viernes, 27 de abril de 2018

Sostiene Cifuentes


   Sostiene Cifuentes que ha sido objeto de chantaje y extorsión, que dimite de la presidencia de la Comunidad de Madrid... con la cabeza bien alta. De blanco puro, con su rubia melena recogida en su larga coleta, se plantó delante de la prensa para, sostiene, esbozar las razones que la han llevado a tomar esta dolorosa decisión. Con voz pastosa y con dificultades en la vocalización, sostiene que esta situación es fruto de su política de “tolerancia cero” con los corruptos, algo que sus adversarios no le han perdonado. Sostiene, en fin, que llevaba meditando su posible renuncia desde que saliera a la luz lo de su feo asunto del máster que le regalaron por la cara, pero que no lo hizo porque nadie en su partido se lo exigió. Todo lo cual lo sostiene con tono desafiante, como retando a un duelo a primera sangre a quien ponga en duda su honorabilidad. Al fin y al cabo, sostiene, la cosa no era para tanto. Sostiene, también, que a lo largo de su vida ha podido cometer errores, que quizás (como cualquier mortal, dice) ha cruzado algún que otro semáforo en rojo, pero que eso no justifica las líneas, también rojas, que han rebasado sus enemigos en una persecución personal que, sostiene apesadumbrada, viene padeciendo desde hace ya demasiado tiempo. Que una vez que la prensa ha aireado el vídeo en el que se la ve en el cuartucho de un centro comercial, acompañada del guardia de seguridad que la condujo hasta allí ante la sospecha de que había introducido en su bolso -sostiene que involuntariamente- dos frascos de crema facial antiedad, no le ha quedado más remedio que tirar la toalla para preservar su dignidad y la de su familia. Y todo esto es lo que sostiene la señora Cifuentes en su descenso a los infiernos.



   En fin, con este primer párrafo redactado al estilo Sostiene Pereira, novela del italiano Antonio Tabucchi, quiero poner de manifiesto las puñaladas traperas que se vienen propinando entre sí las distintas facciones en las que se descompone el Partido Popular de Madrid. Desde que Esperanza Aguirre convocara, a mediados de septiembre de 2012, una rueda de prensa para anunciar su dimisión como presidenta de la Comunidad, el juego sucio ha sido la moneda de cambio utilizada para cobrarse las venganzas entre las distintas familias populares. Su sustituto en el cargo, Ignacio González, ha estado algo más de seis meses en prisión provisional (desde el 21 de abril hasta el 8 de noviembre de 2017) por su implicación en las presuntas irregularidades durante su mandato como presidente del Canal de Isabel II. Por su parte, Francisco Granados, fiel escudero de la lideresa, permaneció encarcelado entre el 31 de octubre de 2014 y el 14 de junio de 2017 por su presunta implicación en el caso Gürtel. Granados y González, expertos en navegar por los hediondos lodazales de los bajos fondos, medraron en sus carreras políticas bajo el paraguas protector de Esperanza Aguirre, que recompensaba sus lealtades otorgándoles los puestos institucionales más apetitosos. Ambos dos, al parecer, traicionaron su confianza y ahora aquélla los repudia entre sollozos y gimoteos poco convincentes. Cuesta creer que la señora Aguirre no estuviera al tanto de la carrera delictiva que sus subordinados estaban llevando a cabo desde que se dieron cuenta que la política era el mejor medio para forrarse a base de tropelías varias. La codicia y ese creerse inmunes que tanto caracteriza a este tipo de bravucones, terminaron por romper el saco de la avaricia después de mangonear sin recato. Habían sido tantos años de llevárselo crudo, que supongo que se confiarían y llegarían a pensar que, si a esas alturas no les habían trincado, bien podían seguir arriesgándose a llenar la buchaca sin miedo a ser enchironados. Lo suyo se había convertido en puro vicio, y ya se sabe que los vicios proporcionan placer hasta que llega el día en que no puedes controlarlos: ése es el momento en el que ya está todo perdido, porque careces de la capacidad de reacción necesaria para enfrentarte a tus demonios.


   Y en esto que, a finales de junio de 2015, tras vencer en las elecciones autonómicas y contar con el apoyo de Ciudadanos en la sesión de investidura, alcanzó Cristina Cifuentes la presidencia de la Comunidad de Madrid con promesas de renovación interna y con ganas de hacer limpia en las cloacas del partido, que buena falta hacía. Levantar alfombras y abrir ventanas para regenerar las instituciones y librarlas de la corrupción, viniera de donde viniera y cayera quien cayera, fue el eslogan que la hizo popular entre los madrileños. Pero claro, cuando uno pretende abanderar una cruzada tan ambiciosa se supone que, como mínimo, debe tener las manos limpias para evitar que los damnificados puedan volverse en tu contra. Y eso, a grandes rasgos, es lo que le ha sucedido a Cifuentes. Ha errado en la estrategia y en el cálculo de los más que previsibles daños colaterales: la colección de enemigos cosechados a lo largo de su trayectoria política han hecho causa común para derribarla sin tapujos. El fuego amigo, como siempre, ha resultado mortal de necesidad. Los bochornosos episodios del máster y del vídeo de marras han provocado la caída en desgracia de quien, aparentemente, era ejemplo de honestidad y se postulaba como uno de los pesos pesados del Partido Popular a nivel nacional. Una persona que ha demostrado tan escasos escrúpulos éticos en su vida privada no está capacitada ni para presidir la comunidad de vecinos de su bloque. Más allá de posibles patologías psicológicas que puedan justificar pecados veniales, y reconociendo que, hasta la fecha, nadie ha podido demostrar que se haya llevado un duro del erario público, lo cierto es que su actitud la inhabilita para continuar ocupando ningún cargo político.


   A la hija del general le ha sobrado soberbia y le ha faltado honradez. Una vez destapada la polémica provocada por el máster, alguien normal habría dimitido ipso facto, se le habría caído la cara de vergüenza y se habría enclaustrado en su casita durante una larga temporada. Sin embargo, Cifuentes, tan pija y tan progre, tan cínica y tan mentirosa, no ha tenido empacho en fabricar una versión edulcorada de los hechos con tal de aferrarse, contra viento y marea, a la poltrona. A pesar de ser pillada en un renuncio de tal magnitud, ahí seguía ella tratando de convencer de su inocencia a los incautos que la seguían apoyando, renunciando en última instancia a un título más falso que Judas. Ha tenido que ser el hurto de dos botes de crema -a razón de 20 eurillos cada uno- la espoleta que haya puesto punto y final a una prometedora carrera política. Indignación es lo que hemos sentido los ciudadanos ante un espectáculo tan bochornoso, que demuestra tanto la bajeza de la política de altos vuelos como la falta de escrúpulos morales de quienes, precisamente, deberían ser modelo de comportamiento. Cuando a principios de este mes asistíamos a la salva de aplausos que los delegados de la Convención Nacional del Partido Popular tributaban en Sevilla a Cristina Cifuentes, una vez que ya se conocía el affaire del máster, el común de los mortales no dábamos crédito a lo que contemplaban nuestros ojos: cómo era posible, nos preguntábamos, que recibiera el apoyo sin fisuras de sus compañeros de partido, sin un atisbo de autocrítica después de todo lo que había sucedido. Confundida por los palmeros que la rodeaban, Cifuentes no se dio cuenta de que a esas alturas de la película su figura lucía como un exquisito cadáver político al que ni siquiera llorarían las plañideras de turno. Hasta aquí ha brillado su estrella, aunque seguro que su luz no se apagará del todo: no tardaremos en verla colocada en algún consejo de administración de postín. La política es despiadada y desagradecida con el débil de espíritu, pero suele devolver los servicios prestados con regalías nada desdeñables.

 
 

martes, 24 de abril de 2018

Esperando a Baroja


   Resulta cuanto menos desalentador acudir a la biblioteca pública de tu ciudad y comprobar que hay más ejemplares de las novelas de Tom Clancy que de las de Pío Baroja. Sale uno de casa un domingo, desapacible en lo meteorológico, en busca de las Memorias del escritor vasco y, del casi centenar de obras que escribió, menos de una docena son las que cuelgan de las estanterías de la biblioteca “A. Rodríguez-Moñino/M. Brey” de Cáceres, la mitad de ellas volúmenes dedicados a Las Inquietudes de Shanti Andía y a Zalacaín el aventurero. Ni rastro de Desde la última vuelta del camino, La casa de Aizgorri o Miserias de la guerra. Y, sin embargo, a los encargados de confeccionar su fondo bibliográfico no se les ha escapado ni uno solo de la treintena de títulos que componen la obra del antedicho autor norteamericano, mostrando una desdeñosa preferencia por los agentes de la CIA Jack Ryan y John Clarck en detrimento del liberal y masón Aviraneta o del atormentado Fernando Ossorio. Dirá su directora que ellos se limitan a adquirir lo que demandan los usuarios -best sellers de poca monta cuya calidad literaria no soportaría la crítica de cualquier juntaletras escaso de talento como el que suscribe-, argumento carente de peso e igualmente válido para justificar los sálvames y tronistas que pueblan la parrilla televisiva de un canal de televisión de cuyo nombre no quiero acordarme... Me parece muy bien que entre los anaqueles figuren las creaciones que con tanto esmero han pergeñado Dan Brown, John Grisham, Ken Follet, María Dueñas o Ruíz Zafón; pero, con mayor motivo, junto a ellas no pueden faltar Baroja, Azorín, Galdós, Cela, Delibes, Pardo Bazán, Clarín…, por circunscribir el asunto a este ramillete de ilustres novelistas patrios de los dos últimos siglos. Es decir, que si para hacer hueco a los maestros hay que purgar a, pongamos por caso, Boris Izaguirre, Jorge Javier Vázquez, Maxim Huerta o a Blue Jeans, yo me apunto a la quema. Mis respetos, por supuesto, a quien demuestra la valentía de enfrentarse a un folio en blanco -porque, además, ellos también cuentan con su público-, pero cuando de lo que se trata es de establecer prioridades, se impone una selección natural donde no tienen cabida los mediocres.


    En estos tiempos de crisis, un libro es poco menos que un objeto de lujo. Uno decente, con una edición más o menos cuidada, normalmente no suele bajar de los 20 euros. Con ese dinero yo conozco a más de uno que prefiere alternar de cañas con su cuadrilla de amigos, o destinarlo a la compra del último modelo de zapatillas de running (que es lo que se lleva ahora), antes que invertirlos en adquirir la última novela de Pérez Reverte. Por eso, para que la carencia de cuartos deje de constituir  la excusa con la que seguir perpetuando esta preocupante dinámica, qué menos que las bibliotecas públicas cuenten con un catálogo digno, tanto como para que los poquitos lectores que aún quedamos no nos veamos abocados a caer en los tentáculos del ebook como único remedio para conseguir a nuestros autores predilectos. En un país donde el 40 % de la población no lee un solo libro a lo largo del año, hay que ponérselo fácil al lector, esa rara avis que alimenta el alma a base de renglones por los que desfilan un universo de personajes envueltos en aventuras rebosantes de pasiones inconfesables, de amores no correspondidos, de intrigas, conspiraciones y traiciones por doquier. Una sociedad que da la espalda a la lectura es una sociedad inculta, manipulable, miedosa, desnortada, sin valores en los que asentar las esperanzas e ilusiones de su proyecto vital. 


    Desde que en 1995 la Conferencia General de la UNESCO aprobara, a propuesta del gobierno español, la fecha del 23 de abril como Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor para conmemorar el fallecimiento, allá por 1616, de tres “monstruos” de la talla de Shakespeare, Garcilaso de la Vega y Cervantes -éste, en realidad, murió un 22 de abril, aunque fue enterrado al día siguiente-, más de cien países vienen celebrando desde entonces esta efemérides. Pero no todo se resuelve dedicando al libro un día en el calendario o rebajando el IVA por el que tributan del 21 al 4 por ciento. Si de verdad los Estados mostraran una mínima preocupación por la calidad cultural, intelectual y educativa de sus conciudadanos, consagrarían sus esfuerzos a promover una política integral que paliara los sonrojantes índices de lectura que, por ejemplo, asolan España. En esto, como en otras muchas cosas, somos puro páramo. Y mucho más ahora, donde las redes sociales acaparan el protagonismo que, en condiciones normales, debería tener la literatura. Lo que ya no acierto a averiguar es si a los gobernantes les interesa un pueblo instruido, cultivado, con sentido crítico; aunque, bien mirado, creo que la duda, en este caso, ofende. Hay que tratar por todos los medios de arañar tiempo a lectura para quitárselo al facebook, al twitter, al instagram y demás artilugios que aborregan al personal hasta límites insospechados. Partiendo del hecho indiscutible de que el mundo se ha vuelto loco, los libros siguen siendo el mejor refugio para sustraerse a la esquizofrenia colectiva en la que andamos inmersos. Por eso, yo seguiré esperando con paciencia a que don Pío, desde la vuelta del camino, aparezca por la biblioteca pública de Cáceres para zambullirme en sus Memorias.

lunes, 9 de abril de 2018

Y la muerte llamó a su puerta


   Se llamaba Julio, era gallego y le gustaba fumar. Disfrutaba con un cigarrillo entre los dedos como el que se deleita enfrascado en la lectura de un buen libro, a media luz, en la soledad de una apartada habitación. Julio daba caladas con la misma prestancia y cadencia con la que otros devoran una novela de aventuras. Inhalaba el mortal veneno hasta lo más profundo de sus entrañas, acompañando el gesto de una mirada perdida que solía fijar en un punto infinito, ensimismado en ilusiones y esperanzas de un futuro mejor. Se quedaba absorto contemplando las volutas de humo que escupía con amargura. Cuando quería darme cuenta, lo veía arrojando la colilla al suelo mientras yo apenas comenzaba a dar las primeras bocanadas. En cuanto la apagaba con la punta del zapato, se arrepentía por haber sucumbido, una vez más, a la tentación del vicio turbador. Ante mi reprimenda, él lo solucionaba con un simple "de algo hay que morir, Joselillo".

    Nuestro trato se ceñía al ámbito laboral, lo cual no impidió que nos tuviéramos un cierto aprecio, mutuo y sincero. Trabajábamos en distintas Consejerías, aunque nuestros Servicios se ubicaban en el mismo edificio, primero en la calle Santa Eulalia y más tarde en el complejo administrativo del III Milenio, ambos en Mérida. Durante años coincidíamos cada mañana a las puertas de la oficina para, con la excusa de despejar la mente, echar un pitillo y dar rienda suelta a las trivialidades de las que se supone que hablan los funcionarios en sus ratos de asueto. De vez en cuando se unían a nuestra tertulia Calixto, guardia de seguridad de una empresa privada que presta sus servicios para la Junta de Extremadura - otro ex fumador empedernido que, por suerte, ha conseguido dejarlo a tiempo-, y Carlos, un compañero que, al igual que yo, se conformaba con llevarse a la boca dos o tres vegueros al día.

    De un tiempo a esta parte notaba a Julio apesadumbrado. Lo delataban sus gestos apáticos, su mirada lánguida, su voz queda; en definitiva, su escasez de ánimo. Y eso, que, dentro de lo que cabe, podría decirse que Julio era un tipo risueño, al menos con aquellos con quienes mantenía cierta confianza, entre los que, por supuesto, no se encontraban sus compañeros de trabajo. Sin señalar culpables, estoy convencido de que ellos no compartirán esta visión mía tan condescendiente para con el galleguiño, pues no faltaba quien lo tachaba de esquivo, antipático y huraño, pecados veniales que él mismo se encargaba de cultivar para preservar su vulnerabilidad. Lo que sí sé es que Julio era buena persona, cualidad más que suficiente como para perdonar la mayoría de los defectos con los que otros pudieran motejarle. Ya no se mostraba tan afable y dicharachero como de costumbre y eso, junto a un estado físico en decadencia, levantó mis sospechas.

    La pena inundaba su alma. Las pronunciadas ojeras, la profundidad de las cuencas de sus ojos, su tez sudorosa y blanquecina y su extremada delgadez no presagiaban nada bueno. Por lo que me contaba, no tenía buena relación ni con su jefe ni con sus compañeros de trabajo. Yo asistía a su confesión como mero espectador, permitiendo que se desahogara a modo de terapia. A pesar de que casi siempre se mostraba reservado en todo lo concerniente a su vida personal, en este asunto no escatimaba en palabras. Quería irse. “He llegado al límite; esto puede conmigo”, repetía insistentemente con ese acento suyo tan característico y que seguía conservando a pesar de que ya habían pasado muchos años desde que abandonara su Galicia natal. Por mucho que yo tratara de disuadirle, él se mostraba convencido en dar el paso y cambiar de destino. La oportunidad se le presentó cuando me reconoció que había solicitado una comisión de servicio de carácter humanitario para trasladarse y poder cuidar de su padre enfermo. Hasta ese momento desconocía por completo los pormenores de su intimidad: jamás me refirió nada con respecto a sus padres, hermanos u otros posibles parientes. Ahí entendí que los problemas de trabajo no eran su única preocupación.

    Una mañana, después de varios días ausentándose de nuestra tradicional cita y de no contestar a mensajes ni llamadas telefónicas, le pregunté a Calixto si tenía noticias suyas. No me sorprendió que me dijera que se había dado de baja. Opté porque el paso del tiempo jugara su papel terapéutico, deseando que se recuperara lo antes posible. Lo que sí me extrañó más fue que, tras varias semanas, el propio Calixto me informara de que Julio, finalmente, se había marchado a su tierra. Perdimos el contacto durante todos esos meses. Y un buen día, mientras daba buena cuenta del Winston que me acababa de encender, vi con sorpresa cómo en el módulo de enfrente se recortaba la silueta de un tipo huesudo, pálido, que arrastraba los pies como si portara sobre sus hombros una pesada carga. Efectivamente, se trataba de Julio. Me alarmó su ruina física. Salí a su encuentro y nos estrechamos la mano con efusividad. Me comentó someramente cómo le había ido. Por lo que me relataba y por su aspecto, concluí que aquello tuvo que ser un auténtico suplicio. A la enfermedad de su padre se unió el inconveniente de tener que levantarse a las cuatro de la madrugada para irse a trabajar, pues la comisión de servicio se la habían otorgado en La Coruña, y no regresaba hasta casi las cinco de la tarde. Por eso, ante la mejoría de su progenitor, puso fin a aquel calvario y decidió regresar a Mérida. Nunca despuntó por su buena salud, pero aquella experiencia le pasó una factura demasiado cara.

    Retomamos nuestra vieja costumbre de quedar a mediodía. Por mucho que se esforzara en ocultar lo evidente, yo me daba perfecta cuenta de que algo no iba bien, pero decidí no incomodarle con preguntas que pudiera interpretar de forma ofensiva. Ya no sonreía a mandíbula batiente, ni me daba codazos para que me fijara en alguna compañera de buen ver que paseara en ese momento por el patio, ni se apasionaba por el Real Madrid o el Deportivo de La Coruña como antaño. Y así fueron transcurriendo las jornadas, hasta que, de nuevo, volvió a desaparecer. Pasaban los meses y me preocupación iba en aumento. Hasta que llegó el día en que Calixto me dio la terrible noticia. Julio padecía del estómago y en una de las pruebas médicas a las que se sometió le detectaron un cáncer. Su cuerpo quedó exánime en la mesa de operaciones. Falleció solo, sin nadie que le acompañara en sus últimas horas de vida. Nadie lloró su muerte. Ni siquiera sabemos si le rindieron oficios fúnebres, ni dónde ni cuándo le dieron cristiana sepultura. Se fue en plena juventud, dejando a un padre enfermo, un coche nuevo casi sin estrenar y una medio novia de cuya existencia me enteré poco después. En aquella sala de operaciones terminaron todos sus problemas. Desde entonces, coincidencia o no, no he vuelto a retomar el hábito de quedar con alguien para dar caladas a un cigarrillo mientras disertamos sobre las miserias de la condición humana. Y es que no somos conscientes de que la vida pasa de puntillas ante nuestros ojos, casi sin enterarnos. Cuando queremos disfrutar de ella..., ya es demasiado tarde. Julio, algunos nos seguimos acordando de ti.

martes, 13 de marzo de 2018

Confesiones de un SEFOCUMA (IV): Entre fogones y divisas.





   No se comía del todo mal en Rabasa. Es más, puedo asegurar que algunos de mis compañeros salieron de allí con algunos kilitos de más. No era lo habitual, pero sí: hubo quien disfrutaba delante de un plato de espinacas igual que si se estuviera zampando uno de ostras. El que antes de pisar el acuartelamiento mostrara remilgos culinarios, allí se le disiparon de golpe al segundo día de estar pegando barrigazos y culatazos. Mano de santo eso de salir al campo desde bien tempranito, pasando las oportunas fatigas, para que, llegada la hora de reponer fuerzas, nos sentáramos todos a la mesa sin rechistar por el menú. No había tiempo para ponerse exquisitos con esas menudencias.

   Por lo general, en cuanto a cantidad, íbamos bien servidos. Saciábamos nuestro incombustible apetito con buenas raciones de grasas, proteínas, carbohidratos... y algún que otro ingrediente inesperado. Y es que, al cabo de algunos días, alguien soltó que llevaba demasiado tiempo sin aliviarse con la misma frecuencia con la que lo venía haciendo desde antes de vestirse de caqui. Los demás, que hasta ese momento no habíamos dicho ni pío al respecto, pero que llevábamos el mismo tiempo reteniendo espermatozoides, comenzamos a sospechar si entre el menú no se incluiría algún chorrito de bromuro con el que aliñar la ensalada. Casualidad o no, aquello no era para nada normal, y mucho menos en ejemplares con la testosterona a flor de piel. Pudiera pensarse que una combinación prolongada entre el cansancio físico y psicológico podría jugar en nuestra contra y provocar efectos letales en nuestra prodigiosa imaginación, algo que, sin embargo, desechamos casi de inmediato: ni aunque todos los males del mundo se hubieran concentrado en el Acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete, ello no sería obstáculo para dejar de atender tales menesteres. Finalmente, igual que aparecieron las dudas, se disiparon casi sin enterarnos, quizás debido a que pusimos el esmero necesario para solucionar el problema. Les puedo confirmar que superamos con éxito aquel escollo: cada uno a su manera, salimos victoriosos de aquel combate y nunca más se volvió a mencionar el tema en cuestión.



   Siguiendo con el asunto de la pitanza, tampoco vamos a poner reparos en cuanto a su calidad. Sabíamos que no estábamos en un hotel de cinco estrellas, así que, cuando nos plantábamos con nuestra bandeja en el primer hueco que veíamos libre, no nos fijábamos en si los sanjacobos estaban más quemados de la cuenta o no, o si las alubias desprendían un sospechoso olorcillo a lata que echaba para atrás. Todo era bienvenido en aquellas circunstancias, sobre todo cuando el objetivo era el de no pasar hambre y recuperar las reservas de energía lo antes posible. Por eso, cada vez que formábamos para ir a los comedores, lo hacíamos contentos y dichosos, sabedores de que nuestros agradecidos estómagos iban a ver recompensada su prolongada espera con viandas que, sin ser delicatessen, ingeríamos con fruición, disfrutando como si se tratase del mayor espectáculo del mundo al que uno pudiera asistir. Y vaya que si lo era. Tengo para mí que más de uno reprimía las lágrimas por pudor, por aquello del que dirán de todo un soldadito español al que se le ablanda el corazón ante un puchero de garbanzos cocinado como Dios manda.


    La visita a los comedores era uno de los momentos predilectos para que los reclutas comentáramos los distintos avatares de la jornada. En un sitio donde todo se hacía a la puta carrera, resultaba curioso que, para algo que de verdad no nos importaba hacer a toda prisa -llegar cuanto antes para dar buena cuenta de la carta que nos tenían preparada los cocinillas-, íbamos a paso de maniobra y teníamos que esperar pacientemente nuestro turno. En aquellas majestuosas instalaciones y bajo la escrutadora mirada del oficial y suboficial de cuartel, que trataban de poner orden en una atmósfera colapsada de carcajadas, tintinear de cubiertos y descorchar de botellas,  aprovechábamos la ocasión para disertar sobre lo divino y lo humano. En un principio, las conversaciones giraban en torno a los temas más variopintos: que si vaya dolorcito que me ha salido en la rodilla, que si hay que joderse con la mala hostia que calza siempre el sargento Fulanito, que si vaya putada que me hayan puesto la tercera imaginaria... Eso sí, había dos cuestiones que acaparaban nuestros desconsuelos: las agujetas y las ampollas. Botas y cetmes protagonizaban nuestras peores pesadillas. Los que debieran ser nuestros aliados, se convirtieron en nuestros archienemigos. La mayoría teníamos el brazo derecho insensibilizado, hecho un guiñapo, y es que nos tomábamos demasiado en serio la advertencia de nuestros mandos de que el fusil debía ser una prolongación más de nuestro cuerpo. Por eso, nada nos acojonaba más que extraviarlo: nos habríamos dejado cortar un dedo antes de acudir sollozando al cabo furriel con el cuento de que habíamos perdido el armamento y la munición. Por suerte, ni yo ni ninguno de mis compañeros tuvimos que pasar por tal apuro. Y, con respecto a lo de las ampollas, qué quieren que les diga: yo he visto a tíos hechos y derechos mentar a su propia madre y retorcerse de dolor cuando, al descalzarse después de una jornada de perros, comprobaban que tenían los pies hechos un cristo, supurando pus a borbotones. No era extraño vernos rebajados de botas, cojeando de una forma tan ostentosa que poco menos que parecía que nos habían implantado una prótesis. Tengo que decir que la mayoría hacíamos todo lo posible para no rebajarnos, puesto que para nosotros suponía una especie de deshonor vestir el uniforme con zapatillas deportivas. Por eso, nos mostrábamos compresivos con quienes aparecían de esa guisa; bastante tenían ellos como para que encima fueran objeto de burla.


   Conforme avanzaban los días, uno se iba adaptando a las exigencias de nuestra condición de mílites a marchas forzadas. Íbamos cogiendo soltura en cuestiones básicas como el saludo a los mandos, sobre todo cuando te los encontrabas de sopetón por mitad de las instalaciones y teníamos que improvisar como buenamente podíamos. Las primeras veces que paseabas por el patio teníamos verdadero pánico a cruzarnos con alguno de ellos. Caminábamos como en tensión, mirando a diestra y siniestra, tratando de escrutar por dónde podría aparecer algún pez gordo con los entorchados suficientes como para comenzar a cambiar la color del rostro, sudar la gota gorda y echarse a temblar al instante. Como aún no éramos muy duchos en eso de los empleos, cuando los veías venir de lejos, tratabas de aguzar la vista para discernir el rango del fulano que se acercaba.

           - Bonilla, ¿qué es aquello que relumbra allí a lo lejos?
- Vete tú a saber. Cualquier cosa puede ser...
- Tú qué opinas: ¿alférez o comandante?
- Opino que nos va a caer un marrón del copón; así que, que Dios nos pille confesados.
  
   La diferencia es más sutil de la que ustedes se puedan imaginar a primera vista. Distinguir si una estrella era de seis u ocho puntas, de mayor o menor grosor, o si estaba más o menos centrada en la hombrera, tenía su dificultad, así que nos encomendábamos a la Virgen de los Remedios -patrona de Alicante- para acertar el tiro y no herir sensibilidades, que en el ámbito castrense puede acarrear consecuencias imprevisibles. Había ocasiones en que a todo un teniente coronel le degradábamos a capitán, o a un teniente recién salido de la academia le dábamos tal espaldarazo en el escalafón, que ríanse ustedes de los ascensos de Franco por méritos de guerra. Todo ello, evidentemente, con el consiguiente mosqueo o júbilo, según los casos, por parte de los interfectos. Eso sí, era tal el ímpetu y la marcialidad que derrochábamos en el saludo que, a pesar de los equívocos, la cosa siempre terminaba en una sonrisa guasona o en una mirada indulgente. En lo que no había margen de error era en la distinción, en cuanto al tratamiento, entre un cabo primero y un sargento primero: ya se encargaban los suboficiales de advertirnos que por ahí no pasaban. Vamos, que no se habían chupado ellos tres años de academia y otros siete de antigüedad como para que ahora unos recién llegados los despacharan con un simple “a la orden de usted, mi primero”. Era muy probable que rodaran cabezas si eso llegaba a suceder.  

lunes, 5 de marzo de 2018

Feminismo de pacotilla


   Ahora mismo no se me ocurre mejor ejemplo para ilustrar la estupidez humana que el de Lidia Guinart Moreno, diputada del PSOE por la provincia de Barcelona. Esta buena señora no ha tenido otra ocurrencia que preguntar en sede parlamentaria por un asunto del que,  dada su extrema gravedad, no se deja de hablar en el trabajo, en el bar o en la cola del paro. Allá por donde vayamos, raro será que no encontremos a algún parroquiano, circunspecto y ceñudo, referirse al asunto que tiene en vilo a todo el país.  Háganse cargo de la patochada: que dice doña Lidia que por qué Roberto Leal, durante la gala final de Operación Triunfo, tuvo el atrevimiento de referirse a las tres finalistas -Amaia, Aitana y Míriam- con términos genéricos como “el concursante que ha quedado en tercer lugar...”, o “no quiero que estéis solos…” La pregunta de marras se formuló, literalmente, del siguiente tenor: “¿consideran que la interpelación reiterada a mujeres usando el masculino resulta ridícula y ofensiva para las mujeres a las que se dirige?” Y digo yo: ¿hace falta que te contestemos, querida? ¿A esas cuitas te dedicas con el sueldo que te pagamos todos los españolitos con tanto esfuerzo? A mí me parece estupenda tu lucha feminista por un mundo mejor y todo eso, pero todo tiene un límite, que es precisamente el del ridículo al que tú apelas y del que te has enseñoreado sin el menor rubor.



    He tenido la curiosidad de acudir a la ficha oficial de doña Lidia que aparece en la página web del Congreso de los Diputados. Si damos credibilidad a lo que allí pone, tendremos que hacer el esfuerzo de creernos que ostenta la licenciatura de periodismo y que ejerce de escritora en sus ratos libres, oficios a los que ella misma ha ofendido por su lamentable intervención del otro día. Resulta que lleva dos legislaturas en el Congreso y hasta la semana pasada nadie conocía de su existencia, engrosando ese numeroso listado de diputados anónimos que pasan sin pena ni gloria por la sede de la soberanía nacional y que un buen día deciden, por aquello de sus quince minutos de gloria, destaparse con la primera fricada que se les viene a la cabeza. Como dijo no sé quién, más vale que con nuestras palabras no desvelemos la ineptitud que a duras penas logramos mantener oculta con nuestros silencios. Pero no es el caso de doña Lidia. La referida diputada también ha tenido a bien compartir sus vastos conocimientos en un blog intitulado Habitaciones Propias, en el que podremos encontrar artículos tan jugosos y sugerentes como “Qué valen las mujeres”, “Las mujeres no somos mercancía electoral” o “Vacunemos a la juventud contra el machismo”. Mirando por mi salud mental, he decidido no leer ni una sola línea de tales engendros literarios; al igual que también me he cuidado de hojear ninguno de sus tres libros publicados, a saber: "Soy mujer y pretendo trabajar", "Tú y yo...y nuestro hijo" y "De madres a hijas". Me temo, querida Lidia, que somos nosotros quienes tendremos que vacunarnos para evitar que nos contagies tu idiocia.
    

   El próximo día 8 de marzo se va a celebrar en España la primera huelga exclusivamente de mujeres. Supongo que si sus obligaciones se lo permiten -que seguro que sí- allí estará la señora Guinart encabezando un movimiento que abochornaría a feministas históricas como Emmeline Pankhurst, Virginia Woolf, Mary Wollstonecraft, Flora Tristán, Frida Kalho, Simone de Beauvoir, Rigoberta Menchú, Clara Campoamor, Victora Kent o Concepción Arenal, entre muchas otras. Aquéllas sí que eran nobles luchadoras a favor de los derechos de la mujer, y no estas guerrilleras dialécticas, que ni aportan lustre a esta legítima causa -más bien todo lo contrario- ni conseguirán nada reseñable por mejorar las condiciones de la mujer más allá del mero ruido mediático. No tengo nada en contra de la lucha a favor de la igualdad salarial y del resto de justas reivindicaciones que durante décadas han conformado las bases del feminismo. Ahora bien, lo que no logro entender es su osadía de incluir en el catálogo de sus reivindicaciones esta frenética y ridícula cruzada en contra del lenguaje sexista y machista que, según ellas, ataca a la dignidad de la mujer. La cabeza visible de éstos nuevos intérpretes de las esencias feministas la hallamos en Irene Montero, digna sucesora de una tal Bibiana Aído,  que no ha tenido empacho en afirmar que "hablar de portavoces y portavozas es una forma más de luchar por la igualdad en el uso del lenguaje". Ante tamaña majadería, hasta la Real Academia Española de la Lengua tuvo que salir a la palestra para defenderse de tal desaire. Así que, señoras y señores, este es el punto en el que nos encontramos: en lo absurdo y grotesco de una serie de vindicaciones que, al caer en las manos equivocadas, provocan el espasmo en una ciudadanía que no sale de su asombro por tener que contemplar un espectáculo tan bochornoso. Éstas son las fruslerías a las que una parte importante de nuestra clase política dedica sus esfuerzos, en lugar de centrar sus escasos recursos en lo que de verdad importa: remover los obstáculos para que la mujer ocupe un plano de igualdad con respecto al hombre en todos los ámbitos de la vida, con independencia de que a ésto o a aquéllo se le designe o no con un genérico en masculino. Por lo visto hasta ahora, el objetivo pretendido por este movimiento es justo y legítimo; cosa bien distinta son los medios utilizados para alcanzar dicho fin. En esto último se yerra gravemente, tanto que incluso puede echar por tierra los avances logrados hasta la fecha. No se pueden ver fantasmas donde no los hay. El lenguaje no es el enemigo disfrazado de machista.

martes, 27 de febrero de 2018

Ja sóc aquí (nuevamente).




Hasta el menos avezado de los observadores se habrá dado cuenta de que el abajo firmante lleva algo así como cerca de medio año sin publicar un solo post. Y miren que la realidad de los hechos, de seis meses para acá, ha proporcionado el material suficiente como para surtir de contenido a todo blog que se precie de comentar los avatares, políticos o no, de nuestra decadente sociedad. En vano voy a detallar los motivos que han originado tan dilatado periodo de barbecho intelectual: ni vienen al caso ni, a buen seguro, el lector estará interesado en ellos. Digamos, simplemente, que problemas técnicos me han privado de mantener abierta, siquiera a medias, esta ventana para dar cuenta de mis anhelos, inquietudes y preocupaciones. Lo cual no significa que haya estado de espaldas a la realidad, sino, más bien, todo lo contrario. Dicho lo cual, una vez expuestas estas endebles explicaciones a modo de excusas, paso a tomar prestadas aquellas emotivas palabras del Molt Honorable Josep Tarradellas, pronunciadas el 23 de octubre de 1977 desde el balcón del Palacio de la Generalitat, a su regreso a Cataluña después de treinta y ocho años de obligado exilio, para exclamar aquello de: estimados lectores, ¡ya estoy aquí! Me he permitido la licencia de añadir la coletilla que figura entre paréntesis para remarcar que, a pesar de esta prolongada ausencia, nunca me fui del todo.



     Quizás, lo más llamativo en el panorama de la actualidad informativa en todo este tiempo haya sido, cómo no, todo lo concerniente al problema catalán. Pero no se apuren, no voy a incidir más en el asunto: bastante penitencia soportamos ya como para que encima rompa mi silencio haciendo desfilar por estas líneas a los jordis, puigdemones, annagabrieles, junqueras y demás laya independentista. Para tal menester ya contamos con un abigarrado ejército de plumillas, contertulios y periodistas que se encargan de poner a prueba tanto nuestra agotada paciencia como nuestra sufrida inteligencia. Es por eso que, dado que mi análisis no va a aportar un ápice de originalidad a lo ya pontificado por voces más autorizadas que la mía, les voy a evitar a ustedes el sufrimiento de perder el tiempo en conocer mi opinión al respecto - por otro lado, ya manifestada en varias entradas de este blog, como habrán tenido ocasión de comprobar mis más fieles seguidores-, al tiempo que me ahorro el esfuerzo de estrujarme la sesera para tratar de explicar lo inexplicable. Dejemos, pues, que sean los profesionales de la tribu periodística quienes nos sigan flagelando con las andanzas de tan ilustres prófugos y presidiarios, según los casos. Porque aquí la suerte ha ido por barrios en función del nivel de compromiso y valentía: mientras unos gozan del retiro dorado en paraísos como Ginebra o Waterloo, preparando sus estrategias judiciales con la inestimable asistencia de abogados etarras; otros, en cambio, purgan sus penas en Alcalá Meco y Soto del Real en medio de las estrecheces propias de quienes se hallan en el trance de estar privados de libertad. Tampoco falta en este guiso una pizca de irreverencia y mala educación, representada por las colaus y los torrents de turno, protagonizando desplantes reales fuera de contexto.



    Ni al mismísimo don Ramón María del Valle-Inclán se le habría ocurrido un esperpento de tal calibre, como tampoco el gran Arniches dio a la escena una comedia en la que se pusieran tan de manifiesto las miserias humanas. En cambio, el bueno de Forges, con su habitual perspicacia, sí que supo plasmar en sus viñetas la escandalosa crisis ética e ideológica de un sistema político en plena decadencia, en el que la incompetencia de sus líderes resulta tan evidente como bochornosa. Faltan hombres de Estado que sepan enfrentarse a la situación con inteligencia y sentido común, algo de lo que carecen la mayoría de los chiquilicuatres que pululan por los cenáculos políticos. Los mismos que con su indolencia han propiciado este guirigay, a base de engordar al monstruo mientras hacían la vista gorda ante las señales de alarma que se venían detectando, son los que ahora pretenden dar solución a una cuestión enquistada por su propia negligencia. Todos los gobiernos, desde la UCD de Adolfo Suárez hasta el actual de Mariano Rajoy, son cómplices de esta grave crisis institucional. Cuando Felipe González y José María Aznar aceptaban sin reparos los apoyos del nacionalismo catalán y vasco para constituir gobiernos estables a cambio de sonrojantes concesiones económicas y competenciales, eran plenamente conscientes de las previsibles consecuencias que esto tendría a largo plazo. Poco les importó que esos pactos envenenados allanaran su camino hacia la Moncloa: primero había que atender a los intereses de partido; después, si quedaba tiempo, a los de país. Como colofón a todo este proceso de despropósitos, nos encontramos ahora en un laberinto al que nos va a costar encontrar una salida airosa.
   

    Cambiando de tercio, aunque sea de este modo un tanto abrupto, me gustaría también reseñar la ausencia de novedades en cuanto a un tema doméstico de la actualidad extremeña: ni rastro de lo que se supone que va a ser el AVE Badajoz-Madrid. El pasado mes de noviembre, impulsados por la plataforma ciudadana Milana Bonita, un buen puñado de paisanos nos dimos cita en el centro capitalino para protestar por lo que a todas luces supone un escándalo y una injusticia. Los políticos de uno y otro color del arco parlamentario regional, con su habitual desvergüenza e innata caradura, también se sumaron a la fiesta, metiendo sus sucias pezuñas en una polémica de la que ellos son los máximos responsables. Hemos tenido que esperar a que el lamentable estado de las conexiones ferroviarias fuera noticia de primera plana a nivel nacional, para que Fernández Vara y Monago se hayan subido al tren del oportunismo con las aviesas intenciones de arañar un puñado de votos. Lo que hasta hace escasamente unos meses constituía desidia e indiferencia por su parte, resulta que ahora pasa a ocupar un lugar preferente en sus agendas. Su torpeza es equiparable a su ruindad: ahí los tenemos a pie de calle, voceando en primera línea de la pancarta, indignados ante un escándalo al que han prestado oídos sordos hasta que la cosa ha ido convirtiéndose en un clamor popular al que ya no podían dar largas.Y ellos tan frescos, como de costumbre, mientras que el común de los mortales tenemos que seguir sufriendo las consecuencias de una red ferroviaria más propia de finales del siglo XIX que de principios del XXI. 

   Y con estas dos breves pinceladas pongo punto y seguido a un post que tendrá su continuidad en artículos venideros. Porque ni la crisis de Cataluña está lejos de concluir, ni se ha dicho aún la última palabra con respecto a las peripecias sobre la planificación, licitación y construcción del AVE en Extremadura. Y aquí estaré yo para dar mi opinión; como la daré sobre la polémica de esa monstruosidad de mina de litio a cielo abierto que quieren impulsar en la ciudad de Cáceres..., a menos de tres kilómetros del casco urbano. Ver para creer, ¿verdad? Pues eso.