martes, 20 de agosto de 2013

¿La prensa que nos merecemos?

   
 Hace mucho tiempo que llevo dándole vueltas al hecho de si publicar o no lo que, finalmente, he decido plasmar en el post de esta tarde. Animado por las opiniones de mis grupos de amistades, fiel reflejo de las capas sociales de nuestra región (los hay con estudios superiores, medios, básicos, en paro, con trabajos de responsabilidad, curritos, funcionarios…), quiero recoger la opinión generalizada acerca del papel de la prensa escrita en nuestra Comunidad Autónoma, más en concreto de los diarios HOY y El Periódico Extremadura. Como digo, hace ya años que tenemos formada una idea al respecto, pero es ahora, durante el verano, cuando nuestras críticas se acentúan. Por eso, siendo consciente de que puedo generar polémica, quiero partir de la premisa de que me limito a manifestar las apreciaciones de mi entorno de amistades. Mi papel, en esta ocasión, es el de mensajero, aunque esté de acuerdo con el sentir de la mayoría. Por supuesto, y para disipar cualquier malentendido, dejo a salvo de esta crítica la encomiable labor realizada por la red de periódicos locales que, al amparo de estas dos históricas marcas, se han extendido por los principales municipios de nuestra región. Hechas las advertencias precedentes, continúo.
                                                       
   Al parecer, en Extremadura no hay más acontecimientos reseñables a nivel periodístico que si la perrera municipal de no sé qué pueblo se ha quedado sin luz,  que si la calle no sé cuál está de obras, que si el ayuntamiento X no arregla el bache de no sé qué carretera de circunvalación, que si tal personaje público tiene cierto parecido físico con no sé qué actor de renombre, que si las rebajas no van tan bien como en otras temporadas, que si la ola de calor está causando furor, que si rompen una vidriera al entrar a robar en un convento, que si finalmente el proyecto del Corte Inglés en Cáceres será una realidad, al igual que el tantas veces anunciado párking subterráneo en las proximidades de la Cruz de los Caídos, también en la capital cacereña. Estas son las flamantes noticias a las que la prensa dedica la mayor parte de su espacio para informar a sus lectores en estas fechas tan propensas a la pereza intelectual. A veces hay que escudriñar hasta debajo de las piedras para sacar a la luz una noticia que merezca tal calificativo, pero últimamente parece que los plumillas –o sus jefes, mejor dicho- no están muy por la labor de prestigiar una profesión que no pasa por su mejor momento. No exigimos desayunarnos cada día con la primicia informativa del año, pero de ahí a que nos tengamos que tragar sapos de ese calibre media un abismo. Supongo que los periodistas que soñaban con el ideal de convertirse en una especie de Lou Grant durante sus años de facultad no darán palmadas de alegría cada vez que sus jefes les mandan a cubrir temas que tendrían mejor acomodo en La Hoja del Lunes de la barriada correspondiente. Muchos de ellos han perdido ya la motivación y el mordiente necesarios para dedicarse a una labor con un alto desgaste personal y familiar, por no hacer mención a los ridículos salarios que perciben.

La prensa regional extremeña hace tiempo que viene practicando un pefil bajo –más bien plano-, ilustrando a toda página hechos que no interesan al común de los mortales, pasando de puntillas por acontecimientos que merecerían un mayor despliegue informativo. El tratamiento anodino e insulso que muestran de la realidad es un pecado para el que, a lo peor, no hay penitencia que los salve. Supongo que la culpa será de los editores y directores de turno. Es genérica la queja entre los lectores  de que tanto el HOY como El Periódico Extremadura se han convertido en una especie de gacetillas –el primero menos que el segundo, a decir de muchos de ellos- que no hacen honor a la calidad de otras cabeceras regionales de nuestro país. Cosa bien distinta es la categoría profesional de alguno de sus columnistas. Ahí nada que objetar; es más, la calidad de sus articulistas está muy por encima de las noticias tratadas a lo largo de páginas vacías de contenido e interés. Así que, si alguien va buscando una crítica mordaz –que no tiene que ser destructiva de por sí- contra la actuación de los poderes políticos, económicos o sindicales en Extremadura, que no pierda el tiempo y acuda a otras fuentes de información. Allí no las va a encontrar. Parece ser que cuenta más mantener la publicidad institucional de la Junta, ayuntamientos y diputaciones que el hecho de informar sin miedo, sin cortapisas, sin autocensuras que todo lo quieren tamizar.

Me gustaría que quedara clara la crítica de este post. No va en contra los periodistas, sino contra aquellos que están haciendo del periodismo una profesión de chichinabo al servicio única y exclusivamente de los intereses económicos. No corren buenos tiempos para casi nada, pero mucho menos para los medios de comunicación; más en concreto, para la prensa escrita. Muchas cabeceras históricas  han cedido a la crisis económica (hasta el archipremiado The Washington Post, el del caso Watergate, anda de saldo estos días), por eso me admira que tanto el HOY como El Extremadura se mantengan en pie, impasibles al desaliento por obra y gracia de un milagro digno de estudio. Lo que es seguro es que como sigan por esta senda de compadreo con el poderoso no tardarán en echar el cierre. Y sería una pena que nuestra Comunidad Autónoma careciera de un diario de referencia no sólo a nivel regional, sino también a escala nacional. No estamos pidiendo que se conviertan en una especie de Norte de Castilla, pero el hecho de no sentir vergüenza ante lo que se lee sería un paso más que interesante para reconciliarnos con nuestra prensa escrita. 

lunes, 19 de agosto de 2013

La dicha del ignorante


   

Hubo alguien que dijo que la felicidad reside en la ignorancia de la verdad. Y a fe que tenía razón. Ando estos días estivales dedicando la mayor parte de mi tiempo libre a la lectura, tumbado a la sombra de las abarrotadas y cloratadas piscinas municipales, rodeado de chiquillería que corretean como almas que lleva el diablo, disparándose con pistolas de agua proyectiles líquidos que, la mayoría de las veces, impactan en la cara de los que tratamos de relajarnos en medio de esos zipizapes morrocotudos ante la mirada impasible de sus progenitores y las menos compresivas de quienes sufrimos la mala educación de esos retoños. Y es que hay veces que a uno le entran ganas de emular a Hommer J. Simpson y coger por el cuello a alguno de esos díscolos rapaces para hacerles notar, ya que no lo hacen sus padres, que cuando te tiras dos horitas aguantando sus trastadas llega un punto en que puedes perder la compostura. Pero, en fin, todo sea porque estos niños de hoy en día sigan creciendo sin ningún tipo de cortapisas, no vaya a ser que se cojan alguna depresión.


   El caso es que hace dos semanas me topé con un libro con el sugerente título de
Alfredo Grimaldos
“La CIA en España” (Editorial Debate, 2006) del periodista Alfredo Grimaldos. Si soy sincero, hubiera deseado que no hubiera caído en mis manos porque así seguiría manteniendo la mirada de admiración que guardo por la actuación de nuestros políticos durante la Transición. Mucho me temo que ese velo se me ha caído de golpe y porrazo, de forma totalmente inesperada, que es lo peor que puede pasar en estos casos en que uno pone en los altares a ciertos personajes. ¿Y por qué digo esto? Pues porque demuestra que los servicios de inteligencia norteamericanos, con la connivencia de los políticos de la época, llevan metiendo el hocico en nuestros asuntos desde hace demasiado tiempo. La mano de la Agencia  lleva su sello en temas tan delicados como el asesinato de Carrero Blanco en diciembre de 1973, la Marcha Verde de Hassan II sobre el Sáhara español en noviembre de 1975, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y el escándalo de la colza, entre otros. Sí, en lo del síndrome tóxico también anduvo implicado el Tío Sam.  Si quieren sorprenderse con las revelaciones del autor, les animo a que salgan raudos y veloces a su librería de confianza y pidan sin dilación un ejemplar en cuestión. Aún no he terminado de leerlo, pero a buen seguro que todavía guarda muchas sorpresas.

   Por si puede ser de vuestro interés, os dejo un audio del autor charlando sobre el tema en cuestión.
   

martes, 9 de julio de 2013

El sol sale por el oeste

 
 Quisiera aprovechar la entrada de hoy para dar las gracias a Ana Gragera y Antonio León por la amabilidad con la que me han atendido esta mañana en su programa de Canal Extremadura Radio, "El sol sale por el oeste". Han tenido el detalle de llevarme como invitado para que les hablase del libro que he publicado con la editorial Control P en el que recojo parte de los artículos de este blog. Ha sido un placer y un privilegio poder dirigirme a los oyentes para hacerles partícipes de esta aventura literaria que tantas satisfacciones me está dando. Desde el primer momento me he sentido lo suficientemente cómodo como para que no se me notasen en demasía los nervios: uno no es ducho en estas lides, y siendo el programa en directo, la cosa impone mucho más. Porque si se tratase de una grabación, siempre existe la posibilidad de cortar y continuar en el punto donde uno se ha trabado en la explicación; pero en directo, amigo mío, el asunto cambia. Por eso, vaya desde aquí mi agradecimiento a sus presentadores.

   La verdad que a medida que avanzaba la entrevista me iba encontrando más suelto, con más desparpajo, con confianza. Se me ha hecho hasta corta. Cuando me he querido dar cuenta, resulta que ya estábamos concluyendo. Y esa ha sido una de las mejores señales para percatarme de que había logrado salir airoso del envite. Las otras pautas que han hecho que pensara que el experimento ha resultado satisfactorio me las han aportado mi compañera de Consejería Juani Domínguez, que me ha acompañado hasta los estudios de la emisora, así como mis compañeros de trabajo. Por lo que se ve, la entrevista ha gustado y me han felicitado por ello. Yo la acabo de escuchar en el post que han colgado en la página web del programa y, la verdad, me siento bastante satisfecho. Por cierto, se me ha olvidado decir que lo del término "esperpento" que utilizo en el título del libro se debe, más que a Unamuno o a Baroja, a Valle-Inclán.

   Lo dicho, espero que Víctor Casco no se moleste mucho por los artículos que le dedico en el blog y por el comentario que hago de él durante el programa. A lo mejor algún día hasta me decido a saludarle en el tren. Juego con la ventaja de que no me conoce físicamente, a no ser que alguien le haya comentado que han hablado de él en la radio y haya tenido la curiosidad de visitar el blog. Y por último, este comentario no estaría completo si no hago mención a Diego César Pedrera, que está a punto de publicar su segunda novela -"Tocan a muerto"- y que estoy convencido de que será un auténtico bombazo. Gracias César por hacerme creer en mis posibilidades como escritor, y por convencerme para que estos artículos viesen la luz en formato papel. Pues nada, aquí os dejo el link de la entrevista. Empieza a partir del minuto 13:50. Gracias. 

lunes, 24 de junio de 2013

El cuaderno de Guillermo

A estas alturas de la película no creo que nadie se sorprenda si digo que Fernández Vara no forma parte de mis afectos predilectos, ni siquiera de los que no lo son tanto. Proviniendo de mí, esta afirmación no tendría la mayor importancia, pero cuando esta misma opinión se la he oído decir a multitud de amigos que comparten con el señor Vara las mismas siglas de partido, la cosa tiene un punto de picante. Ya se sabe que los principales adversarios de un político no se hallan en las filas de la oposición, sino en el escaño contiguo. Parece ser que algunos -más bien la mayoría, para ser justos- se valen de la política para lograr sus aspiraciones personales a costa de dejar por el camino un buen reguero de damnificados que un día apostaron por un caballo ganador pero que, una vez instalado en  el poder, el jinete de ese caballo muestra una repentina facilidad para olvidarse de quienes le ayudaron a ocupar el puesto del que disfruta sin -aparentemente- remordimientos. Lo reconozco: hay que valer para ser político, y el señor Vara da el perfil. Pero como lo cortés no quita lo valiente, tengo que reconocer que no entiendo qué hace alguien como él, un tipo capacitado e inteligente -no se es número uno de su promoción por casualidad- en ese mundo de artimañas traicioneras, egos insultantes y ambiciones desmedidas. Si uno decide estar en política debe respetar una serie de principios irrenunciables. En su caso, me temo que hace ya tiempo que no se guía por esas premisas.

 
 Fernández Vara siempre llevará sobre sus espaldas la losa de haber sido el sucesor de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, al que -dicho sea de paso- tampoco tengo precisamente en los altares, pero al que hay que reconocerle los méritos logrados durante su longeva etapa al frente de la Junta de Extremadura: al César lo que es del César. Ocupar el puesto de un auténtico animal político debe ser un cometido tan incómodo como frustrante, sobre todo cuando se carecen de las cualidades de su antecesor y el propio interesado no es tan necio como para no ser consciente de ello. No quiero decir con esto que al señor Vara le falten aptitudes para dedicarse a la tarea de la “res pública”, pues los hay que con mucha menor preparación han logrado cotas mayores, pero digamos que tampoco sobresale por ellas. El caso es que el señor Vara, en lo que a sus expectativas políticas se refiere, ha defraudado hasta al apuntador. Cuando se hizo cargo de las riendas de la Junta lo hizo sin saber a qué atenerse: dudaba entre seguir el camino marcado por Rodríguez Ibarra (bregador, guerrero, luchador, incómodo) o labrarse uno propio al margen de un sello inconfundible que había hecho época pero que, si se quería correr parejo con los nuevos tiempos y que no le marcasen con la vitola de añejo -no hay nada peor para un progresista- , era menester encontrar uno a su imagen y semejanza. Al principio, por aquello de no decepcionar a su benefactor, gobernó haciendo guiños a la vieja guardia. Pero pronto se dio cuenta de que ese no era su estilo, que ese modo de proceder suponía una especie de travestismo que no iba con él. A partir de ahí parece que se le subieron a la cabeza las formalidades del cargo -que a uno le llamen “Presidente” en lugar de por su nombre de pila, debe causar estragos en la percepción de la realidad, a menos que esté rodeado por un equipo que le haga ver que esos oropeles son estrictamente necesarios pero, a la vez, necesariamente pasajeros- y decidió ir por libre, sin tutelas ni “tutías” -aquí el guiño lo hago yo a Fraga, a la espera de que no le moleste al señor jefe de la oposición (sic) del Gobierno de Extremadura-. Así que tenemos que Guillermo quiso volar sin ataduras; y claro, el vuelo no es que se le hiciera corto, es que duró menos de lo que se tarda en leer cualquiera de los posts de su blog . Además, para mayor tormento suyo, sus nuevas hechuras le llevaron a enemistarse con aquel a quien se lo debía todo: en más de una ocasión a Ibarra no le dolieron prendas en desautorizarle en público, haciendo mella en una relación que a día de hoy no pasa por su mejor momento.

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 Con la carita de niño bueno que le otroga el haber estudiado en un colegio de jesuitas -¡hay que ver lo revoltosos que sulen salir aquellos que iban para monaguillos!-, quiso inaugurar una nueva y floreciente etapa de prosperidad para Extremadura, y no hizo más que reincidir en los defectos del peor Rodríguez Ibarra, sin poder atribuirse alguno de los éxitos con los que compararse con su admirado padre político. Y así, dejando a un lado el escándalo del caso FEVAL, llegamos al quid de la cuestión del que trae causa este artículo. Sale hoy publicado en el diario   Vozpopuli que el amigo Guillermo dilapidó casi 35 millones de euros en Canal Extremadura durante los años 2008 y 2009. Se ve que lo importante era vender ante la sociedad extremeña, a través de los domesticados medios de comunicación, la imagen de un gobierno pretendidamente eficaz que distaba mucho de corresponderse con la realidad. Para parchear ese pequeño escollo es para lo que servían, entre otras cosas, la lluvia de millones que cayeron sobre la Cexma. Por eso, don Guillermo, si me permite el consejo, no estaría de más que dedicara parte de su ajetreada agenda en dar explicaciones en el parlamento, en su blog o donde mejor le convenga sobre unos hechos que demandan respuestas contundentes. Su cuaderno de ruta cuenta con demasiados borrones como para que se los sigamos pasando por alto. Decían de usted que podría ser la solución de consenso al guirigay de candidatos que se postulaban para disputarle a Rubalcaba el asiento de Ferraz. Por eso, si de verdad forma parte de sus planes proyectar su figura sobre el escenario nacional, resulta del todo punto inexcusable que aclare cuestiones como las que nos ocupan. Eso sí, no espere a que escampe la tormenta; cuanto antes lo haga, mejor para tranquilizar su conciencia y, sobre todo, para atemperar el cabreo de los contribuyentes, que asistimos impávidos cómo el fruto de nuestro esfuerzo impositivo se utiliza en cuestiones sumamente discutibles, por no utilizar otros términos más gruesos.






domingo, 23 de junio de 2013

Comentarios desde la barrera en formato libro

   Me satisface poder anunciaros que, después de mucho pensarlo y gracias al apoyo de la gente que visita este blog, me he decidido a editar la mayoría de los artículos en edición papel. Lo he hecho a través de la modalidad de autoedición; es decir, que soy yo mismo el que me encargo de hacer llegar el libro a todos aquellos que estéis interesados en conseguirlo. De momento no se vende en librerías porque los libreros, como es natural, tienen sus condiciones hasta para que un ejemplar se exponga en el escaparate, aparte de llevarse una considerable comisión por cada venta. Por eso, y gracias al excelente trabajo de la editorial Control P, puede decirse que me he tirado al barro en esta aventura. El libro tiene un precio de venta al público de 10 €. Todos aquellos que estéis interesados sólo tenéis que mandarme un  un correo electrónico (kenswald74@gmail.com) y os contestaré con el número de cuenta donde podéis hacer el ingreso. Una vez comprobado el ingreso, os lo haré llegar por correo ordinario.

   Sé que últimamente tengo el blog un poco abandonado, pero este proyecto me ha llevado más tiempo del que esperaba. Entre correcciones, diseño de portada y demás aspectos -totalmente desconocidos para mí-,  he estado casi un mes para la puesta a punto de este proyecto ilusionante. A partir de ahora, prometo volver a retomar la escritura con más asiduidad que hasta ahora. Por mi parte, nada más. Gracias a todos aquellos que ya me habéis encargado un ejemplar.

martes, 12 de marzo de 2013

El dilema


   Las volutas de humo se reflejaban en los gruesos cristales de sus gafas, ascendiendo lentamente e inundando la amplia estancia bañada por la esplendorosa luz del día que penetraba por el ventanal del lado este, el que se asomaba a la avenida principal. De todo el edificio ése era, sin lugar a dudas, el mejor despacho. Despacho que Filomeno Antúnez, director del matutino “La Crónica” desde hacía más de 15 años, recostado sobre la silla de cuero negro, con los pies extendidos sobre una alargada mesa de caoba, las manos apoyadas en la nuca, el chaleco desabrochado y la corbata sin anudar, podía asegurar que se había ganado por méritos propios. El cenicero rebosante de colillas a medio consumir y su cara de preocupación denotaban que algo fuera de lo común rondaba por la cabeza de uno de los periodistas más prestigiosos de la ciudad. No se trataba de problemas relacionados con la tirada del periódico, ni de ninguna nueva demanda contra el editor o de la caída de ingresos por publicidad; él era perro viejo en el oficio y esas menudencias no le solían quitar el sueño. Tendría que tratarse de un asunto mucho más grave como para que Antúnez perdiera la sonrisa que solía lucir invariablemente debajo de su poblado mostacho. Eso era lo que se imaginaba Daniel Olivares, redactor de la sección de Nacional, al ver la cara de su jefe desde su propio despacho, no tan bien situado ni tan bien decorado como el del director. Se sentía culpable por haber creado esa situación, no en vano él era el padre de la noticia sobre la que Antúnez elucubraba y a la que ambos habían dedicado los últimos meses de su vida. Ahora ya tenía atados todos los cabos como para que se publicara, siempre que el director diera el visto bueno. Y no era fácil que eso sucediera puesto que el asunto iba a hacer correr ríos de tinta.

   El director consumió la última bocanada del pitillo. Esta vez lo apuró hasta la boquilla y dejó que se apagara en el mar de pavesas en que se había convertido el cenicero. En ese momento recordó que le había prometido a su mujer que dejaría de fumar, pero eran tantas las promesas incumplidas que una más tampoco importaría lo más mínimo. Su mujer no se lo tendría en cuenta. Al pasar al lado de la abarrotada estantería, no pudo evitar fijar su mirada en una fotografía en la que se le veía junto a Emilio Romero, el viejo director del diario Pueblo de quien tanto aprendió y a quien tanto le debía. Se preguntó qué actitud adoptaría su maestro ante la decisión a la que tenía que enfrentarse. Para Don Emilio el periodismo era como una especie de religión ante la que el profesional que se tuviera como tal debía confesarse al final de cada jornada, preguntándose si había obrado en función de lo que marcaban los cánones. Cuando se trataba de hacer aflorar la verdad, los sentimentalismos debían quedar en un segundo plano. Don Emilio podría tener muchos defectos, pero resultaba indudable que también dispuso de un olfato especial para oler la noticia allá donde se produjera, el mismo fino olfato heredado por su discípulo y que ahora se debatía entre vender su alma al diablo y seguir disfrutando del estatus de director, o ser fiel a sus ideales -aquéllos por los que se hizo periodista- e ir a muerte con su redactor hasta el final de aquélla historia que los dos habían jurado mantener en el más absoluto de los secretos hasta que las distintas fuentes confirmaran sus sospechas. Aquel momento crucial había llegado; sólo faltaba que Antúnez se decantara de uno u otro lado. Olivares era consciente de esa lucha interna por parte de su director, y temía que éste al final cediera ante las presiones. Sin embargo, no perdía la fe en aquél hombre y en su palabra dada.

   Sin apartar la mirada de la foto de su benefactor, su mente se trasladó a los tiempos de vino y rosas en los que las jornadas maratonianas de trabajo concluían a altas horas de la madrugada en el bar de la calle Postas, reunidos en animada tertulia con los compañeros de otros diarios de la competencia. Tiempos en los que seguir una historia durante semanas y ver publicado el resultado en primera plana, con tu nombre al pie de la noticia por la que te habías estado batiendo el cobre, suponía el mayor triunfo al que aspiraba un recién llegado como él. Tiempos en los que tenías que patear las calles en busca de algo decente que poder llevar a la rotativa, hablando con la policía, los delincuentes, jueces, abogados y demás personajes que poblaban el submundo de los sucesos. No había mejor escuela que la de conversar acodado en la barra de cualquier garito de mala muerte con el rufián de turno para hacerte acreedor de las confidencias de quienes manejaban el cotarro. Lo mismo ocurría con el no menos degradado mundillo de la política, la banca, las empresas de altos vuelos y la crónica negra: siempre había alguien dispuesto a contar lo que sabía a cambio de algún que otro favor sin importancia. Antúnez demostró ser un todoterreno como reportero, así como una innata habilidad para esquivar tanto las envidias más o menos soterradas como los halagos descaradamente interesados. Sus superiores así se lo reconocieron, asignándole con el paso de los años tareas de mayor responsabilidad, hasta llegar a la que ejercía en la actualidad y que sabía que tendría que abandonar en caso de que se decidiera por publicar lo que a todas luces suponía el mayor escándalo de los últimos años.

A aquellas horas de la mañana la redacción estaba prácticamente vacía. Desde su puesto, Olivares observaba cómo el rostro de su jefe se empapaba en sudor, volviéndose cada vez más pálido a medida que avanzaban los minutos. Estaba siendo un verano muy caluroso y a pesar de que las agujas del reloj aún no marcaban las once, se adivinaba que la canícula iba a seguir apretando con justicia. También era mala época para que a uno le despidieran del trabajo: un periodista en paro implicaba el pasar por una serie de penalidades que no todos estaban dispuestos a arrostrar, por muy buen currículum que uno se hubiera labrado. Olivares no le perdía de vista, lamentándose de que el futuro de ambos dependiera de algo tan incomprensible como que podían verse de patitias en la calle por su compromiso con la verdad. Lo cierto es que existían poderosas razones para que ciertas personalidades de la vida social y política hicieran votos para que determinadas cuestiones no salieran a la luz, más aún si tales circunstancias afectaban a la cúpula directiva del propio periódico. Ni Antúnez ni Olivares se imaginaban ejerciendo otra profesión que no fuera el periodismo; no sabían hacer otra cosa, y después de aquello nada volvería a ser igual para ellos. Los dos tenían mujer e hijos a los que mantener, hipotecas y facturas que pagar, y eran perfectamente conscientes de que esas horas iban a condicionar su porvenir más inmediato. Se habían conocido en una de las noches interminables de la calle Postas, entre tragos de whisky que alimentaban las esperanzas de unos y confirmaban las desilusiones de otros, cuando Antúnez ya era casi una eminencia y Olivares comenzaba a dar sus primeros coletazos como plumilla de a tanto la pieza. Hicieron buenas migas desde el primer momento y el director consiguió que lo admitiesen como personal fijo en la plantilla de “La Crónica”, motivo más que suficiente para que Olivares le estuviera eternamente agradecido.

   La puerta del despacho se abrió, pero el director -con el enésimo cigarrillo de la mañana entre los dedos- se quedó inmóvil, posando su mirada perdida a uno y otro lado de la redacción. Su aspecto delataba las noches de insomnio que aquella noticia le había ocasionado desde hacía días, cuando el jefe de Nacional le confirmó que, efectivamente, una quinta fuente había corroborado lo que ambos ya conocían. Olivares, con las mangas de la camisa dobladas hasta los codos, se incorporó del asiento pero tampoco se atrevió a dirigir sus pasos hacia ninguna dirección; simplemente permaneció de pie a la espera de lo que Antúnez tuviera que decir. La imagen de esos dos hombres en actitud expectante provocó cierta curiosidad entre el resto de compañeros, convidados de piedra de una escena en la que sólo sus protagonistas principales eran sabedores de su gravedad. Finalmente el director se decidió y avanzó con paso firme hasta donde le esperaba aquel joven periodista en quien había depositado toda su confianza. Frente a frente, con los ojos cargados de emoción, sobraron las palabras para que Olivares se percatara de que la decisión estaba tomada. Después de darse un apretón de manos, cada uno volvió a su puesto con la convicción de que habían hecho lo correcto. En ese momento la redacción comenzó a llenarse de los periodistas y colaboradores dispuestos a ocupar sus atestadas mesas con el anhelado propósito de cambiar el mundo a través de sus artículos, todos ellos ajenos a los momentos de tensión vividos entre aquellas paredes en las que se había decidido que primaría el derecho de los lectores a conocer la verdad fuera cuales fuesen los peligros que la acecharan. La verdad como virtud y no como utopía.


martes, 5 de marzo de 2013

Evocaciones de un escritor.


   Con la gélida mañana despertó un nuevo día inundado por un manto de húmeda y ligera niebla que envolvía las ateridas siluetas de quienes, desde primera hora, se atrevieron a echarse a las calles para aprovechar al máximo un festivo más de los que jalonaban el calendario. A pesar de que la climatología no invitaba a practicar la recomendable actividad de pasear, cualquier excusa era buena para salir de casa. Tenía que sacar fuerzas de flaqueza con tal de no sentirse prisionero de dolorosos recuerdos que no harían sino sumirle en la zozobra de una nostalgia perniciosa que en nada ayudaría en la tarea de sustentar a un espíritu en transición hacia nuevos horizontes. Así que, con la ropa de abrigo suficiente -salvo el gorro de lana y las orejeras, llevaba todo lo demás-, se propuso aparcar por un momento su congénito pesimismo con la intención de redescubrir los rincones más recónditos de su ciudad, confundiéndose con la algarabía de un paisanaje ajeno a sus preocupaciones.

   La estampa que se encontró durante el recorrido no era muy distinta a la de un domingo cualquiera de un otoño casi invernal: parques repletos de niños curiosos perseguidos por unos padres sobreprotectores; grupos de jubilados con el periódico bajo el brazo, marcando el paso con milimétrica cadencia en busca del primer bar en el que tomar algo bien caliente que reconfortara sus enjutos cuerpos; pandillas de joviales adolescentes gastándose bromas picantes propias de la edad; ciclistas kamicazes que desafiaban con imprevistos movimientos al escaso tráfico rodado... Sólo faltaban los devotos a la salida de misa. Y todo ello acompañado por el vuelo rasante de algún pajarillo despistado, por el rumor de las copas de los árboles azotadas por la fuerza de un viento siberiano, por el chasquido de sus hojas caducas al ser pisoteadas por los descuidados transeúntes, por el susurro de los traviesos chorros de agua de las fuentes que encontraba a su paso.

   La melancolía fluía a raudales, convirtiéndose en la nota protagonista de su deambular absorto, sumido en mil cavilaciones de las que sólo despertó al ver la figura de un limpiabotas. Hacía mucho tiempo que no se topaba con uno, aunque también es verdad que pocos se decidían por tomar los hábitos de esa profesión. Si no fuera tan alto bien podría decirse que tampoco andaba escaso de carnes; el rostro curtido por las penalidades lo poblaba una escasa y descuidada barba encanecida. Sus huesudas manos se afanaban en realizar con presteza un trabajo impecable con el calzado de una de las variopintas turistas extranjeras que visitaban la ciudad durante aquellos días de asueto. Su profunda mirada evocaba los recuerdos de un pasado más próspero. Su porte destacaba por el pelo engominado peinado hacia atrás, así como por un desgastado traje gris que había conocido épocas de gloria, acompañado por una camisa blanca coronada por una corbata anudada al estilo inglés. Los zapatos, para dar ejemplo, relucían hasta bajo la espesa niebla que todo lo recubría. Sus cuidados gestos, el modo en que se dirigía a la turista y el perfecto inglés en el que transcurría la conversación entre ellos eran indicios más que suficientes para que, en su conjunto, se adivinara que aquél hombre había vivido épocas mejores. Resultaba encomiable la dignidad con la que desempeñaba su cometido, incluso el entusiasmo con el que trataba de sacar lustre a unas desvencijadas botas a las que sólo un milagro devolverían a su estado natural.

   Pablo se quedó observando con detalle aquella estampa costumbrista que parecía rescatada de principios del siglo XX. No dejaba de preguntarse quién habría sido realmente aquél hombre y qué circunstancias le habrían llevado a esa situación. Resolvió que, una vez concluyera con la turista, él sería el próximo cliente de aquéllas prodigiosas manos que volaban con la habilidad propia de un gran maestro en su oficio. Dicho y hecho: despegar la “guiri” sus botines del reposapiés y plantar los suyos con celeridad fue todo uno. Viéndolo ahí, sentado en su taburete y dando buena cuenta del betún y el cepillo, cualquiera diría que Fulgencio había sido mozo de espadas de uno de los toreros más afamados de la década de los sesenta y los setenta, que había viajado por todo el mundo, que incluso había contraído nupcias con la hija de un Lord británico que vivía en el peñón de Gibraltar, que fruto de ese matrimonio habían nacido dos hijos, que su mala cabeza le llevó a abandonar a su familia hipnotizado por la glauca mirada de una prometedora actriz de la farándula que se quedó en eso, en simple promesa del espectáculo; que cuando el dinero empezó a escasear, a su querida no le dolieron prendas en convertirse en la concubina del empresario que administraba el teatro en el que se representaba la obra en cuyo cartel aparecía ella como primera actriz; que después de aquella estocada Fulgencio no volvió a ser el mismo y que se refugió en el alcohol como compañero de viaje. Su vida naufragaba sin rumbo fijo hasta que un día, instalado en una posada de Madrid, sin más oficio que el ir de parque en parque con su tetrabrick de vino tinto a cuestas, quiso la casualidad que se encontrase con el puesto de un limpiabotas en una de las calles adyacentes a la Puerta del Sol. Lo que más le sorprendió fue que de la silla habilitada para los clientes colgaba un cartel en el que podía leerse “Se traspasa el negocio por jubilación”. Y así fue como se inició en ese noble oficio que le llevó a conocer a personajes como Tierno Galván, Umbral o Cela. Pablo, por su parte, no se atrevió a preguntarle nada, limitándose a observar el faenar de aquel hombrecillo que tarareaba coplas, fandangos y pasodobles cuando la clientela no le daba conversación. Tampoco quería importunarlo con su curiosidad, así que una vez hubo terminado, se alejó del lugar con el pensamiento de que aquél limpiabotas anónimo podría convertirse en el personaje central de la novela que se proponía escribir. A buen seguro que dos tardes con él bastarían para emborronar unos cientos de páginas con las que deleitar a sus futuros lectores. Porque él también había roto con su pasado y había recalado en la gran urbe para dar comienzo a un futuro esplendoroso en el arte de las letras.