miércoles, 22 de octubre de 2025

De la caja tonta al anaquel.

 

  El otro día me desperté de madrugada, sobresaltado. Es algo que, por desgracia, me sucede a menudo. Quien sufra de insomnio y de amnea del sueño, sabe de lo que hablo. Después de un momento de aturdimiento, encendí la lámpara de la mesilla y comprobé que eran las seis y cuarto de la madrugada. Eso significaba que había dormido unas cinco horas: suficientes para lo que estoy acostumbrado. Faltaba todavía media hora para que sonara la alarma, y como sabía que ya no iba a poder conciliar el sueño, me puse a trastear con el móvil. No me acordaba de que la noche anterior se fallaba el premio Planeta, así que cuál no sería mi sorpresa cuando, al consultar las noticias, me enteré de que el agraciado había sido un señor que colabora en El Hormiguero de Pablo Motos y que lleva a gala, y no es para menos, ser el marido de la muy estupenda y muy bella Nuria Roca. Me estoy refiriendo, por supuesto, a un tal Juan del Val.



   Según dicen Satur, compañera de trabajo en Jerez de los Caballeros, y Lupe, antigua compañera de mi periplo emeritense, Juan del Val es un tío aparente, con planta, guapetón, con ese aire desaliñado que llama tanto la atención del sexo opuesto. Pues eso, que el amigo Juan del Val ha sido el digno sucesor de Sonsoles Ónega en el cuadro de honor de un entorchado que, año tras año, pierde prestigio a borbotones. El día menos pensado, el Planeta se lo acabarán dando a cualquier youtuber de éxito, por eso creo que Jordi Wild está cada día más cerca de conseguirlo. El caso es que a Juan del Val le acaban de regalar un millón de euros por Vera, una historia de amor; obra presentada bajo el pseudónimo de Elvira Torres y que cuenta la historia de una mujer que rompe con su vida acomodada para dejarse llevar por la pasión con un joven de origen humilde. Como veis, todo muy original. Por lo visto, esta es la quinta novela de Juan del Val. No sé vosotros, pero yo desconocía por completo su trayectoria literaria, y eso que en el año 2019 dio la campanada con Candela, galardonada también con el premio Primavera de Novela y por la que se embolsó 100.000 euros. Es decir, que este escritor, al parecer, es una máquina de recolectar premios y de hacer dinero.



   Que nadie me malinterprete. No tengo nada personal contra Juan del Val, a quien, por supuesto, ni conozco ni tengo la intención de leer. Vaya eso por delante. Ni siquiera lo sigo en el Hormiguero. No por él, todo hay que decirlo, sino porque no soporto a Pablo Motos, y eso que el otro día escuché al de Requena en una entrevista en el podcast de los chicos de Tengo un Plan, y reconozco que Pablo Motos es un tío hecho a sí mismo y que se sabe expresar y comunicar bastante bien. Y eso a mí me merece todo el respeto del mundo. Pero, insisto, no me gusta su forma de presentar. Llevándolo al terreno futbolístico, algo parecido me pasa con el Cholo Simeone, que cuando lo escucho hablar sosegado y sereno en las pocas entrevistas que concede, trato de convencerme de que es un tío cabal que merece la pena; pero después, cuando veo sus aspavientos en el banquillo, me desengaño y me digo a mí mismo que tiene bien ganada esa fama de marrullero. Pero volviendo a Juan del Val, seguramente que este hombre también sea un buen profesional en lo suyo, aunque desconozco a qué se dedica. Lo admiro, no por su pluma, sino por ser el consorte de Nuria Roca, aquella jovencita que irrumpió en nuestros corazones como presentadora del Waku Waku y que, a partir de ahí, gracias a la bendición todopoderosa de Chicho Ibáñez Serrador, se hizo un hueco en esa fábrica de usar y tirar que es la televisión. Y hasta hoy. Y eso, se mire por donde se mire, tiene mucho mérito. Como mérito tiene que Juan del Val, cobijado durante tantos años bajo la alargada sombra de la madre de sus hijos, haya salido por fin del ostracismo en modo de escritor laureado. Otra cosa es el prestigio. Para eso, a Juan del Val le queda todavía mucho camino por recorrer. Tiene en su contra que ya va con las alforjas llenas. Es innegable que le va a faltar ambición, la que da tener en la cuenta corriente cuatro misérrimos euros que no alcanzan ni para llegar a fin de mes. En ese sentido, el Planeta le ha hecho un flaco favor. 


   Pero, claro está, de esto Juan del Val no tiene la culpa. Aquí el único responsable es un jurado que ha considerado que la suya es la mejor, de entre las 10 novelas que llegaron a la fase final, del total de los 1.320 originales que se presentaron al certamen. Y, sí, seguramente a las manos del jurado haya ido a parar todo tipo de morralla infumable. Pero me extraña a mí que Juan Eslava Galán, que es uno de sus integrantes más selectos, haya votado a favor de una obra que, por lo que se va filtrando en redes sociales, parece sacada del caletre de un bachiller en ciernes más que de un aprendiz de Oscar Wilde. Me niego a pensar que Juan Eslava haya secundado la decisión de sus colegas. Las que seguro que tampoco lo han hecho han sido Carmen Posadas, que fue la encargada de desvelar el título de la obra triunfadora, y la periodista Esther Vaquero, que fue incapaz de reprimir su cara de circunstancias cuando de los labios de la señora Posadas brotó el consabido nombre del ganador.



   El Planeta no es un premio. El premio Planeta es un negocio. Lícito, por su puesto que sí, pero negocio al fin y al cabo. Lo que me fastidia de toda esta parafernalia es que traten de engañarnos. Esto va de vendernos un producto con un envoltorio bonito y llamativo a partes iguales. Porque el premio Planeta es la forma que tiene un gigante editorial de meternos por los ojos el bestseller de las próximas navidades. Y para que esa inversión resulte rentable, el caballo ganador no puede ser cualquier mindundi que le roba horas al sueño y que, en plena vigilia, se deja la salud peleando con cada adjetivo, con cada puñetera coma. Ni tampoco puede serlo ese autor que lleva veinte años construyendo una obra coherente y en silencio. No. Esos no venden lo suficiente. A esos los dejan para las reseñas de los suplementos culturales. Para el negocio de verdad, para que la barricada de libros llame la atención de los clientes de cualquier centro comercial, se necesita un rostro famoso. Y ahí es donde entra nuestro hombre. Un tipo que sale por la tele y al que ven millones de espectadores cada vez que acude a Antena 3 Televisión a echarse unas risas con Pablo Motos y sus hormigas. Con lo cual, eso que se ahorra la editorial en marketing.


   La buena gente que ve la tele pero que rara vez pisa una librería o una biblioteca estará dispuesta a gastarse veinte euritos… no en el libro de Juan del Val, sino en el libro que ha escrito el que sale en El Hormiguero. Es decir, que no compran una novela, sino un producto asociado a un rostro agraciado y familiar. Es lo mismo que quien compra la colonia de Antonio Banderas o las patatas fritas de Belén Esteban. Estamos hablando de un acto de consumo, no de cultura. Pero lo peor, con ser esto grave, no es eso. Lo peor es que veremos a críticos literarios y a paniaguados varios alabar la frescura de la novela, su ritmo trepidante y su conexión con el gran público. Aunque, bueno, esto último ya lo ha dicho el propio Juan del Val, que, quizás espoleado por un sentimiento de culpabilidad, ha reconocido que "hay que escribir para la gente corriente y no para una supuesta élite intelectual". Habrá que decirle a Juan del Val que hay gente que tenemos un paladar exquisito y que no estamos dispuestos a llevarnos a la boca cualquier mendrugo de pan.



  Así que, a ver cómo rebates a esa legión de desconfiados que sospechamos que al bueno de Juan del Val le han concedido el premio, no por la calidad de su prosa, sino por la feliz coincidencia de que el Grupo Planeta es el accionista mayoritario de la Corporación Atresmedia, de la que forma parte Antena 3 Televisión, que es, a su vez, la cadena en la que, precisamente, se emite El Hormiguero, programa en el que Juan del Val es colaborador. Demasiadas casualidades como para no pensar que aquí ha habido gato encerrado. Aunque esto no supone ninguna novedad, esta vez ha sido muy descarado. Es como cuando reconocen con un premio Ondas a un periodista del Grupo Prisa, conglomerado mediático propietario de la cadena SER y de los diarios AS y El País. Siempre nos quedará la duda de si el premio se lo han dado por su valía profesional o por fastidiar a la competencia.


   Pero, en fin, maledicencias aparte, espero que Juan del Val disfrute del cheque –a pesar de la mordida de Hacienda–, de las entrevistas y de la gira que la editorial le ha montado por toda España para firmar ejemplares. Yo, por mi parte, acudiré a mi librería de confianza para comprar el segundo volumen de las memorias de Pedro J. Ramírez. Del Val puede esperar. Estoy seguro de que sabrá perdonarme. Es más, aún a riesgo de ganarme su enemistad, seguramente compre el libro de la finalista, la gallega Ángela Banzas. ¿Podría darle una oportunidad al bueno de Juan? Sí, podría..., pero no va a ser el caso. Así de injusta es la vida; como injusto ha sido su premio. Porque, una de dos: o estamos ante el mayor descubrimiento literario de la década o, por el contrario y como de costumbre, nos han vuelto a dar gato por liebre.


sábado, 4 de octubre de 2025

Crónica de una demolición total.

El otro día leía en El Periódico Extremadura una noticia según la cual el Tribunal Constitucional rechazaba, por unanimidad, el recurso de amparo interpuesto por la Junta de Extremadura contra el derribo total de Isla de Valdecañas, poniendo fin así, si la justicia europea no lo remedia, a un culebrón que dura ya cerca de 20 años. Como sabéis, el complejo turístico, de salud, paisajístico y de servicios Marina isla de Valdecañas —que así se llama— está situado en la cuenca del río Tajo, en la comarca de Navalmoral de La Mata, entre los municipios de El Gordo y de Berrocalejo. En ese proyecto se contemplaba la construcción de dos hoteles, de 565 viviendas, de un campo de golf, de instalaciones deportivas variadas y de una base náutica, entre otros elementos. Admitiendo que este es un tema bastante farragoso, complicado de digerir por aquellos que sean legos en la materia, aún así, voy a tratar de poner algo de luz entre tanta maraña legislativa, administrativa y jurisprudencial, lo cual ya os anticipo que no va a resultar nada fácil. No sé si lo conseguiré, pero por mi parte que no quede, a ver si soy capaz de explicarme en condiciones para que sepáis de qué va esta polémica que tanto ruido está levantando en los medios de comunicación y que va a dejar un reguero interminable de damnificados.


El embalse de Valdecañas es un espacio natural protegido, declarado en abril de 2003 Zona de Especial Protección para las Aves (lo que se conoce como zona ZEPA) y que, además, está incluido, desde julio del año 2006, en la Red Natura 2000 de la Unión Europea como Lugar de Importancia Comunitaria (LIC). Pues bien, a pesar de este reguero de declaraciones medioambientales, al Consejo de Gobierno de la Junta de Extremadura, presidido entonces por Juan Carlos Rodríguez Ibarra, no se le ocurrió otra cosa mejor que aprobar, mediante el Decreto 55/2007, de 17 de abril, el Proyecto de Interés Regional (PIR) Isla de Valdecañas, para lo cual tuvo que recalificar los terrenos de la isla de suelo no urbanizable protegido a suelo urbanizable. Y es a partir de este preciso momento cuando la situación se complica, y de qué manera.


   Las asociaciones ecologistas, como era de prever, no se quedaron de brazos cruzados. Adenex Ecologistas en Acción interpusieron sendos recursos contenciosos-administrativos impugnando ante el Tribunal Superior de Justicia de Extremadura (TSJEx) la declaración definitiva de Valdecañas como proyecto de interés regional. Y como ya sabemos que en este país la Justicia es ciega y coja, no sería hasta el 9 de marzo de 2011 cuando el TSJEx dictó dos sentencias, una por cada recurso interpuesto, en las que, efectivamente, declaraba la nulidad del Decreto 55/2007, obligando a la reposición de los terrenos de Valdecañas a su estado natural. Pero no sería hasta enero de 2014 cuando el Tribunal Supremo ratificó esas sentencias del TSJEx. La cosa pintaba mal. Pero, por lo visto, el gobierno autonómico tampoco estaba dispuesto a dar la batalla por perdida.   Si el TSJEx, como digo, el 9 de marzo del 2011, sentenció que el Decreto de marras era nulo, la Junta de Extremadura tomó buena nota de ello y, tan solo veinte días después, el 29 de marzo, la Asamblea de Extremadura aprobaba una modificación de la Ley del Suelo para acomodarla a los intereses de los promotores del complejo turístico. Y esto, queridos oyentes, es lo que en Derecho se llama fraude de ley. ¿Que los tribunales dicen que no se puede construir en un terreno determinado porque está protegido? Pues nada, modifico la ley a mi gusto para saltarme esa prohibición, y tan campante, oye. Sin embargo, esta maniobra torticera sería impugnada por el propio TSJEx, planteando una cuestión de inconstitucionalidad. Cuestión sobre la que el Tribunal Constitucional dictó sentencia en noviembre de 2019, declarando, como no podía ser de otra manera, inconstitucional y nula esa modificación a la carta de la Ley del Suelo.


   Y cuando parecía que todo estaba ya despejado para que la maquinaria pesada hiciera de las suyas, el TSJEx se descolgó, el 30 de junio de  2020, con un auto en el que reconocía la imposibilidad material parcial de ejecutar las sentencias que ordenaban la demolición total de Valdecañas, acordando que solo tenía que derruirse lo que estuviera en fase de estructura o no terminado. Pero este auto, a su vez, sería revocado en casación por el Tribunal Supremo dos años después, en febrero de 2022. Al TSJEx no le quedó más remedio que envainársela y dictar otro auto en el que, ahora sí, obligaba a la Junta de Extremadura a aprobar un plan de demolición en un plazo máximo de 8 meses. 


   Estimado lector, como decía al principio, soy consciente de que todo esto es un galimatías jurídico, pero os pido que tengáis un poquito más de paciencia, sólo un poquito más, porque estamos a punto de terminar con esta fase de triquiñuelas legales y de recursos por doquier… Y así, nos plantamos en junio de 2023, cuando el Tribunal Constitucional suspendió cautelarmente la ejecución de la sentencia del Supremo que ordenaba la demolición del complejo. ¿Y por qué se acordó esta suspensión cautelar? Pues, simplemente, y sin que ello supusiera prejuzgar el fondo del asunto, para estudiar el recurso de amparo presentado por la Junta de Extremadura un año antes y evitar que la posible demolición de las edificaciones construidas pudiera causar perjuicios de imposible o de muy difícil reparación en el supuesto de que el recurso prosperara. Y a ese clavo ardiendo se agarraron los promotores del proyecto y los propietarios de las viviendas, quienes, mal aconsejados por sus asesores, se lanzaron a festejar lo que, desde su punto de vista, suponía una victoria definitiva. Craso error, puesto que ilusión ha tardado dos años en desvanecerse. La semana pasada el Tribunal Constitucional ha rechazado, por unanimidad, el mencionado recurso, lo cual significa que hay que derribar todo lo construido en Valdecañas.   


¿Y ahora qué, os preguntaréis? Pues ahora supongo que los tribunales se llenarán de demandas exigiendo las correspondientes indemnizaciones por los daños y perjuicios ocasionados a terceros de buena fe. Es decir, que la batalla judicial continúa, puesto que doy por hecho que la Junta de Extremadura no va a reconocer, de oficio, su propia responsabilidad patrimonial. Aunque también es posible que los damnificados se planteen acudir a la justicia europea para tratar de evitar lo que, a todas luces, parece inevitable. Y de esta manera, mientras Europa se pronuncia, ahí seguirá isla de Valdecañas viviendo en la más absoluta de las incertidumbres. 


   ¿Qué conclusiones podemos extraer de todo esto? Básicamente, dos. La primera, que la Junta de Extremadura no debió aprobar el proyecto de interés regional, por las bravas y haciendo uso de una ingeniería legislativa que rayaba en el fraude de ley. Y la segunda, que por mucho que nos duela, la ley es dura, pero es la ley. Estas son las reglas del juego. Así que, un complejo que promocionaron apellidos ilustres de la jet set como Beltrán Gómez-Acebo (primo del rey Felipe VI) o Jaime López-Ibor Alcocer; que publicitaron a bombo y platillo famosillos de la época como el ex jugador de baloncesto Fran Murcia (casado con la actriz Lara Dibildos); y en el que adquirieron propiedades profesionales de éxito como José María Aznar júnior, el cantante venezolano Carlos Baute o el jugador del Atlético de Madrid Koke Resurrección; ese resort de lujo, como digo, está a punto de sufrir las consecuencias de la Justicia, dejando en la estacada a muchos propietarios y empresarios de la zona que vieron una oportunidad para invertir y que no podían imaginarse que aquello les iba a costar un calvario de disgustos. 

jueves, 28 de agosto de 2025

Jarilla, el infierno en mitad del paraíso.

 

  El zumbido del helicóptero se sentía desde unos minutos antes de que aterrizara en el puesto de mando de La Granja. A medida que el Super Puma perdía altura, los remolinos de viento y de ceniza envolvían con mayor intensidad al personal que aguardaba en tierra. Una vez que la aeronave aterrizó, se abrió el portón de embarque y de su interior emergió, nada menos, que el señor presidente del Gobierno, don Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Al parecer, el jefe de gabinete de su jefe de gabinete le había informado de que en Extremadura, en la comarca de Tierras de GranadillaJarilla, un pueblo de apenas 140 habitantes, corría peligro de ser devorado por las llamas de un incendio de grandes proporciones declarado una semana antes. A pesar de que el señor presidente no estaba muy por la labor de abandonar la placidez de sus vacaciones en La Mareta, alejado del mundanal ruido provocado por los escándalos de corrupción de su partido, tuvo que ser su mujer, Begoña Gómez, quien le insistiera en la necesidad imperiosa de presentarse en la zona cero para animar a las tropas. Que para eso, y no para otra cosa, era el líder de una nación libre. Así que, a regañadientes, Pedro Sánchez Pérez-Castejón se despidió por unas horas de las delicias de Lanzarote.

 

   Mientras sobrevolaba la sierra de Gredos y el valle del Ambroz, Pérez-Castejón se percartó de lo desconsiderado de su actitud para con su esposa, teniendo en cuenta que su carrera política se asienta sobre las bases del imperio económico levantado por su suegro. Unas bases, por cierto, bastante dudosas en lo tocante a la moral. Atribulado por esa comezón, al descender por las escalerillas, la primera impresión que desprendió el azote del fascismo patrio fue la de un hombre contrariado. Más delgado y más moreno de lo habitual, a pesar de las altas temperaturas, vestía camisa de manga larga, pantalón vaquero y zapatillas informales. A su lado, el ministro del Interior, Grande Marlaska, ofrecía un aspecto más saludable y más veraniego. La piel tiznada por las aguas del Atlántico no consiguieron disimular un rostro demacrado y una mirada famélica. Don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, que, para ser medio comunista, hace gala de unos apellidos de lo más burgueses, exhibía una sonrisa forzada, sabedor de que no era bien recibido. Por cierto, que con esos apellidos, Pablo Iglesias –el tipógrafo, no el otro– habría impedido su afiliación al PSOE. Largo Caballero, directamente, lo habría mandado fusilar. Ya saben, esos pequeños complejos de la izquierda... Pero, en fin, cuitas aparte, sigamos con el relato. 


  Después de intercambiar los saludos protocolarios con las autoridades locales y regionales, Su Sanchidad echó un vistazo al panorama desolador que le rodeaba, con ese rictus de preocupación que suelen ensayar nuestros gobernantes cuando toca foto con fondo de catástrofe. Observando el humo que todavía se retorcía sobre las lomas peladas de Jarilla, carraspeó para la alcachofa del telediario y, con la solemnidad propia de quien revela el misterio de la Santísima Trinidad, soltó la consabida homilía: la culpa, colegas, es del cambio climático. Así, sin pestañear. Con un par. María Guardiola y su séquito de consejeros y altos cargos se llevaron las manos a la cabeza al tiempo que escuchaban tamaña majadería. No sólo se trataba de que el señor presidente del gobierno no accediera a las peticiones de la Junta de Extremadura para que el Estado aportara más recursos humanos y materiales en la lucha contra incendios, es que, además, el fulano negaba la mayor. ¿Qué hacer cuando el presidente de tu país está poseído por un discurso ideológico que no se corresponde con la realidad? Supongo que resignarse, rezar y esperar a que, en las próximas elecciones, el pueblo lo ponga de patitas en la calle. Lo de verlo sentado en el banquillo de los acusados para responder de todas las fechorías que lleva cometiendo su gobierno desde el 2018, para eso, supongo, deberemos tener más paciencia todavía. La Justicia es lenta, pero implacable. Lo que sí está claro es que hay que tener muy pocos escrúpulos para, sobre la tierra quemada de Jarilla, descolgarse con el discurso de Bruselas delante de los profesionales del INFOEX, de la UME y de los voluntarios que se han jugado el pellejo en jornadas sin descanso y por un sueldo manifiestamente mejorable.  


 Partamos de una premisa incuestionable: el clima, por sí solo, no prende la mecha. En más del 95% de los casos, la mecha la prende la mano criminal del hombre. Y eso no lo digo yo, eso lo dicen las estadísticas oficiales. Ya van más de cuarenta detenidos por la ola de incendios que está asolando, sobre todo, la franja occidental de nuestro país. Ese es el dato que explica el origen de los incendios. Lo otro es pura demagogia. Porque, no nos engañemos, parte de la culpa de lo que está pasando en nuestros campos y en nuestros montes la tiene Europa. Pobre de aquel que se le ocurra cortar la rama de un alcornoque o desbrozar los hierbajos de su parcela sin la autorización previa de la Administración. Y así nos va. Antes, los rebaños de ovejas y de cabras se encargaban de mantener el bosque impoluto; ahora, sin embargo, tenemos un polvorín de maleza acumulada durante años que no se puede ni tocar, so pena de que nos caiga una multa de postín. Por eso, cuando el pirómano de turno entra en acción, es normal que aquello arda como un arsenal y se propague como la pólvora. Así que, que no nos vengan con monsergas de que atravesamos por una emergencia climática, proponiendo pactos de Estado para solucionar un problema que sólo necesita de sentido común. Más medios, menos burocracia y más sentido común.


   El de Jarilla puede considerarse como el incendio más devastador en la historia de Extremadura, con algo más de 17.000 hectáreas calcinadas. Equivale a casi la totalidad del Parque Nacional de Monfragüe, que tiene una extensión de 18.396 hectáreas. Un incendio que ha obligado a desalojar y a confinar a centenares de vecinos de los municipios colindantes, y que se ha llevado por delante, además de áreas de alto valor ecológico, el trabajo de toda una vida de agricultores y ganaderos, impotentes ante una tragedia de tal magnitud. Por suerte, no ha habido que lamentar víctimas mortales, pero el susto ha sido morrocotudo. Ahora, por lo visto, las administraciones públicas quieren aprobar un plan de regeneración económica para que la comarca se recupere cuanto antes... Me parece muy bien, faltaría más, pero si esas medidas no van acompañadas de planes de prevención, de nada servirá. Creo que pagamos los suficientes impuestos como para que no tengamos que suplicar que el Estado nos asista ante este tipo de desastres.


   Y ya para finalizar, aunque no sea este ni el momento ni el lugar para echar flores a nadie -salvo, por supuesto, a los efectivos que se han batido el cobre, durante doce días, contra ese monstruo que es, a veces, la naturaleza desbocada-, me gustaría resaltar las tareas de coordinación e información llevadas a cabo por Abel Bautista, consejero de Presidencia, Interior y Diálogo Social. Creo que los extremeños hemos descubierto a un político que -¡oh, sorpresa!- ha estado a la altura de las circunstancias, manteniéndonos al tanto de las distintas fases del incendio a través de sus comparecencias improvisadas, a pie de campo, ante los medios de comunicación. Que eso, precisamente, es lo que demandamos los ciudadanos de nuestros representantes públicos: ya que no podemos sentirnos orgullosos de casi ninguno de ellos, al menos, que no sintamos vergüenza cuando los acontecimientos los ponen a prueba. En el caso de Abel Bautista, es de justicia reconocer que se ha desenvuelto con soltura durante toda esta crisis. Y como eso es algo que no suele suceder, por eso lo resalto. Pero que quede claro, insisto, que aquí los héroes han sido otros.



jueves, 14 de agosto de 2025

Morir para contarla.



   Querido lector, me presento. Mi nombre es Mario Vargas Llosa. Por si todavía no lo saben, les anticipo que acabo de fallecer hace apenas cuatro meses. A pesar del dolor que esta incomodidad haya podido ocasionar en mis familiares y amigos, a decir verdad, reconozco que ya venía notando cierta falta de ánimo, y eso que yo he sido de los que ha sabido sacarle todo el jugo a la vida. He exprimido cada segundo, cada instante, procurando no distraerme en bagatelas. He vivido intensamente; por eso mismo, también he errado con vehemencia. Me he dejado llevar por el estímulo de la pasión, tanto en los éxitos como en los fracasos. Pero todo ha merecido la pena, incluyendo el amargo fruto de la derrota.

 

   Me dicen que he muerto de una neumonía mal curada que venía arrastrando desde la pandemia del covid. Otros, sin embargo, lo achacan a un cáncer hematológico que, al parecer, yo mismo intuía desde hacía unos cinco años. Pero esa polémica ya poco importa. El caso es que, ahora, en esta mi nueva situación, me ha dado por pensar que sería bueno contar, de primera mano, ciertos avatares de mis andanzas por este valle de lágrimas, revisando, en lo que fuera necesario, las memorias que publiqué, en 1993, bajo el título de El pez en el agua. Otros muchos han hablado ya de mí, algunos bien y otros –con razón o sin ella– no tanto, pero estoy convencido de que nadie mejor que yo para dar noticia de mi propia existencia, ahora que acabo de exhalar mi último aliento. Desde este retiro forzado, en este cambio de escenario donde los silencios pesan más que los pecados, estoy dispuesto a sincerarme en todo cuanto me sea posible, sin necesidad de herir sensibilidades ni de ajustar cuentas pendientes, que para eso ya llego tarde. Esto no es ni una confesión ni una redención. Esto es, simplemente, lo que fui.

 

  ¿Y quién fui realmente? ¿El niño que creció creyendo que su padre estaba muerto? ¿El cadete del Leoncio Prado? ¿El joven idealista que coqueteó con el comunismo? ¿El escritor exitoso? ¿El político fracasado? ¿El marido inquieto, el padre ausente, el amante insensato? Pues sepan ustedes que fui todo eso y mucho más. No en vano, mi vida ha sido un torbellino, una novela en sí misma cuyos personajes principales han corrido dispar fortuna.  

 

   Nací en Arequipa, al sur de Perú, un 28 de marzo de 1936, pero me crie entre Cochabamba y Piura, rodeado de mujeres y de leyendas. Mis padres, Ernesto Vargas Maldonado y Dora Llosa Ureta, se habían separado meses antes de mi llegada al mundo, motivo por el cual me llevaron con mi madre y su familia a Cochabamba, en Bolivia, donde mi abuelo trabajaba como administrador de una hacienda. Allí pasé mi primera infancia, y allí tuvo lugar el acontecimiento que más me ha marcado en la vida: en Cochabamba aprendí a leer. A primera vista, esta circunstancia pudiera parecer de lo más elemental, pero para mí lo significó absolutamente todo.

 

   Regresamos al Perú en 1945. Mi abuelo, que era primo del nuevo presidente del gobierno, fue nombrado prefecto de Piura. Hasta ese momento, yo creía que mi padre estaba muerto, y lo creía porque así me lo había contado mi madre. Y como me dijeron que mi padre había muerto, cuando apareció –porque mi padre resucitó de entre los muertos– yo ya había aprendido a vivir sin él. Este impactante descubrimiento se produjo a finales de 1946, o principios de 1947, en el llamado Hotel de Turistas. La ficción, por lo tanto, se rompió. Al ver a mi padre por primera vez, experimenté una sensación de estafa, de desconcierto. A partir de ahí, todo se precipitó.

 

   Mi padre, mi madre y yo nos mudamos a Lima. Parecíamos una familia corriente. Nos instalamos en el distrito Magdalena del Mar. Al cabo de unos meses, nos mudamos a La Perla. Solíamos pasar los fines de semana en Miraflores, visitando a mis tíos y a mis primos. Eran tiempos para la despreocupación y el disfrute, aunque la presencia de mi padre me incomodaba continuamente. Mi relación con él estuvo marcada por el temor. Era severo y autoritario, con bastantes accesos de cólera. Recuerdo que, en una ocasión, se presentó armado con un revólver en casa de mi tío Juan, amenazando a la familia Llosa y despotricando contra mis inclinaciones artísticas.

 

   El retorno de mi padre, insisto, provocó en mí un resentimiento que me acompañaría durante años, en gran parte debido a su profunda repulsión hacia mi vocación literaria. Para evitar que me convirtiera en un hombre de letras, no se le ocurrió mejor idea que, con catorce años, mandarme interno al Colegio Militar Leoncio Prado, sin saber que, en el fondo, me haría un gran favor. En el Leoncio Prado se me reveló una verdad desconocida: la de la existencia de un Perú distinto, vasto y complejo. Aquella experiencia consolidó mi vocación de escritor. Me refugié en la lectura, tratando de olvidar la tristeza por estar lejos de mi familia, lejos de Miraflores, de las chicas, del barrio. Mi primera novela, La ciudad y los perros, está ambientada entre aquellos muros revestidos de deshumanización y de disciplina castrense.

 

   Durante las vacaciones de 1952 trabajé para el diario La Crónica de Lima, y allí empecé a atisbar el submundo de la capital, sórdido y grotesco. Ese mismo año abandoné el colegio militar y volví a Piura a vivir con mi tío Luis Llosa, el tío Lucho. Terminé la secundaria en el colegio San Miguel y me desempeñé para el diario La Industria. De esta época data el primer hito de mi carrera: en el teatro Variedades asistí a la representación de La huida del Inca, obra que escribí con tan solo dieciséis años.

 

   En 1953 me matriculé en Derecho y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En aquel ambiente me dejé engatusar por los cantos de sirena del comunismo, partido que entonces militaba en la clandestinidad. Mi pseudónimo era el de 'camarada Alberto', y me comportaba, sin saberlo, como un snob genuinamente repulsivo. Participaba en debates y distribuía propaganda convencido de que eso cambiaría el mundo. Devoré las obras de autores como PolitzerMarxEngels, Lenin, así como las de mi paisano José Carlos Mariátegui, un intelectual marxista que dilapidó su ingenio en esa ideología fallida. Y del mismo modo que un día abracé el comunismo, llegó otro en que me inscribí en el Partido Demócrata Cristiano. Pero no todo lo acaparaba la política. También fui asistente del historiador y prócer Raúl Porras Barrenechea, en un proyecto sobre la conquista del Perú que quedó inacabado. Congeniamos más allá de la relación maestro-discípulo. Su generosidad me ayudó a conseguir empleo para sostenerme, a duras penas, después de mi primer matrimonio.

 

   ¡Ay, mi primer matrimonio! Me gustaría pasar de puntillas sobre ese
escollo, pero, si lo hiciera, estaría hurtando una parte fundamental de mi biografía, y no es esa mi intención. Eso sí, como tampoco pretendo hurgar en la herida, me limitaré a hacer una breve mención. Con 19 años cometí el disparate de casarme con mi tía Julia Urquidi Illanes, diez años mayor que yo y divorciada de un matrimonio anterior. Mi familia, como es natural, se llevó un disgusto mayúsculo. Al principio, la pasión nos cegó y fuimos, creo, moderadamente felices, a pesar de todos los obstáculos que tuvimos que sortear. Después, la llama se apagó de golpe. Aguantamos más allá de lo estrictamente necesario. Finalmente, cuando ni siquiera el cariño bastó para mantener el espejismo de aquella relación febril y apasionada, nos divorciamos en 1964. Huelga decir que no quedamos en buenos términos. Ambos ajustamos cuentas utilizando la literatura como estilete. En 1977, publiqué La tía Julia y el escribidor, mezclando ficción con algunas pinceladas autobiográficas. Julia, por su parte, se tomó la revancha en 1983, año en que vio la luz Lo que Varguitas no dijo.  Por cierto, que al año de divorciarme de la tía Julia, volví a tropezar en la misma piedra y me casé con mi prima Patricia Llosa Urquidi, que, además, era sobrina materna de la tía Julia. De eso, y de mi idilio –por llamarlo de alguna manera– con Isabel Preysler, si me lo permiten, guardaré un oportuno y caballeroso silencio.   

 

   Dejando a un lado las veleidades del corazón, podría decirse que empecé a tomarme en serio esto de la literatura cuando publiqué los relatos El abueloLos jefes y El desafío. Con este último gané, en 1957, un concurso de cuentos organizado por la La Revue Française. El premio consistía en una estancia de un mes en París, adonde llegué en enero siguiente. Disfruté mucho, pero me supo a poco. A la vuelta, me gradué de bachiller con una tesis sobre Rubén Darío, y como fui considerado el alumno más distinguido de mi promoción, me concedieron una beca de postgrado en la Universidad Complutense de Madrid. Antes de partir hacia España, me embarqué en un viaje por la Amazonía peruana, enriquecedor tanto en lo personal como en lo profesional, puesto que me nutrió de inagotables recursos para varias de mis novelas posteriores, como La casa verdePantaleón y las visitadoras o El hablador.


   En 1960 me mudé a París en la creencia de que allí conseguiría otra beca, pero tal cosa no sucedió. A pesar de las dificultades económicas, Julia y yo decidimos permanecer en la capital francesa, ciudad fascinante en la que terminé de escribir La ciudad y los perros, publicada en 1962. Tuvo un éxito formidable. Seis años después, en 1966, publiqué mi segunda novela, La casa verde, recibida por la crítica con gran entusiasmo y que me confirmó como una de las figuras más relevantes de la narrativa latinoamericana. Aquel año, además, conocí a Carmen Balcells, cuyas dotes como agente literaria jamás podré ponderar lo suficiente. Carmen me animó a que me dedicara, en exclusiva, al muy noble y muy tortuoso arte de escribir. Y así lo hice. Parte de mi éxito, sin duda, se lo debo a ella. Tanto es así, que llegué a formar parte del llamado 'boom latinoamericano'. Ver mi nombre entre esa nómina de genios de la palabra, junto a García MárquezCortázar Carlos Fuentes, suponía todo un halago. De todos ellos, Gabo era con quien mantuve una relación más estrecha. Mi admiración hacia él era total y absoluta. De hecho, en 1971, me doctoré en Filosofía y Letras, por la Complutense de Madrid, con una tesis titulada García Márquez: lengua y estructura de su obra narrativa, que sería publicada bajo el título más pomposo de García Márquez: historia de un deicidio

   ¿Qué pasó con Gabo? ¿Qué nos llevó de la amistad más íntima al
distanciamiento más radical? Se ha escrito tanto sobre aquel puñetazo, el 12 de febrero de 1976, en un cine de México al que ambos acudimos para ver el estreno de un documental del que yo era el guionista... El público, siempre ávido de chismorreos, ha querido encontrar una sola razón, una explicación sencilla a aquel drama inesperado. Permítanme decir que aquel episodio representó la culminación de una fractura que venía gestándose en un plano más íntimo, en el territorio sagrado e inviolable de la lealtad personal. Gabo y yo sellamos un pacto de silencio sobre los detalles, y ese pacto, a diferencia de nuestra amistad, fue honrado por ambas partes. Sin embargo, sería un error reducir el final de nuestra amistad a aquel arrebato. Siendo sinceros, hacia 1976, Gabo y yo ya habitábamos planetas ideológicos distintos. Mientras él insistía en la defensa de la utopía cubana, yo ya había visto el esqueleto del totalitarismo detrás del paraíso caribeño. Aquel incidente silenció al amigo, pero jamás pudo negar mi admiración por el deicida, por el arquitecto de Macondo.

 

   Cuestiones personales aparte, mi obsesión seguía siendo la literatura. Mi estilo evolucionó hasta conjugar dos conceptos fundamentales: realidad y trasposición literaria, desembocando en aquello que llamé 'la verdad de las mentiras'. Descubrí que la ficción es el camino más honesto para llegar al fondo de las cosas. Y en esa búsqueda me fijé en dos de mis referentes. Gustave Flaubert me inculcó que la literatura implica una vocación absoluta, un sacrificio de precisión y de estructura. De William Faulkner aprendí la osadía formal, los saltos temporales, los puntos de vista que se entrecruzan, esa polifonía que transforma la novela en un organismo vivo. No siempre pude trasladar sus hallazgos a mi escritura, pero me guiaron en mi empeño por construir la novela total: una obra capaz de abarcar la vida entera. 

 

  Además de mi faceta como novelista -sobre la que no me extenderé, dando por supuesto que usted, querido lector, la conoce de sobra-, desde muy joven cultivé el periodismo, oficio que definí como una especie de literatura de urgencia y apresurada que me enseñó a escribir con claridad, a organizar la información y a captar la atención del lector desde el primer párrafo. No es incompatible el buen periodismo con la buena literatura. Por medio de mis columnas intervenía en el debate público, a veces con furia, otras con escepticismo. Quizás forcé demasiado las cosas. Tanto, que sentí como un deber la necesidad de implicarme más a fondo en los asuntos de mi país. Ese impulso, para mi desgracia, me llevó a cometer otro de mis grandes errores. En 1990 me presenté como candidato a la presidencia del Perú por el partido Movimiento Libertad. Perdí aquellas elecciones, en la segunda vuelta, ante Alberto Fujimori. Se me hizo patente, por si acaso alberga alguna duda, que yo era, ante todo, un novelista y no un político.

 

   Muchos de mis enemigos, tanto políticos como literarios, me han motejado de vanidoso. Y en eso, he de darles la razón. Diré, en mi descargo, que esa flaqueza afecta a todos aquellos autores atribulados por el hecho de que el éxito o el fracaso de su obra dependa de un factor tan sutil, tan abstracto, tan volátil como el capricho del público. Muchos de mis libros, y mi trayectoria, en general, han recibido la recompensa de los premios. Y esa feliz circunstancia, ajena por completo a la voluntad del galardonado, suele levantar envidias. Pero un día, casi por sorpresa, los académicos noruegos tuvieron a bien darme una de las mayores alegrías de mi vida. El 7 de octubre de 2010 me concedieron el premio Nobel de literatura. Acepté ese honor, no como una coronación, sino como una responsabilidad, porque reconozco que yo también dudé del Nobel. Cuando me lo dieron, decidí tomármelo en serio. Sin perder de vista que, al menos en mi caso, y en contra de lo que se haya propalado en diversos mentideros, siempre escribí para deleite de mis lectores. Ése es el verdadero premio, el de la aceptación del público, y en eso siempre les estaré eternamente agradecido. 

 

   Así que, querido lector, entre fragmentos y piruetas varias, esta ha sido mi ejecutoria. Una vida dedicada a la literatura, a explorar las complejidades de la realidad humana, a tantear las fronteras formales de la novela y a defender con pasión mis principios políticos. No sé si logré comprender el mundo, pero, al menos, intenté contarlo. Y en esa tentativa, la literatura ha sido siempre mi refugio y mi aliada. Como decía Sartre, la literatura importa y puede cambiar vidas. Si alguna vez sienten curiosidad por saber quién fui, no pregunten a mis fantasmas ni a mis detractores: busquen en mis libros. Allí, entre líneas, sigo respirando.