Pues eso. Que por fin se
celebraron las tan esperadas elecciones catalanas el pasado 25 de
noviembre y la mayoría absoluta que imploraba el Presidente de la
Generalitat para construir un proyecto de futuro con tintes
soberanistas no se ha visto por ningún lado. Es más, aparte de no haber obtenido el número de escaños necesarios, es que ha perdido
la friolera de doce asientos en el parlamento catalán con respecto a
la anterior consulta electoral: de los 62 diputados con que contaban
en 2010 han pasado a 50 en la actualidad. Es decir, que el mesías de
la independencia creyó ver un día a multitudes en las que sustentar
sus desvaríos egocéntricos, y al final lo que ha conseguido ha sido
un descalabro de primera magnitud en la peor táctica política que
se recuerde desde el origen de los tiempos. El señor Mas ha ido a por
lana y ha salido trasquilado. Que no nos vendan la moto de que aquí
nadie ha perdido y todos han ganado algo. Que esto no se convierta en
el EGM de los medios de comunicación. Que CiU no puede escudarse en
que continua siendo la fuerza más votada. No, aquí hace falta gente
seria y con sentido común que dé un paso al frente y diga las cosas
por su nombre. Yo, ya lo he manifestado en más de una ocasión, pensaba
que ese hombre podría ser Duran i Lleida, pero me temo que habrá
que esperara a mejor ocasión para que el presidente de Unión
Democrática de Cataluña tome la palabra para poner coto a los
desmanes de su socio de coalición. Mientras eso sucede, continuarán los cínicos apoyos sin fisuras y los fingidos abrazos de postín.
El fracaso de CiU parece claro a la vista de cualquier analista con un
mínimo de objetividad. Lo normal hubiera sido que, ante el
duro revés sufrido por sus propuestas, el señor Mas hubiera dicho
hasta luego y muy buenas, hasta aquí hemos llegado y no me siento
respaldado por la mayoría del pueblo catalán, con lo cual presento
mi dimisión irrevocable para que sean otros los que tomen el timón
y tiendan puentes de entendimiento con -como ellos dicen en su
lenguaje maniqueo y torticero- el gobierno de Madrid. ¿Eso sería lo
lógico, verdad? ¿Pero a que no les desconcierta si les aseguro que
de eso... nada de nada, que la autocrítica ha brillado por su
ausencia y, si nos descuidamos, nos venden que la opinión
mayoritaria de los representantes ciudadanos sigue siendo la de
constituir un Estado propio? No me extraña que no les sorprenda
porque eso ha sido exactamente lo que ha sucedido. Y entonces uno se
pregunta: ¿estos políticos nacionalistas radicales viven en este mundo o
provienen de una galaxia muy lejana en cuyo viaje hasta recalar por
estos lares se les ha atrofiado el sentido de la realidad? ¿Qué
estado mental es el que impide que la cúpula de CiU reconozca que
las cosas no han salido como ellos esperaban y que, por tanto, hay
que realizar un exhaustivo examen de conciencia para ver en qué han fallado? Lo mire como lo mire el señor Mas y su cuadrilla de
aduladores, le den las vueltas que quieran darle, no hay más hecho
irrefutable que el que los catalanes no les han apoyado en el pulso
que han querido mantener con el Estado central. Aquello que dijo en campaña electoral de que ni
Constituciones ni leyes van a impedir que el pueblo de Cataluña se
pronuncie en referéndum sobre si desean dejar de pertenecer a España
es algo que tendrá que tragarse a cucharadas. Ya tiene respuesta a
su fanfarronada, así que ahora que actúe en consecuencia.
Todo ello es
indicativo de la cara dura que lucen algunos con tal de mantenerse en
el cargo a costa de los más elementales principios éticos que deben
presidir la actuación de un político, al que los ciudadanos le
encomendamos la labor de administrar la confianza en ellos depositada
para que revierta en una mejora del bienestar social. Si después del
25 de noviembre todo sigue igual en la cúpula del partido que
dirigen en comandita Arturo Mas y Duran i Lledia, no podremos por
menos que concluir que ciertos gobernantes no saben interpretar la
voz del pueblo. Y esto es un tema muy grave, puesto que si ni
siquiera se inmutan de sus errores cuando son tan palmarios como en
este caso, no les quiero ni contar la de disparates en que incurrirán
en la gestión diaria de una Comunidad Autónoma como la catalana sin
ser conscientes de ello. Aquí lo que subyace es un problema mucho
más profundo, como es el de una clase política dispuesta a
justificar su alarmante
incapacidad para ejercer con criterio el mandato popular del que son
depositarios. Pero, a pesar de todo, no debemos caer en la
desesperanza. No todo es oscuridad y tinieblas, si no que los hay que
portan una antorcha con la que tratan de encontrar el camino que
conduzca a un cambio de actitud por parte de esos nacionalismos
excluyentes capaces de apropiarse del sentimiento de todo un pueblo.
Los que andan inmersos en esa labor de búsqueda son Alicia Sánchez
Camacho por el PP y, sobre todo, Albert Rivera por Ciutadans. Este
último, con un lenguaje claro y sin concesiones a la galería, tiene
el mérito de haber conseguido posicionarse con cierta estabilidad en
el complicado arco parlamentario catalán en apenas seis años. Si al
principio de su irrupción política aparecía a modo de Robinson
Crusoe en una isla solitaria, ahora cada vez son más los que se
acercan a visitar ese espacio de lucidez intelectual en que Rivera ha
convertido a un partido pequeñito, sin grandes pretensiones, pero
que muchos ven como un salvavidas al que aferrarse en el mar de fondo
que supone la deriva separatista encabezada por CiU. Este hombre, que advino al mundo de la política en paños menores -recuerden la portada de su primera campaña electoral- tiene el deber y la responsabilidad
de, junto con la presidenta del PP catalán, saber transmitir a la
ciudadanía un mensaje de unidad que deje sin coartada la
confrontación dialéctica en la que el bloque nacionalista basa su
estrategia. De ellos depende que en Cataluña no se tenga la
percepción de que España es la gran usurpadora de sus aspiraciones
independentistas.
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