"Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir". En la jornada de ayer
fuimos testigos de un hecho sin precedentes: por primera vez en 37 años
de reinado, Don Juan Carlos pedía públicamente perdón por el error
cometido en relación con la cacería de elefantes en Botswana. Lo
hizo personalmente, a su salida de la clínica en la que permanecía
ingresado desde el sábado por su operación de cadera, sin
portavoces ni comunicados oficiales de por medio. Sabedor de que ha
decepcionado al pueblo al que sirve y representa, con gesto
compungido y voz atribulada, deducimos que se trata de un
arrepentimiento sincero, sin componendas pergeñadas de cinismo. No habrá sido una decisión fácil de tomar, pero era la
única que podía esperarse si se deseaba poner término a toda esta
polémica, sin cerrar en falso unos hechos que, cierto es
reconocerlo, van a dejar huella tanto en el rey como en la Corona. Al
igual que Su Majestad ha tenido la gallardía de rectificar, el
pueblo español sabrá reconocer ese gesto y absolverlo de la
comisión de una falta que, para ser honestos, hay que enmarcar en el
contexto de una brillante hoja de servicios que no conviene olvidar.
Pero al igual que la
grandeza del rey ha salido a relucir por su noble acción de petición
de disculpas, también han quedado al descubierto las vergüenzas de
aquéllos que, impertérritos ante la indignación de muchos
ciudadanos, han tratado de quitarle hierro al asunto. Eso de ser más
papistas que el papa ha cogido a más de uno con el paso cambiado. La
figura más representativa dentro de ese grupo la encontramos, no sin
sorpresa para quien les escribe, en la Infanta Doña Elena:
preguntada por los periodistas sobre la opinión que le merecían las
críticas vertidas contra el rey, no le dolieron prendas en responder
que ella no había oído nada, que sus obligaciones laborales le habían impedido conocer lo que era un clamor para el resto del país. Todo ello denota una preocupante falta
de sensibilidad social por parte de la hija mayor de los reyes, al
mismo tiempo que se carga de razones a quienes siempre han criticado
-por injustas- las distancias que separan los sublimes palacios
señoriales de las humildes moradas populares. La Infanta, mal
aconsejada o poco ducha en el arte de la improvisación, ha seguido
el discurso que muchos hubieran querido que adoptase el propio
monarca, es decir, hacer oídos sordos y huir hacia adelante como si
nada hubiera pasado. Y lo que ha sucedido es que, por primera vez, se
ha puesto en tela de juicio la reputación del Jefe del Estado,
asunto lo suficientemente trascendental como para que Doña Elena no
hubiera despachado con semejante desdén a los profesionales de los medios de
comunicación.
Me temo que este episodio no
quedará simplemente en la categoría de anécdota. El prestigio del
rey se ha visto seriamente dañado, aunque tampoco creo que vaya a suponer
un punto de inflexión en el grado de aceptación de que goza la
Monarquía. Eso sí, se ha surtido de argumentos de peso a quienes,
con escándalos o sin ellos, no cesarán de afilar sus aceradas
plumas con tal de desacreditar a Don Juan Carlos, tanto a nivel
personal como institucional. Por ese motivo, una vez abierta la veda contra el monarca, y porque nunca faltan
pretextos para censurar el papel de la Familia Real, su miembro más
conspicuo debe medir al milímetro cada acción, cada gesto, cada
silencio con tal de no ver expuesto en el escaparate del escarnio
público el más mínimo de los deslices que pueda cometer: la
Zarzuela se ha convertido en un campo de minas que será preciso
esquivar con pies de plomo. Mientras tanto, al igual que deseamos una
pronta y satisfactoria recuperación para Don Juan Carlos, también
esperamos que el Príncipe Don Felipe salga indemne de
todo este asunto y no tenga que cargar con servidumbres que no le
corresponden.
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