Reconozco que soy un auténtico inepto para recordar fechas, pero creo que llegué a Malpartida de Cáceres en
el año 1985. No recuerdo muy bien el mes, pero tuvo que ser antes de
comenzar el curso académico. Cada vez que trasladaban a mi padre de
destino se procuraba que afectara lo menos posible al rendimiento
escolar de sus tres hijos. Por eso, deduzco que sería a comienzos de
verano de aquel año cuando la familia Méndez Palma comenzaba a
escribir un nuevo capítulo de su historia. En lo que a mí respecta,
ésa era la segunda vez que me mudaba de localidad y el interés por
conocer otros lugares y
hacer nuevos amigos se
imponían a cualquier otro temor. Por aquel entonces tenía once años, edad propicia para pasar el tiempo despreocupado,
atento únicamente a estudiar lo suficiente como para que no me
quedara ninguna asignatura que recuperar en septiembre y no pasarme
las vacaciones estivales entre libros. Eso sí, aparte de mis
obligaciones como colegial, debía prestar especial cuidado en evitar
hacer las trastadas típicas de los chicos de mi quinta. Esa era una
de las servidumbres que tenía el ser hijo de un guardia civil en un
pueblo de algo menos de cuatro mil habitantes en el que todos se
conocen y todo termina por saberse, tanto lo bueno como lo malo. No
había peor sofoco para mis padres que las gentes murmurasen de
nosotros como consecuencia de las travesuras que pudiéramos
perpetrar los pequeños de la casa. Había que preservar a toda costa
el buen nombre de quienes, de algún modo u otro, representaban a la
autoridad. Aún así, como es natural, no faltaron un buen puñado de diabluras.
El primer recuerdo que
me viene a la mente de Malpartida es el de mi buen amigo Jorge Campos
Canales, hijo también de la benemérita. Fue él quien me llevó a
recorrer el pueblo en un ritual mágico en el que se presentaban ante
mi inocente mirada las calles, plazas, parques y demás lugares que
serían protagonistas de los siguientes cuatro años de mi vida. La
primera parada, como no podía ser de otra forma, la efectuamos en la
Casa Cuartel. Me impresionó su vetusta y recia fachada dividida en
dos alas, una a cada lado de la puerta que daba acceso al interior.
Me hizo gracia la disposición geométrica de sus estrechos y
alargados ventanales: en la primera planta se distribuían en una
hilera inclinada de menor a mayor tamaño cuanto más se alejaban del
pórtico central, guardando una simetría perfecta entre las dos
partes del edificio; mientras que en la planta principal los
alféizares dibujaban formas triangulares con igual maestría en las
proporciones. Por dentro, unas desgastadas escaleras con balaustrada
de hierro dividían a toda la construcción en dos partes. Todos los
pabellones estaban ocupados y en cada uno de ellos había dos o tres
niños por pareja. El señor Zacarías, comandante de puesto a la
sazón, y la señora Isabel se llevaban la palma con sus cuatro
hijas: Maribel, Mariasun, Sonia y Lourdes. Los siguientes en
descendencia, que igualaban a los anteriores en número, eran el señor
Andrés y la señora Antonia con cuatro varones: Luis, Raúl, Rubén
y Felipe. El resto andaban entre los dos y los tres hijos. Algunos de
ellos, como Raúl, Miguel Ángel y mi hermano Eufronio, siguieron la estela de sus
progenitores, haciéndose también ellos guardias civiles. Otros como
Alberto, Carlos, Oscar, el propio Jorge y yo mismo hemos seguido
caminos diferentes que nada tienen que ver con el Instituto Armado.
En un primer momento
me apenó no poder vivir en ese ambiente, y es que nunca antes se
había conocido a tanta chiquillería correteando por aquellos
pasillos. Nosotros procedíamos de otro pueblo de la provincia de
Cáceres, Herrera de Alcántara, en el que los tres años que pasamos
allí los habíamos vivido en el Cuartel. Para mí eso era lo normal,
compartir la mayor parte del tiempo con los hijos de los demás
guardias, pero la falta de pabellones libres en el de Malpartida hizo
que mis padres tuvieran que alquilar un piso en la calle Almírez.
Hace veinticuatro años el sueldo de un guardia civil no daba para muchas
alegrías, por lo que destinar una parte considerable a pagar el
alquiler supuso un sacrificio bastante importante para la economía
familiar. Nosotros ocupábamos el último piso de un bloque de dos
alturas. En el primero teníamos por vecinos a la señora Felicidad y
al señor Vicente. Justo enfrente vivía la señora Isabel con sus
hijos Segundi y Periqui. Lo que más me gustaba era asomarme al
balcón y observar el discurrir de las gentes en sus tareas
cotidianas. De esta época son mis primeras amistades: Francis, los
hermanos Morán, Vicente...
La siguiente parada de
nuestro improvisado itinerario fue en el colegio público Los Arcos,
colindante con el Cuartel y que debe su nombre a los restos que aún
se conservan de la casa fuerte de los Rivera y Espadero. Antes ya
habíamos visto parte del mismo cuando subimos las escalinatas de
piedra antigua que estaban junto al cuartel y que conducían a un
rellano desde cuyas alturas se veían las áreas de recreo del
colegio. Ese terreno es el que en la actualidad ocupa el
polideportivo municipal y que en aquellos años hacía las veces de
punto de encuentro y esparcimiento de la muchachada. Me acuerdo que
era por la tarde y entramos a comprobar si había alguien jugando al
fútbol o al baloncesto. Fue allí donde Jorge me presentó a
Demetrio -Deme para los amigos-. Mientras ellos dos hablaban, me
costaba reprimir un gesto de extrañeza cada vez que en ese diálogo
salía constantemente a relucir la expresión “la Viiiigen”, en
lo que yo suponía una referencia devota de mis amigos. No pasaron
más de cinco minutos para que me diera cuenta de que, devotos o no,
aquella Virgen a la que amputaban la “r” y arrastraban la “i”
con tanta pasión no era más que un latiguillo con el que reafirmar
su asombro ante lo que el otro contaba. En eso consistió mi primer gran
descubrimiento de la jerga autóctona. El segundo, según me confesó
el propio Deme, fue que a partir de entonces se me conocería por mi
primer apellido. Y así ha sido.
Después de
despedirnos de Deme salimos del colegio bajando por la avenida. Ya
casi al final recalamos en una tienda de chucherías. El letrero nos
anunciaba que estábamos a punto de entrar en la Confitería Los
Arcos, estratégicamente situada en un cruce de
caminos que podía desembocar -según la dirección que tomase el
transeúnte- en la plaza, en la iglesia o en la biblioteca pública
(entonces ubicada en la plazuela del Sol, en el edificio que hoy
alberga un centro para la 3ª edad, y donde tan buenos momentos
pasábamos en compañía de la inolvidable Nacha, su encargada). Lo
primero que siempre recordaba del establecimiento era su largueza y
estrechez, con mostradores situados a la izquierda y de frente. Al
fondo, entre paredes de un blanco prístino abarrotadas de estantes,
se recortaba la silueta de una señora más baja que alta y más
gruesa que delgada. En cuanto a la edad, no sabría decir si hacía
poco que superó la barrera de los cuarenta o, por el contrario,
estaba cerca de cumplir los cincuenta. Era una mujer de contrastes.
Su intenso pelo negro azabache, liso y corto, enmarcaba un rostro de
tez pálida sólo alterado por el colorido artificial de unas
mejillas sonrosadas y una llamativa sombra de ojos. Sus enormes gafas
redondas terminaban por completar los rasgos más llamativos
de su fisonomía. Pero lo que más centró mi atención no fue su
aspecto físico, sino su timbre de voz entre rasgado y
aterciopelado. Su marido, un señor calvo y con bigote, la ayudaba a
regentar el negocio y se encargaba de que no faltasen los pasteles
recién hechos. Aquella tienda era el paraíso de los pequeños y de
quienes ya no lo éramos tanto. Aquella mujer ha visto crecer a dos
generaciones de malpartideños con la misma discreción con la que se
ha marchado. Y es que hace una semana que me he enterado de que Choni
se ha jubilado. La noticia me ha producido un hondo vacío, como si
en ese instante tomara conciencia de que parte de mi juventud también
desaparecía irremisiblemente. Por eso, cada vez que pase por la
Confitería Los Arcos esbozaré una sonrisa cómplice en recuerdo de
un tiempo sembrado de nostalgia y en homenaje a una malpartideña que
perdurará en nuestra memoria durante muchos años.
!Menudos recuerdos! Algunas correcciones, si me permites: llegamos a Malpartida mucho antes, en el verano de 1985. Lo recuerdo, porque ése fue el año de "las empanadillas", la nochevieja de 1985, que vimos en el pabellón que estaba enfrente de la casa de Alfredo, donde todos las familias del cuartel comían las uvas juntas.
ResponderEliminarEn Malpartida viví la plenitud de mi infancia. Creo que nunca podremos agradecerle suficientemente a nuestros padres que nos hayan proporcionado la estabilidad necesaria para que viviéramos una infancia tan inmensamente feliz.
Tienes razón, con Choni parece que "muere" uno de los últimos lazos que aún quedaban de esa infancia. Siempre quedarán los recuerdos, la nostalgia. ¡Y malpartida sigue estando ahí!
Un abrazo, hermano.
Pues nada, paso a corregirlo. Gracias.
ResponderEliminarTb estuvísteis en Paymogo¿¿¿
ResponderEliminarTb estuvísteis en Paymogo¿¿¿
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