilo, señor presidente?




   Resulta que las leyes que rigen la vida de un andaluz, de un castellano o de un extremeño ahora son aprobadas en función de las concesiones que exige un prófugo de la justicia instalado en Waterloo, o de las ambiciones de un partido que, aún a día de hoy, con una cobardía que hiela la sangre, se niega a llamar asesinato al tiro en la nuca. Ha entregado usted las llaves de la gobernabilidad a un partido como EH Bildu, el brazo político de la banda terrorista ETA, esos mismos que justificaban los asesinatos, que aplaudían la violencia y que extorsionaban a los empresarios. Esos, señor Sánchez, son ahora sus socios preferentes. Insisto, señor presidente: ¿puede usted dormir tranquilo? ¿Comprende usted el significado de esta herida moral? Cada vez que una ley sale adelante con el voto favorable de los herederos de ETA, eso supone una afrenta a la memoria de las más de ochocientas víctimas del terrorismo. Y esto, señor Sánchez, es una aberración moral que lo desacredita a usted como presidente y que debería enterrar a su partido para los restos. Ya sabe lo que dicen, señor presidente: el que con terroristas se reúne… Pues eso. Dígale a su camarada Patxi López que termine la frase.



   Y qué decir de sus socios catalanes, señor Sánchez, protagonistas del mayor desafío a nuestra legalidad democrática desde el intento de golpe de Estado por parte del teniente coronel Tejero. Intentaron fracturar la soberanía nacional, pisotearon la Constitución y han sembrado la discordia social. Y usted, lejos de exigirles lealtad y rectificación, va y les premia con la amnistía. Esto, señor Sánchez, tiene un nombre. Y ese nombre es el de traición. No sé cómo lo llamarán los historiadores del futuro, quizás con algún eufemismo menos incómodo, pero la realidad es la que es, muy a su pesar de sus desvaríos presidencialistas. 


  

  Señor presidente, cuando un gobierno siente que el suelo se resquebraja bajo sus pies y su primer instinto no es corregir el rumbo, sino cargarse a quien señala las grietas, mal vamos. En su afán por enrocarse, su gobierno ha cruzado una línea que nadie, hasta ahora, se había atrevido a cruzar: la de intentar desacreditar a la Guardia Civil, el último de los baluartes -junto con algunos jueces- del orden y la decencia que le quedan a este país. Me estoy refiriendo, como usted muy bien sabe, a la campaña de insidias desatada contra la Unidad Central Operativa (la UCO), la división, dentro de la policía judicial, que tiene por sagrada misión investigar los más graves delitos. Cuando el trabajo de meses de investigación apuntaba a una trama de corrupción liderada por la banda del Peugeot (es decir, por Santos Cerdán, por Ábalos y por Koldo), en lugar de la debida colaboración, lo que recibió la UCO fue el azote de la calumnia, mediante la filtración, a través de la prensa adicta al movimiento, de un bulo infame según el cual la UCO planeaba atentar contra usted por medio de una bomba lapa. Señor presidente, que no se le olvide a usted que, en este país, los que utilizaban esos métodos son ahora sus socios de gobierno. No confunda usted los términos. ¿Se da usted cuenta de la monstruosidad que supone insinuar -¡siquiera sea insinuar!- lo que usted afirma con total irresponsabilidad? Pues claro que se da perfecta cuenta. Como que tan solo un enfermo mental, como creo que es el caso, puede atreverse a acusar a los guardianes más leales del Estado de ser una banda de magnicidas. Señor Sánchez, esto no es una conspiración política. Esto es, simple y llanamente, la acción de la Justicia tratando de desenmascarar a unos delincuentes que se han hecho pasar por honrados gobernantes. Eso que usted ha hecho con la UCO supone una bajeza moral sin precedentes, lo cual me lleva a decir, sin ningún tipo de cortapisa, que es usted un auténtico peligro para nuestra democracia, al inventarse trapacerías de tal magnitud con tal de seguir en el poder. El ‘síndrome de la Moncloa’, señor Sánchez, está causando estragos en su persona. Háganos un favor a casi todos: convoque elecciones y reserve habitación en el pabellón psiquiátrico que le pille más cerca de casa. Aproveche ese tiempo para recomponer su maltrecha cabeza, porque creo que la UCO no tardará en llamar a su puerta para pedirle explicaciones.




   Si algo ha caracterizado su mandato, señor presidente, ha sido una querencia por el golpe de efecto, por la teatralidad, por convertir la política en puro espectáculo, algo que doy por hecho aprendería usted de Pablo Iglesias y de su mujer. Pero nada supera el sainete de aquellos cinco días de abril de este mismo año, en los que Su Sanchidad se retiró del mundo para, según nos dijo, meditar sobre su futuro. Insuperable, señor Sánchez. Me descubro ante usted. Me rindo ante su perversidad. En eso es usted el puto amo, como diría su bufón Óscar Puente. Y para justificar tan insólito paréntesis en la gobernanza del país, nos legó una ‘carta a la ciudadanía’ que dejaba para la posteridad una frase apoteósica: la de un hombre «profundamente enamorado» de su esposa. ¡Conmovedor!, señor Sánchez. Verdaderamente conmovedor. Pero, señor presidente, dicho con el mayor de los respetos: a mí qué leches me importa que usted esté enamorado de su mujer, cuando aquí de lo que se trata es de rendir cuentas ante los tribunales por las evidencias delictivas que apuntan a su entorno familiar. No confunda usted churras con merinas. Aquello, más que un acto de reflexión sincera, fue un acto de, digamos, populismo sentimental, un intento de mutilar el debate sobre el tráfico de influencias y el conflicto de intereses apelando a emociones primarias. Ha desplegado usted una estrategia de victimismo que busca la adhesión inquebrantable y que considera cualquier crítica como parte de una campaña de acoso y derribo. Ha convertido usted la presidencia del gobierno en un diván, y a los españoles, en los confidentes de su drama personal. Y nosotros, querido presidente, no estamos aquí para aguantar sus majaderías. El psicólogo se lo paga usted de su bolsillo.



   La Historia, señor presidente, posee un sentido de la ironía tan cruel como perfecto. Y una de esas sangrantes ironías ilumina el origen mismo de su gabinete. Hagamos memoria de nuevo. En aquella moción de censura de 2018 que lo catapultó a usted al primer plano, el papel de censor implacable que detalló los pecados de corrupción del gobierno de Mariano Rajoy recayó en su entonces secretario de organización y hombre de su máxima confianza, el señor José Luis Ábalos. Y hete aquí que el tiempo nos devuelve ahora la imagen de ese mismo señor Ábalos envuelto en una de las tramas de corrupción más sórdidas que se recuerdan: la de las mascarillas, las comisiones, los lujos y los excesos pagados con el dinero del erario público… Dejando a un lado, claro está, las veleidades sexuales del señor exministro, sobre las que no deseo profundizar, aunque podría hacerlo, puesto que, presuntamente, se financiaron con el dinero de todos. Pero en fin, corramos un tupido velo. El caso es que, quien se rasgaba las vestiduras por la corrupción del Partido Popular es ahora la pieza central de un escándalo que salpica a ministerios, a gobiernos autonómicos y a la médula misma de su partido. No me diga, señor presidente, que esto no es una especie de justicia poética.


   

   Voy terminando, señor Sánchez. Veo en su figura la culminación de un proceso de degradación de la vida pública que viene de lejos, justo es reconocerlo. Y no me estoy refiriendo al impresentable del señor Zapatero. No. Me refiero a la etapa del bipartidismo PSOE-PP, etapa durante la que se alimentó, sin ningún tipo de escrúpulo, que las minorías nacionalistas tuvieran un papel relevante en el conjunto de la gobernabilidad del país. No es razonable que fuerzas minoritarias vascas y catalanas, que apenas alcanzaron el millón y medio de votos en las últimas elecciones generales, mantengan cautivo a todo un país. 




   Señor presidente, cuesta seguir la pista de todas sus fechorías. Requiere de una energía y de una dedicación que agotaría hasta al más avezado de los investigadores. Cada día amanecemos con un escándalo nuevo que tapa al del día anterior. ¿De verdad quiere usted hacernos creer que era ajeno a toda la porquería que rodea a su partido y a su gobierno? ¿Que no sabía nada, que no tenía conocimiento de las correrías de los Ábalos, Cerdán, Aldama, Koldo, Leire Díaz, y así hasta un largo etcétera de afines y de colaboradores? ¿No olía usted a podrido, señor Sánchez? ¿O es que ya venía usted impregnado de ese aroma desde su intento de pucherazo en Ferraz? ¿Se acuerda, verdad? Nosotros también nos acordamos, señor presidente. En fin, que no le molesto más. Quedo a su entera disposición para lo que desee. Eso sí, espero y deseo también que toda esta retahíla de agravios no quede impune y termine usted donde merece. Confiemos en que a la UCO le dejen hacer su trabajo, como lo ha hecho con Santos Cerdán. Así que, sin otro particular, reciba usted un cordial saludo de parte de otro hombre profundamente enamorado, que en eso, señor presidente, no tiene usted la patente.