Sin que sirva de precedente, he decidido tomarme un respiro y aparcar los posts sobre política para peor ocasión. No tengo ninguna duda de que el negro panorama económico que se cierne sobre nuestros futuros dará sobrados motivos para seguir desahogando mi ira contra los responsables de esta crisis inmisericorde, pero como no todos los días tiene uno ocasión de dedicar una reseña de un libro escrito por un amigo, deseo evadirme por un momento de la prima de riesgo, del bono a diez años, de la recapitalización financiera de los bancos y demás tormentos. Hoy quiero centrarme en una de mis grandes aficiones: la literatura, esa gran olvidada por la mayoría de la población española, cuyos índices de lectura debería ruborizar a más de un Consejero y a algún que otro Ministro de Educación y Cultura. La lectura es complemento obligatorio y necesario para la formación íntegra de una persona. Esa tarea no depende única y exclusivamente del sistema educativo, aunque sí debe motivarse por parte del profesorado para ver si, de una vez por todas, abandonamos el oprobio de viajar en ese furgón de cola. Se nota a la legua una persona que tiene por hábito dedicar su tiempo de ocio con un libro entre las manos de otra cuya máxima preocupación es pasar pantallas en cualquier juego de la Play Station. Todo es cuestión de prioridades. Con ello también evitaríamos que los sufridos e incomprendidos profesores se lleven las manos a la cabeza en más ocasiones de las necesarias al comprobar la pésima redacción de sus alumnos, tanto a nivel ortográfico como de sintaxis.
Toda esta retahíla previa viene a cuento de un vecino mío, de nombre Diego César Pedrera, malpartideño de pro que ha tenido la valentía de dedicar dos años de su vida a preparar su primera novela, que lleva por título “Veinte euros”. La cosa tiene el mérito añadido, además de por atreverse con el reto nada desdeñable de publicar un libro, de haberlo escrito en los ratos libres que le dejaban el trabajo y sus reconfortantes obligaciones como padre de familia de dos retoños de corta edad. Si lo ideal para dedicarse a la pluma es hacerlo en absoluta soledad, a César no le ha quedado más remedio que restarle horas al sueño y buscar el cobijo de las madrugadas para atraer a las musas con las que dar rienda suelta a su creatividad. Estoy convencido de que el camino no ha sido fácil, que no habrán escaseado los momentos en que las frustraciones se apoderaron de la ilusión por ver culminado el trabajo bien hecho; que el pánico al folio en blanco que atormenta a todo escritor, y más si es novel, habrá ganado terreno muchas veces a la esperanza. En estos casos la voluntad inquebrantable por sobreponerse a todos estos obstáculos es fundamental para el éxito de la empresa. Y a fe que lo ha conseguido.
Lo que más destacaría de esta primera obra de César, que espero que no sea la última, es una narración plagada de metáforas e imágenes impactantes que hacen que el lector vaya recreando en su mente el relato, sin dificultad, dando fluidez a una lectura viva y trepidante por los submundos de la droga. Se trata de una historia de sueños rotos protagonizada por dos rufianes de poca monta dedicados al menudeo. El hilo conductor de sus andanzas será un siniestro billete de 20 € que va pasando de mano en mano, entrelazando con gran ingenio las vidas de aquellos que, en algún momento, son portadores del mismo. Desde el capo todopoderoso de la ciudad que se hace acompañar por un grupo de esbirros indeseables, pasando por un constructor sin escrúpulos o un inspector de policía atormentado por su pasado, van apareciendo en escena una serie de personajes que dan cuerpo y alma a una historia sin concesiones al idealismo, centrada en mostrarnos las miserias ocultas de una ciudad aparentemente tranquila donde, en el fondo, la desesperanza lo inunda todo. Por cierto, hay una rubia mala malísima que hará las delicias de más de uno.
Amigo César, he leído tu obra con la avidez propia del que está deseando terminar un capítulo para comenzar el siguiente sin solución de continuidad, intrigado por el devenir de los acontecimientos que angustian a los personajes. Confieso que, como me sucede con muchos de los libros de autores más o menos consagrados, no ha habido un solo momento en el que me hayas aburrido con pasajes insulsos que le hacen a uno identificar los momentos de flaqueza del autor en el proceso de creación al incluir diez o quince páginas que nada aportan a la comprensión de la historia. Esa es una virtud que me gustaría destacar en ti. El oficio de escritor consiste en leer mucho, escribir algo y, sobre todo, saber desechar parte de lo manuscrito. Cuando se aprende a tirar a la papelera, en un ejercicio previo de autocensura no exento de dolor, aquello que no ha sido bendecido por la inspiración, habrá ganado mucho el autor en su carrera para mantenerse en este competitivo negocio, pero más gana el lector ahorrándole la lectura de párrafos anodinos que debieron ser destinados a la hoguera de las vanidades. Creo que has tenido el acierto de saber realizar esa criba sin la cual nos perderíamos en farragosos fragmentos cuyo impulso natural es el de dar carpetazo y comenzar el siguiente libro que espera, apilado en una estantería, a que unas bondadosas manos le concedan la oportunidad de abrir una ventana a la imaginación. Por todo ello, mi más sincera enhorabuena por haber sido capaz de afrontar esta titánica labor con buenas dosis de calidad. Que en menos de un mes haya salido la segunda edición indica que mucha gente piensa lo mismo que yo. Te deseo constancia y voluntad en esta nueva etapa de tu vida.
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