jueves, 19 de abril de 2012

De reyes es rectificar.


   "Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir". En la jornada de ayer fuimos testigos de un hecho sin precedentes: por primera vez en 37 años de reinado, Don Juan Carlos pedía públicamente perdón por el error cometido en relación con la cacería de elefantes en Botswana. Lo hizo personalmente, a su salida de la clínica en la que permanecía ingresado desde el sábado por su operación de cadera, sin portavoces ni comunicados oficiales de por medio. Sabedor de que ha decepcionado al pueblo al que sirve y representa, con gesto compungido y voz atribulada, deducimos que se trata de un arrepentimiento sincero, sin componendas pergeñadas de cinismo. No habrá sido una decisión fácil de tomar, pero era la única que podía esperarse si se deseaba poner término a toda esta polémica, sin cerrar en falso unos hechos que, cierto es reconocerlo, van a dejar huella tanto en el rey como en la Corona. Al igual que Su Majestad ha tenido la gallardía de rectificar, el pueblo español sabrá reconocer ese gesto y absolverlo de la comisión de una falta que, para ser honestos, hay que enmarcar en el contexto de una brillante hoja de servicios que no conviene olvidar.

   Pero al igual que la grandeza del rey ha salido a relucir por su noble acción de petición de disculpas, también han quedado al descubierto las vergüenzas de aquéllos que, impertérritos ante la indignación de muchos ciudadanos, han tratado de quitarle hierro al asunto. Eso de ser más papistas que el papa ha cogido a más de uno con el paso cambiado. La figura más representativa dentro de ese grupo la encontramos, no sin sorpresa para quien les escribe, en la Infanta Doña Elena: preguntada por los periodistas sobre la opinión que le merecían las críticas vertidas contra el rey, no le dolieron prendas en responder que ella no había oído nada, que sus obligaciones laborales le habían impedido conocer lo que era un clamor para el resto del país. Todo ello denota una preocupante falta de sensibilidad social por parte de la hija mayor de los reyes, al mismo tiempo que se carga de razones a quienes siempre han criticado -por injustas- las distancias que separan los sublimes palacios señoriales de las humildes moradas populares. La Infanta, mal aconsejada o poco ducha en el arte de la improvisación, ha seguido el discurso que muchos hubieran querido que adoptase el propio monarca, es decir, hacer oídos sordos y huir hacia adelante como si nada hubiera pasado. Y lo que ha sucedido es que, por primera vez, se ha puesto en tela de juicio la reputación del Jefe del Estado, asunto lo suficientemente trascendental como para que Doña Elena no hubiera despachado con semejante desdén a los profesionales de los medios de comunicación.

   Me temo que este episodio no quedará simplemente en la categoría de anécdota. El prestigio del rey se ha visto seriamente dañado, aunque tampoco creo que vaya a suponer un punto de inflexión en el grado de aceptación de que goza la Monarquía. Eso sí, se ha surtido de argumentos de peso  a quienes, con escándalos o sin ellos, no cesarán de afilar sus aceradas plumas con tal de desacreditar a Don Juan Carlos, tanto a nivel personal como institucional. Por ese motivo,  una vez abierta la veda contra el monarca, y porque nunca faltan pretextos para censurar el papel de la Familia Real, su miembro más conspicuo debe medir al milímetro cada acción, cada gesto, cada silencio con tal de no ver expuesto en el escaparate del escarnio público el más mínimo de los deslices que pueda cometer: la Zarzuela se ha convertido en un campo de minas que será preciso esquivar con pies de plomo. Mientras tanto, al igual que deseamos una pronta y satisfactoria recuperación para Don Juan Carlos, también esperamos que el Príncipe Don Felipe salga indemne de todo este asunto y no tenga que cargar con servidumbres que no le corresponden.

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