España atraviesa por uno
de los momentos más críticos de su historia contemporánea. Por si
no teníamos suficiente con la crisis económica, ahora resurge con
inusitada fuerza el tema catalán. El presidente de la Comunidad
Autonóma de Cataluña, el flemático Artur Mas, ha decidido salir
del armario para quedar colgados en las correspondientes perchas el
traje de moderado que ha usado hasta la fecha para
trocarlo por el de furibundo independentista.
Y lo ha hecho como se suelen hacer estas cosas cuando uno lleva tanto
tiempo simulando lo que no se es: con una desesperación acompañada
de un ímpetu que roza el delirio. Así, aprovechando que las aguas
bajan turbias, su gobierno se ha lanzado a la deriva soberanista
con la finalidad de parchear sus propios fracasos. Desconoce el bueno
de Arturo que el pueblo no es tan dócil ni tan necio como se le
presupone desde las atalayas del poder. Lo que estoy convencido es
que se sabe al dedillo las encuestas de opinión en las que se refleja
que sólo una minoría de catalanes desea un Estado independiente.
Pero eso no es obstáculo para que este político menor haya echado a
andar por un camino abocado al descalabro más absoluto.
Y todo este
espectáculo no se orquesta para complacer
los deseos de una mayoría social -ni esas son sus intenciones ni,
como ya he dicho, existe tal mayoría-, sino que su objetivo
fundamental se centra en obtener rédito político ante las próximas
elecciones del 25 de noviembre. Con la excusa de la
negativa de Rajoy para darle satisfacción
por el pacto fiscal y aprovechando los ecos de la muchedumbre reunida
el 11 de septiembre durante la celebración de la Diada, este mesías
ha decidido ponerse el mundo por montera haciendo caso omiso a esa
gran mayoría de ciudadanos que, sin dejar de sentirse catalanes,
quieren seguir perteneciendo a un país llamado España. Y todo ello
a pesar de la obsesión de algunos por borrar cualquier vestigio de
centralismo: que se lo pregunten a los comerciantes, que no pueden
rotular sus negocios en castellano si no quieren exponerse a fuertes
multas económicas; o a los alumnos de un sistema educativo que
margina la enseñanza en la lengua de Cervantes. Pero parece ser que
el señor Mas y su gobierno no están por la labor de trabajar por el
bienestar de todos los catalanes, sino simplemente por el de unos
pocos dispuestos a seguir sus irracionales delirios de grandeza al
estilo de un iluso Francesc Maciá o de un temerario Lluís Companys.
Artur Mas está
dispuesto a echarle un pulso al Estado sin importarle el coste
económico y político que de ello pueda derivarse. Se supone que sus
asesores le habrán advertido que mientras no se reforme el artículo
2 de la Constitución Española, donde se habla de la “indisoluble
unidad de la nación española”, y mientras la Ley Orgánica que
regula las distintas modalidades de referéndum atribuya al Estado la
competencia exclusiva para convocarlos, sus planes no son más que
papel mojado, algo así como un Plan Ibarretxe desfasado. El señor
Mas está interpretando el papel de víctima que tan buenos
resultados le ha dado hasta ahora, presentando a Madrid como el poder
opresor de una identidad propia que nadie les niega, pues está
reconocida por la misma Constitución que pretenden conculcar. Jamás
ninguna Comunidad Autónoma ha tenido el nivel de autogobierno del
que goza Cataluña, ni siquiera su admirada Quebec cuenta con las
competencias de las que sí dispone la Generalitat. Lo que el señor
Mas se cuida mucho de contar es que una Cataluña independiente
tendría que afrontar una deuda de 155.000 millones de euros, y eso
no hay economía que lo soporte. Mientras tanto, al a espera de si
decide internacionalizar el conflicto, no le duelen prendas en pedir
al Estado 5.433 millones de euros del fondo de liquidez autonómico
para atender sus obligaciones financieras. Es decir, que no quieren
formar parte de España según para qué. Ni Josep Tarradellas ni
Jordi Pujol se mostraron tan desleales como sí lo está siendo este
insensato en unas circunstancias en las que toda la ayuda que se le
pueda ofrecer al gobierno de Mariano Rajoy será poca para que desde
Europa nos tomen en serio.
El presidente Mas ya sabe en
qué va a quedar todo esto, por eso sería de agradecer que pusiera
en práctica el sentido común y la sensatez exigibles a todo
representante público. Es falso que exista un conflicto catalán;
ésa es la visión que quieren mostrar desde Convergència i Unió
para favorecer sus espurios intereses. No todo vale con tal de ganar unas
elecciones. Que se dejen de emprender aventuras que no conducen a
ninguna parte, pues bastantes focos de tensión tiene abiertos la
sociedad española en su conjunto como para venir a caldear el
ambiente con uno más. En este sentido, echo en falta las declaraciones por parte de un político al que tengo por moderado y alejado de los extremismos característicos de aquellas latitudes: Durán y Lleida tiene que salir a la palestra y hacer valer su peso específico para rebajar las exigencias de sus compañeros de formación. De lo contrario, la postura radical por parte del gobierno
catalán deberá ser respondida por el Estado central con todos los
medios legales a su alcance. En este desafío no caben posturas
timoratas. Quién sabe si todo esto no nos conducirá a que, por primera vez, veamos la
aplicación del artículo 155 de la Constitución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario