En el reino de España no
ha mucho tiempo que gobernaba un político de cuyo nombre no quiero
acordarme, de cínica sonrisa, dócil mirada, aviesas intenciones y
conciencia torva. A todos hizo creer que escaparíamos del vendaval
económico que azotaba a medio mundo. Por mucho que los números
desmintiesen la realidad que se empeñaba en pintarnos, él no
escatimaba esfuerzos en predicar la fortaleza financiera de un país
que no cedería ante el peso de una crisis que ya se había llevado
por delante torres más altas. Decía apreciar brotes verdes allí
donde el resto veía, con desolación, nada más que terreno yermo.
Rehusó empuñar los utensilios que los expertos le recomendaban,
insistiendo una y otra vez en negar la mayor: “Que no, amigo Rubalcaba,
que eso que decís que es un erial a mí se me presenta como una
fértil pradera que, no a mucho tardar, será testigo del
florecimiento de apetitosos frutos”. Y claro, aquellos polvos han
traído estos lodos.
El curso de los dramáticos
acontecimientos que atravesamos, y que la tozudez de algunos se
encargaron en ocultar a toda costa, lo ha cambiado todo, o lo hará
en muy poco tiempo. Y como en toda situación adversa hay que elegir
una cabeza de turco, nosotros no vamos a ser menos. De ahí que la
mayoría no haya dudado un ápice en señalar a las Comunidades
Autónomas como las causantes de los siete males que nos afligen. No
constituye una novedad el que se cuestione el modelo de Estado
territorial confeccionado por el Título VIII de la Constitución
española de 1978, pero ha tenido que venir una crisis económica y
financiera del calibre de la que estamos sufriendo para que, cada vez
más, salgan voces autorizadas declarando que el sistema
autonómico no se sostiene en las actuales condiciones. Esta cuestión
siempre ha sido objeto de agria polémica. Aquello del “café para
todos”, expresión acuñada por el catedrático Manuel Clavero
Arévalo en alusión a las concesiones competenciales que se debían
realizar por parte del Estado central en favor de aquellas
Comunidades Autónomas con mayor sensibilidad nacionalista (Cataluña,
País Vasco y Galicia, fundamentalmente) no ha resistido con buena
salud el paso del tiempo. Los españoles no entendieron entonces lo
de las autonomías de dos velocidades, hasta tal punto que hoy tienen
la impresión, no sin motivos, de que hay Comunidades Autónomas con
una serie de privilegios de las que otras carecen.
Soy partidario de revisar el modelo
autonómico, aunque no sea
recomendable acometer de forma apresurada reformas estructurales que
- aunque imprescindibles- necesitan un remanso de reflexión con el
fin de evitar que caigamos en un pozo sin fondo. Por lo tanto,
reformas sí, pero no a golpe de baqueta. Los hay que son defensores
de devolver al Estado las competencias de mayor coste económico
asumidas por los Estatutos de Autonomía. En este sentido se enmarcan
las palabras de Esperanza Aguirre en relación con Sanidad, Educación
y Justicia. La presidenta de la Comunidad de Madrid, con el
desparpajo que la caracteriza, no ha manifestado nada estrambótico
que no esté en la mente del común de los mortales, sino que se ha
limitado a poner el dedo en la llaga. Parece ser que esas
declaraciones han causado hondo pesar en el gobierno de la nación.
De hecho, ese mismo día salió a la palestra Mariano Rajoy para
quedar claro que él no cuestionaba el Estado autonómico pero que sí
se mostraba en contra de las duplicidades detectadas, siendo ese el
entorno donde habría que trabajar a fondo. Efectivamente, tiene
difícil acople con la austeridad económica el reguero de asambleas legislativas, defensores
del pueblo, consejos económicos y sociales, tribunales de cuentas,
consejos consultivos y un largo etcétera de instituciones que,
sopesando el binomio coste-eficiencia, son absolutamente
prescindibles. Si, teóricamente, España no es un federación de
Estados, no podemos, de cara a nuestra credibilidad exterior, dar la
imagen de que esto es un reino de taifas en el que, según en qué
región residas, tienes unos derechos y unas obligaciones distintas a
las de otras.
La ciudadanía muestra síntomas de
cansancio. No entiende el porqué le congelan el salario o, en el
peor de los casos, se lo reducen, cuando la carestía de la vida no
hace sino incrementarse a pasos agigantados. Por el contrario, han
asistido indignados al espectáculo derrochador que se ha practicado
durante años de bonanza económica y que, por desgracia, continúa
sin cortarse de raíz. Al trabajador de a pie le importa poco o nada
que las Comunidades Autónomas incumplan el objetivo de déficit, lo
que desean es que sus impuestos se vean reflejados en la calidad de
los servicios prestados y, si hay que meter la tijera en gastos
superfluos, que dicha acción recaiga en aquellas partidas que menos
afecten al estado del bienestar. De todos modos, tampoco son ajenos
en cuanto a que esta crisis no se soluciona sólo con recortes, sino
que habrá que prepararse para la subida de impuestos. La mayoría,
en mi opinión, no nos oponemos a ello si así se reconduce parte de
la situación, pero sí esperamos del gobierno que tenga en cuenta
los niveles de renta para que no todos soportemos por igual el
ajuste. Y, si llegado el caso, hay que revisar los cimientos de
determinadas prestaciones, como la gratuidad de la sanitario, no hay
que rasgarse las vestiduras ante el hecho de que se plantee la
posibilidad del copago, concepto aplicado en países como Alemania,
Francia, Italia o Reino Unido. El bolsillo de los españoles no
quedará esquilmado porque tenga que pagar, pongamos por caso, un
euro por receta o diez euros por ir al especialista. No seamos
cínicos. Todos conocemos los abusos de que adolece el sistema; si
esas medidas ayudan a paliarlos, bienvenidas sean. Ahora bien, que se
estudie la forma de aplicarlas con las excepciones necesarias a toda
regla general.
Hay que adaptarse a los nuevos tiempos.
Si para salir de la crisis es necesario vivir un período transitorio
de ajuste, habrá que hacer un esfuerzo suplementario: las
situaciones excepcionales requieren medidas
de excepción. Debemos superar viejos tabúes. Los gobiernos, tanto
el central como los autonómicos, tienen que ser valientes y
enfrentar el desolador panorama que nos contempla con disposiciones
que, aunque impopulares, se presumen inevitables para taponar la
sangría que nos acecha. La primera acción
para tratar la enfermedad
se basa en acertar con el diagnóstico: una vez detectado el mal
estaremos en mejor disposición para aplicar la terapia pertinente,
por muy dolorosa que sea. Parte fundamental del éxito de esta
empresa reside en que los gobernantes sepan explicar a la opinión
pública la necesidad de acogerse
a ese remedio. El día que no nos acordemos de expresiones como
“prima de riesgo”, “bono alemán”, “mercados de deuda” o
“rescate económico” habremos superado la primera fase de la
afección. Mientras tanto, no nos queda más remedio que confiar en
las potencialidades de España para solventar una crisis que está
haciendo furor.
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