Una tarde de 1993,
mientras me disponía a realizar un descanso en mis repasos para
preparar los exámenes de selectividad, decidí aparcar por un momento a
Platón y su caverna, a la Revolución Francesa y su Toma de la
Bastilla, a la generación del 27 y sus insignes poetas para hacer
una pausa con la que poder asimilar todo lo estudiado. No se me
ocurrió mejor alternativa para liberar la mente que acudir al mando
a distancia y pasearme por la programación vespertina de las cadenas
de televisión. En aquellas fechas la calidad de la parrilla catódica
era infinitamente superior a la bazofia que, por desgracia, nos
inunda hoy en día. Lo que presencié nada más sintonizar la segunda
cadena de TVE me impactó tanto que durante mucho tiempo se convirtió
en uno de mis temas predilectos en cuanto a lecturas se refiere. Como
les digo, fue encender el televisor y ver cómo los sesos del
presidente Kennedy volaban literalmente por los aires, al mismo
tiempo que su mujer Jacky, que acompañaba a su marido en la comitiva
presidencial por las calles de Dallas aquel funesto 22 de noviembre
de 1963, trataba de salir a gatas por la parte trasera del Lincoln
descapotable que los transportaba. Aquel magnicidio marcó a toda una
generación de norteamericanos, la mayoría de los cuales idolatraban
el glamour destilado por los Kennedy, independientemente de que
sintonizaran o no con las ideas defendidas por el Partido Demócrata.
Nunca la Casa Blanca tuvo unos ocupantes con mayor esplendor icónico:
un héroe de la II Guerra Mundial condecorado con el Corazón Púrpura
por su valor al frente de la Patrullera PT-109 en la zona del
Pacífico, firme defensor de los derechos civiles y pacifista
empedernido (con la excepción de la fallida invasión de Bahía Cochinos de Cuba en 1961) que salvó al mundo de una conflagración nuclear durante
la crisis de los misiles con la URSS en 1962; mientras que Jacky era
admirada por su estilo y saber estar en todo tipo de reuniones que
requerían la participación de la Primera Dama, siempre con una
sonrisa natural en los labios que utilizaba como arma para atraerse
hasta al más acérrimo de sus enemigos, tanto en lo político como en
lo personal. Naturalmente, con el paso del tiempo se ha comprobado
que ese aparente esplendor también escondía su lado oscuro, pero la
imagen que transmitían era la de una pareja unida que sabía
conectar a la perfección con el pueblo.
Se han escrito ríos de tinta sobre el asesinato de JFK, y mientras unos dan por buena la versión oficial de la Comisión Warren, basada en la existencia de un único asesino -en este caso, Lee Harvey Oswald-, son multitud los investigadores que se decantan por las teorías de la conspiración: unos afirman que fue un complot organizado por la propia CIA, otros le dan protagonismo a la mafia y tampoco faltan quienes apuntan a una vertiente cubana. Incluso no escasean quienes señalan con el dedo acusador al vicepresidente Lyndon B. Johnson, el cual, espoleado por los magnates del petróleo de Texas y con la guerra de Vietnam como telón de fondo, se habría plegado a sus presiones para que los Estados Unidos entraran en guerra contra el vietcong, algo que no conseguirían con Kennedy como presidente. Qué mejor manera de finiquitar una política pacifista que acabar con la vida de aquél que representaba y defendía esa postura. Eso fue lo que debieron de pensar quienes no encontraron más solución para hacer realidad sus ambiciones económicas en el área armamentística que poner al frente del Gobierno a alguien que sí estuviera de acuerdo en iniciar un conflicto con el bloque comunista en el sudeste asiático. Así fue como el nuevo presidente, aprovechando el supuesto ataque sufrido por el destructor USS Maddox el 2 de agosto de 1964 en el Golfo de Tonkin, pidió plenos poderes al Congreso para declarar oficialmente abiertas las hostilidades contra Vietnam del Norte. El resto de esta historia, aunque sólo sea por lo mostrado en las películas de Hollywood, es de sobra conocida por todos.
Retomando los días
del asesinato de Kennedy, aquel hecho también supuso un momento
dorado en la historia de la televisión del país que se precia de
ser la mejor democracia del mundo. La audiencia de los noticiarios
fue testigo de cómo Walter Cronkite, el periodista por antonomasia y
de mayor credibilidad, con la voz entrecortada por la emoción de los acontecimientos, anunciaba la muerte del trigésimo quinto presidente de los
Estados Unidos; de cómo una legión de coches de policía se
agolpaba a las puertas del cine donde Oswald se había refugiado al
poco de perpetrar el crimen; de cómo a los dos días de la detención
del único sospechoso, Jack Ruby -mafioso de segundo orden- mataba al
propio Oswald de un disparo en el vientre mientras era escoltado por
los pasillos subterráneos de la comisaría de policía de Dallas para ser
conducido a la cárcel del condado; y, por fin, de cómo el 25 de
noviembre el pueblo americano se conmovía al ver a John John
Kennedy, el hijo pequeño del presidente de tan solo tres años,
saludar militarmente ante el féretro de su padre. Todo ello contribuyó a
exaltar la figura mítica de un hombre que quiso cambiar el mundo, al
mismo tiempo que crecía la leyenda sobre la maldición de los
Kennedy. No en vano, Joseph P. Kennedy Jr, el hermano mayor del
presidente -sobre el que su padre depositó todos sus esfuerzos para
que algún día llegara a la más alta magistratura de la nación-
moría en una misión secreta de la aviación durante la Segunda
Guerra Mundial, al igual que Robert F. Kennedy también fue abatido
por un perturbado en el Hotel Ambassador de Los Ángeles durante la
campaña a las presidenciales de 1968. El último eslabón en esta
cadena de adversidades se produjo en julio de 1999, cuando el hijo
del malogrado presidente Kennedy perdía la vida en un accidente de
avión.
Aquel reportaje
desencadenó en mí el afán
por conocer todo cuanto rodeaba a la personalidad emblemática de una
de las dinastías familiares más arraigadas en la política
estadounidense: desde libros hasta reportajes de televisión, pasando
por artículos en revistas de historia, fui acumulando una serie de
conocimientos que me hizo llegar a conclusiones aterradoras, en el
sentido de que si alguien estorba a la consecución de los
intereses económicos de una minoría, aunque ese obstáculo esté
representado por el hombre más poderoso de la Tierra, los hay
que no dudan en poner en marcha el mecanismo para salvar ese escollo.
Oswald se convirtió en la cabeza de turco de una trama auspiciada desde los
centros de poder que veían a Kennedy como el enemigo a batir. Por lo que a mí respecta, y modestamente, todo aquello me
sirvió para realizar uno de mis primeros escritos -redactados
siempre sin anhelos de publicación-, pero que ahora y gracias a este
blog no me resisto a compartir. Es el siguiente:
Cielo encapotado, gotas de lluvia, asfalto mojado.
Muchedumbre agolpada,
alegría desbordada, satisfacción generalizada.
Calles abarrotadas,
felicidad incontrolada, aplausos generalizados.
Flequillo imponente,
rostro curtido, espalda maltrecha,
corazón de hierro y valor
reconocido.
Perenne sonrisa, tersas
mejillas, mano al aire y efusivos saludos.
Tranquilidad aparente,
estallido inquietante, tensión latente.
Dolor insoportable, bala
impertinente, sangre derramada...vida sesgada.
Paladín de la paz y la
libertad, enemigo de la guerra y la desigualdad,
abanderado de la esperanza
y la solidaridad.
¿Qué oscura mentalidad
tuvo la osadía
de hacer desaparecer a
este símbolo del renacer?
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