domingo, 23 de junio de 2013

Comentarios desde la barrera en formato libro

   Me satisface poder anunciaros que, después de mucho pensarlo y gracias al apoyo de la gente que visita este blog, me he decidido a editar la mayoría de los artículos en edición papel. Lo he hecho a través de la modalidad de autoedición; es decir, que soy yo mismo el que me encargo de hacer llegar el libro a todos aquellos que estéis interesados en conseguirlo. De momento no se vende en librerías porque los libreros, como es natural, tienen sus condiciones hasta para que un ejemplar se exponga en el escaparate, aparte de llevarse una considerable comisión por cada venta. Por eso, y gracias al excelente trabajo de la editorial Control P, puede decirse que me he tirado al barro en esta aventura. El libro tiene un precio de venta al público de 10 €. Todos aquellos que estéis interesados sólo tenéis que mandarme un  un correo electrónico (kenswald74@gmail.com) y os contestaré con el número de cuenta donde podéis hacer el ingreso. Una vez comprobado el ingreso, os lo haré llegar por correo ordinario.

   Sé que últimamente tengo el blog un poco abandonado, pero este proyecto me ha llevado más tiempo del que esperaba. Entre correcciones, diseño de portada y demás aspectos -totalmente desconocidos para mí-,  he estado casi un mes para la puesta a punto de este proyecto ilusionante. A partir de ahora, prometo volver a retomar la escritura con más asiduidad que hasta ahora. Por mi parte, nada más. Gracias a todos aquellos que ya me habéis encargado un ejemplar.

martes, 12 de marzo de 2013

El dilema


   Las volutas de humo se reflejaban en los gruesos cristales de sus gafas, ascendiendo lentamente e inundando la amplia estancia bañada por la esplendorosa luz del día que penetraba por el ventanal del lado este, el que se asomaba a la avenida principal. De todo el edificio ése era, sin lugar a dudas, el mejor despacho. Despacho que Filomeno Antúnez, director del matutino “La Crónica” desde hacía más de 15 años, recostado sobre la silla de cuero negro, con los pies extendidos sobre una alargada mesa de caoba, las manos apoyadas en la nuca, el chaleco desabrochado y la corbata sin anudar, podía asegurar que se había ganado por méritos propios. El cenicero rebosante de colillas a medio consumir y su cara de preocupación denotaban que algo fuera de lo común rondaba por la cabeza de uno de los periodistas más prestigiosos de la ciudad. No se trataba de problemas relacionados con la tirada del periódico, ni de ninguna nueva demanda contra el editor o de la caída de ingresos por publicidad; él era perro viejo en el oficio y esas menudencias no le solían quitar el sueño. Tendría que tratarse de un asunto mucho más grave como para que Antúnez perdiera la sonrisa que solía lucir invariablemente debajo de su poblado mostacho. Eso era lo que se imaginaba Daniel Olivares, redactor de la sección de Nacional, al ver la cara de su jefe desde su propio despacho, no tan bien situado ni tan bien decorado como el del director. Se sentía culpable por haber creado esa situación, no en vano él era el padre de la noticia sobre la que Antúnez elucubraba y a la que ambos habían dedicado los últimos meses de su vida. Ahora ya tenía atados todos los cabos como para que se publicara, siempre que el director diera el visto bueno. Y no era fácil que eso sucediera puesto que el asunto iba a hacer correr ríos de tinta.

   El director consumió la última bocanada del pitillo. Esta vez lo apuró hasta la boquilla y dejó que se apagara en el mar de pavesas en que se había convertido el cenicero. En ese momento recordó que le había prometido a su mujer que dejaría de fumar, pero eran tantas las promesas incumplidas que una más tampoco importaría lo más mínimo. Su mujer no se lo tendría en cuenta. Al pasar al lado de la abarrotada estantería, no pudo evitar fijar su mirada en una fotografía en la que se le veía junto a Emilio Romero, el viejo director del diario Pueblo de quien tanto aprendió y a quien tanto le debía. Se preguntó qué actitud adoptaría su maestro ante la decisión a la que tenía que enfrentarse. Para Don Emilio el periodismo era como una especie de religión ante la que el profesional que se tuviera como tal debía confesarse al final de cada jornada, preguntándose si había obrado en función de lo que marcaban los cánones. Cuando se trataba de hacer aflorar la verdad, los sentimentalismos debían quedar en un segundo plano. Don Emilio podría tener muchos defectos, pero resultaba indudable que también dispuso de un olfato especial para oler la noticia allá donde se produjera, el mismo fino olfato heredado por su discípulo y que ahora se debatía entre vender su alma al diablo y seguir disfrutando del estatus de director, o ser fiel a sus ideales -aquéllos por los que se hizo periodista- e ir a muerte con su redactor hasta el final de aquélla historia que los dos habían jurado mantener en el más absoluto de los secretos hasta que las distintas fuentes confirmaran sus sospechas. Aquel momento crucial había llegado; sólo faltaba que Antúnez se decantara de uno u otro lado. Olivares era consciente de esa lucha interna por parte de su director, y temía que éste al final cediera ante las presiones. Sin embargo, no perdía la fe en aquél hombre y en su palabra dada.

   Sin apartar la mirada de la foto de su benefactor, su mente se trasladó a los tiempos de vino y rosas en los que las jornadas maratonianas de trabajo concluían a altas horas de la madrugada en el bar de la calle Postas, reunidos en animada tertulia con los compañeros de otros diarios de la competencia. Tiempos en los que seguir una historia durante semanas y ver publicado el resultado en primera plana, con tu nombre al pie de la noticia por la que te habías estado batiendo el cobre, suponía el mayor triunfo al que aspiraba un recién llegado como él. Tiempos en los que tenías que patear las calles en busca de algo decente que poder llevar a la rotativa, hablando con la policía, los delincuentes, jueces, abogados y demás personajes que poblaban el submundo de los sucesos. No había mejor escuela que la de conversar acodado en la barra de cualquier garito de mala muerte con el rufián de turno para hacerte acreedor de las confidencias de quienes manejaban el cotarro. Lo mismo ocurría con el no menos degradado mundillo de la política, la banca, las empresas de altos vuelos y la crónica negra: siempre había alguien dispuesto a contar lo que sabía a cambio de algún que otro favor sin importancia. Antúnez demostró ser un todoterreno como reportero, así como una innata habilidad para esquivar tanto las envidias más o menos soterradas como los halagos descaradamente interesados. Sus superiores así se lo reconocieron, asignándole con el paso de los años tareas de mayor responsabilidad, hasta llegar a la que ejercía en la actualidad y que sabía que tendría que abandonar en caso de que se decidiera por publicar lo que a todas luces suponía el mayor escándalo de los últimos años.

A aquellas horas de la mañana la redacción estaba prácticamente vacía. Desde su puesto, Olivares observaba cómo el rostro de su jefe se empapaba en sudor, volviéndose cada vez más pálido a medida que avanzaban los minutos. Estaba siendo un verano muy caluroso y a pesar de que las agujas del reloj aún no marcaban las once, se adivinaba que la canícula iba a seguir apretando con justicia. También era mala época para que a uno le despidieran del trabajo: un periodista en paro implicaba el pasar por una serie de penalidades que no todos estaban dispuestos a arrostrar, por muy buen currículum que uno se hubiera labrado. Olivares no le perdía de vista, lamentándose de que el futuro de ambos dependiera de algo tan incomprensible como que podían verse de patitias en la calle por su compromiso con la verdad. Lo cierto es que existían poderosas razones para que ciertas personalidades de la vida social y política hicieran votos para que determinadas cuestiones no salieran a la luz, más aún si tales circunstancias afectaban a la cúpula directiva del propio periódico. Ni Antúnez ni Olivares se imaginaban ejerciendo otra profesión que no fuera el periodismo; no sabían hacer otra cosa, y después de aquello nada volvería a ser igual para ellos. Los dos tenían mujer e hijos a los que mantener, hipotecas y facturas que pagar, y eran perfectamente conscientes de que esas horas iban a condicionar su porvenir más inmediato. Se habían conocido en una de las noches interminables de la calle Postas, entre tragos de whisky que alimentaban las esperanzas de unos y confirmaban las desilusiones de otros, cuando Antúnez ya era casi una eminencia y Olivares comenzaba a dar sus primeros coletazos como plumilla de a tanto la pieza. Hicieron buenas migas desde el primer momento y el director consiguió que lo admitiesen como personal fijo en la plantilla de “La Crónica”, motivo más que suficiente para que Olivares le estuviera eternamente agradecido.

   La puerta del despacho se abrió, pero el director -con el enésimo cigarrillo de la mañana entre los dedos- se quedó inmóvil, posando su mirada perdida a uno y otro lado de la redacción. Su aspecto delataba las noches de insomnio que aquella noticia le había ocasionado desde hacía días, cuando el jefe de Nacional le confirmó que, efectivamente, una quinta fuente había corroborado lo que ambos ya conocían. Olivares, con las mangas de la camisa dobladas hasta los codos, se incorporó del asiento pero tampoco se atrevió a dirigir sus pasos hacia ninguna dirección; simplemente permaneció de pie a la espera de lo que Antúnez tuviera que decir. La imagen de esos dos hombres en actitud expectante provocó cierta curiosidad entre el resto de compañeros, convidados de piedra de una escena en la que sólo sus protagonistas principales eran sabedores de su gravedad. Finalmente el director se decidió y avanzó con paso firme hasta donde le esperaba aquel joven periodista en quien había depositado toda su confianza. Frente a frente, con los ojos cargados de emoción, sobraron las palabras para que Olivares se percatara de que la decisión estaba tomada. Después de darse un apretón de manos, cada uno volvió a su puesto con la convicción de que habían hecho lo correcto. En ese momento la redacción comenzó a llenarse de los periodistas y colaboradores dispuestos a ocupar sus atestadas mesas con el anhelado propósito de cambiar el mundo a través de sus artículos, todos ellos ajenos a los momentos de tensión vividos entre aquellas paredes en las que se había decidido que primaría el derecho de los lectores a conocer la verdad fuera cuales fuesen los peligros que la acecharan. La verdad como virtud y no como utopía.


martes, 5 de marzo de 2013

Evocaciones de un escritor.


   Con la gélida mañana despertó un nuevo día inundado por un manto de húmeda y ligera niebla que envolvía las ateridas siluetas de quienes, desde primera hora, se atrevieron a echarse a las calles para aprovechar al máximo un festivo más de los que jalonaban el calendario. A pesar de que la climatología no invitaba a practicar la recomendable actividad de pasear, cualquier excusa era buena para salir de casa. Tenía que sacar fuerzas de flaqueza con tal de no sentirse prisionero de dolorosos recuerdos que no harían sino sumirle en la zozobra de una nostalgia perniciosa que en nada ayudaría en la tarea de sustentar a un espíritu en transición hacia nuevos horizontes. Así que, con la ropa de abrigo suficiente -salvo el gorro de lana y las orejeras, llevaba todo lo demás-, se propuso aparcar por un momento su congénito pesimismo con la intención de redescubrir los rincones más recónditos de su ciudad, confundiéndose con la algarabía de un paisanaje ajeno a sus preocupaciones.

   La estampa que se encontró durante el recorrido no era muy distinta a la de un domingo cualquiera de un otoño casi invernal: parques repletos de niños curiosos perseguidos por unos padres sobreprotectores; grupos de jubilados con el periódico bajo el brazo, marcando el paso con milimétrica cadencia en busca del primer bar en el que tomar algo bien caliente que reconfortara sus enjutos cuerpos; pandillas de joviales adolescentes gastándose bromas picantes propias de la edad; ciclistas kamicazes que desafiaban con imprevistos movimientos al escaso tráfico rodado... Sólo faltaban los devotos a la salida de misa. Y todo ello acompañado por el vuelo rasante de algún pajarillo despistado, por el rumor de las copas de los árboles azotadas por la fuerza de un viento siberiano, por el chasquido de sus hojas caducas al ser pisoteadas por los descuidados transeúntes, por el susurro de los traviesos chorros de agua de las fuentes que encontraba a su paso.

   La melancolía fluía a raudales, convirtiéndose en la nota protagonista de su deambular absorto, sumido en mil cavilaciones de las que sólo despertó al ver la figura de un limpiabotas. Hacía mucho tiempo que no se topaba con uno, aunque también es verdad que pocos se decidían por tomar los hábitos de esa profesión. Si no fuera tan alto bien podría decirse que tampoco andaba escaso de carnes; el rostro curtido por las penalidades lo poblaba una escasa y descuidada barba encanecida. Sus huesudas manos se afanaban en realizar con presteza un trabajo impecable con el calzado de una de las variopintas turistas extranjeras que visitaban la ciudad durante aquellos días de asueto. Su profunda mirada evocaba los recuerdos de un pasado más próspero. Su porte destacaba por el pelo engominado peinado hacia atrás, así como por un desgastado traje gris que había conocido épocas de gloria, acompañado por una camisa blanca coronada por una corbata anudada al estilo inglés. Los zapatos, para dar ejemplo, relucían hasta bajo la espesa niebla que todo lo recubría. Sus cuidados gestos, el modo en que se dirigía a la turista y el perfecto inglés en el que transcurría la conversación entre ellos eran indicios más que suficientes para que, en su conjunto, se adivinara que aquél hombre había vivido épocas mejores. Resultaba encomiable la dignidad con la que desempeñaba su cometido, incluso el entusiasmo con el que trataba de sacar lustre a unas desvencijadas botas a las que sólo un milagro devolverían a su estado natural.

   Pablo se quedó observando con detalle aquella estampa costumbrista que parecía rescatada de principios del siglo XX. No dejaba de preguntarse quién habría sido realmente aquél hombre y qué circunstancias le habrían llevado a esa situación. Resolvió que, una vez concluyera con la turista, él sería el próximo cliente de aquéllas prodigiosas manos que volaban con la habilidad propia de un gran maestro en su oficio. Dicho y hecho: despegar la “guiri” sus botines del reposapiés y plantar los suyos con celeridad fue todo uno. Viéndolo ahí, sentado en su taburete y dando buena cuenta del betún y el cepillo, cualquiera diría que Fulgencio había sido mozo de espadas de uno de los toreros más afamados de la década de los sesenta y los setenta, que había viajado por todo el mundo, que incluso había contraído nupcias con la hija de un Lord británico que vivía en el peñón de Gibraltar, que fruto de ese matrimonio habían nacido dos hijos, que su mala cabeza le llevó a abandonar a su familia hipnotizado por la glauca mirada de una prometedora actriz de la farándula que se quedó en eso, en simple promesa del espectáculo; que cuando el dinero empezó a escasear, a su querida no le dolieron prendas en convertirse en la concubina del empresario que administraba el teatro en el que se representaba la obra en cuyo cartel aparecía ella como primera actriz; que después de aquella estocada Fulgencio no volvió a ser el mismo y que se refugió en el alcohol como compañero de viaje. Su vida naufragaba sin rumbo fijo hasta que un día, instalado en una posada de Madrid, sin más oficio que el ir de parque en parque con su tetrabrick de vino tinto a cuestas, quiso la casualidad que se encontrase con el puesto de un limpiabotas en una de las calles adyacentes a la Puerta del Sol. Lo que más le sorprendió fue que de la silla habilitada para los clientes colgaba un cartel en el que podía leerse “Se traspasa el negocio por jubilación”. Y así fue como se inició en ese noble oficio que le llevó a conocer a personajes como Tierno Galván, Umbral o Cela. Pablo, por su parte, no se atrevió a preguntarle nada, limitándose a observar el faenar de aquel hombrecillo que tarareaba coplas, fandangos y pasodobles cuando la clientela no le daba conversación. Tampoco quería importunarlo con su curiosidad, así que una vez hubo terminado, se alejó del lugar con el pensamiento de que aquél limpiabotas anónimo podría convertirse en el personaje central de la novela que se proponía escribir. A buen seguro que dos tardes con él bastarían para emborronar unos cientos de páginas con las que deleitar a sus futuros lectores. Porque él también había roto con su pasado y había recalado en la gran urbe para dar comienzo a un futuro esplendoroso en el arte de las letras.

martes, 26 de febrero de 2013

La Monarquía no es el problema


   Dice mi amigo Rafa, alias “Aguita” o “Bombillo”, en una conversación que mantuvimos hace unos días por facebook, que el punto de inflexión para que el sistema político cambie se sitúa en la caída de la Monarquía. Según él, desterrados los Borbones las cosas nos irían mucho mejor, confiando en el advenimiento de la III República como bálsamo necesario para aliviar tanta desgracia. El caso es que, con razón o sin ella, no escasean los que piensan igual que mi amigo, sobre todo a raíz de los comportamientos poco edificantes de algún miembro de la Familia Real y su cónyuge. Esta crisis aciaga no sólo ha puesto en duda los cimientos del capitalismo, sino que como sigamos así terminará por derribar la institución sobre la que más consenso había en España. Hay que decirlo bien claro, porque lo contrario sería negar la evidencia: la Monarquía ha perdido en nuestro país el apoyo que tuviera antaño. Su popularidad ha sufrido tal desgaste que más de uno vería con buenos ojos que la más alta magistratura la ocupara un Presidente de la República en lugar de Don Juan Carlos o, llegado el momento, el futuro Felipe VI. Si algo se respetaba en este país era a la Corona, pero ya ni eso nos queda, aunque también sea cierto que buena parte de culpa se deba a deméritos propios. A nadie se le escapa, ni siquiera a los republicanos más entusiastas, que la Monarquía juancarlista ha prestado altos servicios en aras a la creación y consolidación de una democracia renacida tras un paréntesis demasiado largo y cruento de casi cuarenta años entre Guerra Civil y dictadura franquista. Pero esa intachable hoja de servicios no es obstáculo para que en la actualidad cualquiera haga chistes malos a costa de la Familia Real, algo impensable hace tan solo unos años. De hecho, los hay quienes piden abiertamente su abdicación, incluso en las Cortes Generales.

   Como resulta natural por parte de un monárquico convencido como el que suscribe, utilicé los argumentos que me parecieron más apropiados para que el compañero Bombillo tratara de entender que el paro, los desahucios, la corrupción y demás lastres de nuestra democracia no se van a solucionar con un Estado que enarbole la enseña tricolor. Un cambio en el modelo de Estado no conlleva necesariamente que desaparezcan como por ensalmo las cadenas que nos afligen. Para empezar, le comenté, las dos experiencias históricas previas vividas bajo ese régimen de gobierno no fueron ni mucho menos satisfactorias, si no todo lo contrario: el caos protagonizado por los regidores republicanos nos generan las dudas suficientes como para que ahora nos convirtamos en crédulos corderitos capaces de hacernos creer que van a gestionar los intereses generales con la responsabilidad que exigen las circunstancias. Ante este razonamiento por mi parte, el amigo Bombillo me sacó el tema del referéndum sobre la forma de Estado, que sea el pueblo el que decida si queremos Monarquía o República. Seguro como estoy de que España sigue siendo monárquica, le contesté que ese envite lo tenemos ganado por goleada, aunque le reconocí que seguramente se dejarían sentir los efectos de los últimos acontecimientos relacionados con las accidentadas cacerías del Rey, los tejemanejes de Urdangarín y la Infanta Cristina, así como las sombras de sospecha vertidas por la aparición estelar e inesperada de Corina –la misma que no se corta un pelo al asegurar que mantiene una “amistad especial” con Su Majestad-. Me eché el farol de que yo sería el primero en apoyar esa consulta popular con la total seguridad de una victoria absoluta a favor del campo monárquico.

   Mi siguiente línea de defensa la basé en que si queremos cambiar el sistema no es necesario sustituir a una Monarquía por una República, sino que el acento habría que ponerlo en la clase política. El problema no es el Rey, sino los políticos... y no todos. En estos temas no es saludable generalizar por cuanto lo que ello supone de injusticia para quienes se dedican con honradez al ejercicio de su función de representación popular. Lo que sucede es que el mal comportamiento de unos pocos, que son los que acaparan toda la atención mediática, termina por estigmatizar a todo el colectivo. Hay prohombres de la cosa pública que llevan en el cargo los suficientes años como para que empecemos a sospechar que están ahí no por dedicación sino por comodidad, que ellos mismos han sido parte del problema y que eso les incapacita para convertirse en parte de la solución. Necesitamos una renovación de la actual casta política con el objetivo de darles un toque de atención para que dejen de pensar en ganar las próximas elecciones, exigiéndoles que tengan la altura de miras deseable como para afrontar con sentido común los retos planteados ante la situación excepcional que nos está tocando vivir; que se centren en resolver los problemas de verdad y que salgan del mundo irreal en el que a veces parecen vivir con tal de conseguir un puñado de votos que les mantenga en la poltrona. La “revolución desde arriba” que propugnara don Antonio Maura en los primeros años del siglo XX no es posible en la coyuntura actual; ningún político goza del prestigio suficiente como para liderar un movimiento de cambio que imprima un giro de ciento ochenta grados a un sistema bipartidista que se ha demostrado inoperante para afrontar los grandes desafíos del futuro. Muchos de los políticos actuales que siguen en primera línea proceden de la época de la Transición, lo cual es mérito suficiente como para que les agradezcamos los servicios prestados, pero lo que en su tiempo sirvió para adentrarnos en la senda democrática no tiene por qué ser válido para los tiempos actuales. Como afirmó Julio Anguita en un programa de televisión la semana pasada, la Transición ha muerto. En este sentido, también César Vidal ha manifestado recientemente que a los españoles nos cuesta mucho enterrar a nuestros muertos: el modelo de la Transición hace mucho tiempo que ha dejado de ser operativa, ahora corre por nuestra cuenta dar sepultura a un lustroso cadáver que tanto y tan bueno ha hecho por nuestro país. Entiéndase bien, dentro de esa quema excluyo, por supuesto, a la Monarquía, puesto que no se trata de una institución coyuntural, sino que es algo consustancial en la historia de España.


   Amigo Bombillo, no podemos comenzar a construir el nuevo edificio por el tejado. Es decir, para iniciar el cambio por el que clama un sector importante de la sociedad no es necesario ir preparando el camino del exilio a los Borbones. La Monarquía Parlamentaria no debe representar un problema para que el sistema que se pretende modificar sea justo y representativo del verdadero sentir de la opinión pública, si no todo lo contrario: si ha habido una institución que ha velado por las esencias democráticas, ésa ha sido la Corona. Monarquía y libertades no son incompatibles, lo cual no es óbice para reclamar una mayor transparencia en la gestión del presupuesto dedicado a la Casa Real. Desde el respeto por la discrepancia de ideas, te animo a que sigas en tu lucha para conseguir cambiar las cosas, para que un joven de treinta y tantos años no tenga que pasar diariamente por la pesadilla de tener que buscar hasta debajo de las piedras un empleo con el que poder pagar la hipoteca de su casa y evitar así que lo desahucien, asistiendo con impotencia cómo se desvanecen las ilusiones de tantos años de sacrificio. En esa batalla estamos todos, pero no os dejéis deslumbrar por las promesas de los que gobernaron durante siete años y tuvieron la llave para modificar lo que ahora, en la oposición, critican con encono. No existen recetas mágicas para salir de esta crisis y quien diga lo contrario es un embaucador sin escrúpulos dispuesto a utilizar la desesperación ajena en beneficio propio.

jueves, 14 de febrero de 2013

La flaca memoria de Rubalcaba


   En junio de 1971 el diario The New York Times revelaba los “Papeles del Pentágono”, una serie de documentos sobre la guerra del Vietnam que ponían de manifiesto las mentiras vertidas a la opinión pública norteamericana por parte de las Administraciones Kennedy y Johnson sobre la necesidad y evolución del conflicto que más ha marcado a la historia de la primera potencia mundial. Un año después, el Washington Post iniciaba las investigaciones relacionadas con el caso Watergate, que terminarían con la dimisión del presidente Richard Milhous Nixon en agosto de 1974, convirtiéndose en el primer presidente de los Estados Unidos obligado a abandonar su cargo. Estos son, quizás, los casos más emblemáticos en que la prensa ha puesto contra las cuerdas al todopoderoso gobierno de los Estados Unidos. Pues bien, en España el diario El País -otrora símbolo, junto al desaparecido Diario 16, de la naciente democracia que se iniciaba con el proceso de la Transición- ha tratado de emular a esos dos gigantes del periodismo publicando los llamados “Papeles de Bárcenas”, sobre la supuesta trama de financiación ilegal del Partido Popular así como a la posible existencia de una contabilidad en negro de las cuentas del partido que sustenta al gobierno de Mariano Rajoy, y que incluirían pagos de sobresueldos a parte de la cúpula del partido. El buque insignia del grupo PRISA ha lanzado una descarga a la línea de flotación del ejecutivo sin medir las consecuencias de los daños colaterales. Una de dos: o ganan el premio Pulitzer o se hunden en el desprestigio más absoluto.

   Llevamos semanas en que el relamido Luis Bárcenas, antiguo gerente y tesorero del Partido Popular, visita nuestros hogares a la hora del telediario con más asiduidad de la que sería deseable en un Estado que dice denominarse “social y democrático de Derecho”. Este caso supone una muesca más para que la sociedad española afiance la certeza de que sus dirigentes políticos no son los más cautos a la hora de administrar el dinero ajeno. Es injusto generalizar y afirmar que todos los políticos son unos chorizos y unos mangantes, pero lo que sí supone un hecho indubitado es que se está extendiendo por la ciudadanía la sospechosa sensación de que hay unos pocos que se creen tan listos como para llenarse los bolsillos prevaliéndose del cargo que ocupan. Un político, como la mujer del César, no sólo ha de ser honrado sino que también tiene la obligación de parecerlo. Creíamos que esta lección ya la habían aprendido nuestros representantes públicos desde los tiempos de Felipe González, porque es que parece que ya no nos acordamos de lo sucedido en los últimos años de gobierno del felipismo. Y, pese a quien le pese, tuvo que ser José María Aznar el que pusiera coto al estado de corrupción generalizada que heredó de los últimos años de gobierno del compañero Isidoro, el mismo que gastaba chaquetas de pana cuando accedió a la presidencia del Ejecutivo y que la abandonó catorce años después con un fondo de armario bien distinto: por el camino se habían quedado rezagados los principios y valores que enarbolaron para engatusar a millones de españoles que les dieron su apoyo durante tantas convocatorias electorales y que se lo retiraron con rapidez al ser conscientes de que estaban siendo dirigidos por unos embaucadores. Por eso, me extrañaría mucho que el partido político que combatió con tanto ahínco esa lacra del sistema haya tropezado en la misma piedra en que lo hicieran los infaustos gobiernos de González. Por si alguien no lo recuerda, ahí va una muestra:


  • Caso de los Fondos Reservados: desvío de partidas destinadas a la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico por valor de 5 millones de euros entre los años 1987 y 1993 para uso privado, enriquecimiento peronal y pago de sobresueldos y gratificaciones a altos funcionarios del Ministerio del Interior.
  • Caso Filesa: financiación ilegal del PSOE a través de las empresas Filesa, Malesa y Time-Export, que entre 1988 y 1990 cobraron importantes cantidades de dinero en concepto de estudios de asesoramiento para destacados bancos y empresas de primera línea que nunca llegaron a realizarse.
  • Caso Juan Guerra, hermano del vicepresidente Alfonso Guerra, condenado por delitos de cohecho, fraude fiscal, tráfico de influencias, prevaricación, malversación de fondos y usurpación de funciones.
  • Caso Ibercorp, especulación bursátil con valores bancarios por parte de Mariano Rubio, entonces gobernador del Banco de España, ese señor que firmaba los billetes.
  • Caso Salanueva, ex directora del Boletín Oficial del Estado condenada por malversación de fondos al adquirir papel prensa por un valor de 2.395 millones de pesetas, precio muy superior al del mercado, causando un perjuicio al BOE y a Hacienda de cerca de 1.000 millones de pesetas.
  • Caso Expo´92, cohecho, prevaricación y un agujero de más de 210 millones de euros. Fue archivada por el juez Garzón tras siete años de instrucción.
  • Caso Roldán, director General de la Guardia Civil entre 1986 y 1993, enriquecido ilícitamente con el robo de 400 millones de pesetas de fondos reservados y 1.800 millones más en comisiones de obras del Instituto Armado.
  • Caso Palomino, cuñado de Felipe González, ganó 346 millones de pesetas gracias a la venta de su empesa, en quiebra técnica a CAE (luego comprada por Dragados), cuya cartera de obras para el Ministerio de Obras Públicas (MOPU) se multiplicó.
  • Caso Alberó, ministro de Agricultura, Pesca y alimentación entre julio de 1993 y mayo de 1994, que poseía una cuenta en Ibercorp con 21 millones de pesetas en dinero negro.


Quiero con ello decir que no acepto las clases de ética y de honradez política que destilan Rubalcaba y sus acólitos. Mire usted, don Alfredo, que con el currículum de su partido salga ahora a la palestra a exigir la dimisión de Rajoy es como para hacérselo mirar. Usted carece de legitimidad moral para reclamar dimisión alguna. Lo que sí podrá hacer es pedirle al señor Rajoy que dé todas las explicaciones necesarias, pero no tenga la cara dura de actuar como si usted no hubiera roto nunca un plato. No se rasgue tanto las vestiduras por los 22 millones de euros del amigo Bárcenas porque, sin ir más lejos y sin quitarle la gravedad que el asunto requiere, ustedes, los intachables socialistas que dicen luchar por el bienestar y el progreso de la clases desfavorecidas, son protagonistas de un fraude de casi 1.000 millones de euros en su feudo andaluz. No se tome como una verdad incuestionable aquello que publica su diario de referencia , tenga al menos el recato y la decencia de esperar a que la Policía, la Fiscalía o quien corresponda autentifiquen la veracidad de los documentos en los que basa su petición de dimisión del presidente del Gobierno. Disimule un poco más sus ansias de poder, porque en este asunto se ha tirado a la piscina sin quitarse la ropa y sin comprobar si hay el agua suficiente que amortigüe el tripe salto mortal con tirabuzón de espaldas que ha protagonizado. Haga una oposición constructiva y no escatime esfuerzos para aunar voluntades que tiendan a la recomposición de unas siglas históricas a las que usted representa como Secretario General, tan hechas jirones que no se sabe muy bien si se trata de un partido de ámbito nacional o, por el contrario, de una serie de grupúsculos escindidos de Ferraz que defienden una cosa y la contraria dependiendo del territorio en el que se asientan. Actúe de brújula para sus compañeros del País Vasco y, sobre todo, de Cataluña para poner fin a esa impresión de desconcierto que sienten sus votantes y no dedique tantos esfuerzos en deslegitimar al gobierno y a jalear a sus bases para que ocupen las sedes del PP cada vez que surge una cuestión que no resulta de su agrado. Lo tengo por un tipo inteligente, pero últimamente deja usted mucho que desear.

sábado, 19 de enero de 2013

El corrupto


   La última encuesta del Centro de Investigaciones sociológicas (CIS) situaba a la clase política como una de las principales preocupaciones de los españoles en una doble vertiente: por su inoperancia a la hora de sacarnos de una crisis económica a la que ellos mismos nos han abocado, y por la imagen de corrupción que se desprende de los representantes del pueblo. Pues bien, de la teoría del papel hemos pasado a la realidad de los hechos, y es que ya tenemos un nuevo escándalo de corrupción por parte del partido que gobierna esta desdichada España. Por lo que se ve, hay gentes que no necesitan acudir a Doña Manolita o la Bruja de Oro para tentar a la suerte; hay quien tiene las bolas del bombo marcadas y sabe qué décimos comprar, con lo cual le llueven los millones como por ensalmo. Y eso es hacer trampas, con la diferencia de que en el caso que nos ocupa habría que hablar, más que de trampas, de la comisión de delitos. Sí señores, ahí tenemos a Luis Bárcenas, ex gerente, ex tesorero y ex senador del PP con 22 milloncejos de euros en un banco suizo. ¿Dinero ganado lícitamente? Lo dudo; muy pocos se hacen ricos a fuerza de trabajar honradamente. Además, teniendo en cuenta que Bárcenas se encuentra imputado en la trama Gürtel, sobran los motivos para pensar que aquí la cosa huele a podrido. ¿Que estamos en un Estado de Derecho y que hay que probar su culpabilidad?, eso por descontado, pero a nadie se le escapa que con sus antecedentes tiene más probabilidades de conocer por dentro los barrotes de una celda a que siga paseándose por la calle con ese porte de señorito andaluz que le dan su melena engominada, sus canas señoriales, su tez morena y sus trajes a medida. Si en el pasado fue el PSOE el que tuvo que lidiar con los casos de financiación ilegal -Filesa tampoco queda tan lejos en el tiempo-, ahora es el Partido Popular quien tiene que enfrentarse con una de las lacras de la democracia: con la corrupción sistematizada.

   La cuestión se centra en saber si ese dinero corresponde al señor Bárcenas a título particular por los beneficios reportados por sus actividades empresariales o si, por el contrario, se trata de una cuenta oculta al fisco español utilizada para financiar ilegalmente al Partido Popular. Los máximos dirigentes de esta formación ya han salido raudos y veloces a negar cualquier vinculación de esos depósitos con la contabilidad del partido, y aunque aparentemente los desmentidos han sonado contundentes hay algo en el ambiente que no me termina de convencer. En el 2009, cuando Bárcenas fue imputado por el caso Gürtel, hasta Rajoy acudió en su auxilio para decir que él confiaba ciegamente en la labor de su tesorero, que nunca se podría probar su culpabilidad porque estaba seguro de su inocencia. Ahora, cuando las investigaciones de algunos medios de comunicación acumulan pruebas en su contra, no he notado la misma convicción en la defensa. De hecho, ante la publicación en el día de ayer por parte del diario El Mundo de que Bárcenas pagaba sobresueldos a gran parte de la cúpula del PP -en sobres que contenían entre 5.000 y 15.000 euros y que él mismo se encargaba de llevar personalmente a los beneficiarios del asunto-, lo único que se le ha ocurrido decir a María Dolores de Cospedal es que a ella no le consta esa práctica. Pues algo sí que debió constarle cuando fue ella misma la que se empeñó en apartarlo del cargo de tesorero en cuanto ocupó la secretaría general del partido en 2008. Por su parte, Rajoy se ha limitado a manifestar que no le temblará la mano si tiene conocimiento de que alguien de su partido se ha dedicado a prácticas impropias de su cargo. A ver si es verdad y no se cumple aquello que dijo Henry Kissinger de que el 90% de los políticos dan mala reputación al 10% restante; que no parezca que lo que abunda son los chorizos sin moral.

   ¿Qué credibilidad tiene la casta política cuando nos exigen a los ciudadanos que seamos comprensivos ante la batería de medidas de recorte que no cesan de adoptarse? ¿Por qué tenemos la sensación de que en este país sobran los corruptores y los corrompidos, dispuestos a cualquier ilegalidad para llenar su talega de millones a base de favores, recalificaciones de terrenos, contrataciones de obra pública, etc, etc? ¿Por qué tenemos la percepción de aquí se tapan unos a otros, de que nadie va a la cárcel ni devuelve el dinero que ha robado, de que están por encima del bien y del mal? ¿Por qué parece que los políticos gozan de un estatus de impunidad del que carecemos el resto de los mortales? ¿Por qué huele todo a componenda y a alcantarilla de cloaca? ¿Por qué tienen la poca vergüenza de seguir exigiéndonos mayores sacrificios cuando la sensación de que se están riendo de nosotros es ya insoportable? ¿Por qué llevan los mismos políticos 30 años viviendo del cuento? ¿Qué conocimientos atesoran para que una misma persona valga para ser presidente de una Comunidad Autónoma, Ministro de Defensa, presidente del Congreso de los Diputados...? ¿Es que son unos superdotados intelectuales y el resto no nos hemos dado cuenta?, porque es que ni el catedrático mejor preparado tendría el arrojo de aceptar tal sucesión de responsabilidades. Esto se ha convertido en una partitocracia que nada tiene que ver con una verdadera democracia representativa. Aquí todo ha evolucionado y todo se ha renovado menos el sector político, así que ya va siendo hora de que otros tomen el relevo. Pero estos nuevos políticos llamados a liderar el futuro de nuestro país desde el compromiso, la responsabilidad, la decencia y la honradez no pueden salir ni de las Nuevas Generaciones del Partido Popular ni de las Juventudes Socialistas, puesto que estas organizaciones juveniles que surgen al amparo de los dos grandes partidos están contaminadas por los mismos defectos de sus mayores. Tendríamos que estar gobernados por gente que haya demostrado su competencia y su valía en sus respectivas profesiones, por personas que hayan cotizado a la seguridad social y no simplemente haber hecho pasillos en las sedes de los partidos, preocupados únicamente en pasar la mano por el hombro del macho alfa para ver si les cae algún cargo. Hay que aprovechar esta crisis del sistema actual para modificar el propio sistema en sí. Ese cambio debe hacerse desde dentro de los propios partidos políticos para que de una vez por todas se conviertan en auténticos instrumentos de participación al servicio de la sociedad. Mientras no se produzca este cambio seguiremos siendo espectadores atónitos de espectáculos como éste: que todo un Senador pueda regularizar 10 millones de euros sin ningún tipo de sanción, mientras que al pobre trabajador que se le olvida hacer la declaración de la renta lo machacan sin contemplaciones. O se mueve ficha o el castillo de naipes se viene abajo.

martes, 8 de enero de 2013

Con el permiso de Vuestra Majestad


Televisión Española llevaba varios días promocionando la entrevista que el mítico periodista Jesús Hermida había mantenido con Don Juan Carlos con motivo del setenta y cinco aniversario del monarca. Se nos prometía que sería una cita histórica, pues era la primera vez que el Rey hablaba en ese formato para una televisión. Se suponía que media España se congregaría en torno al televisor para escuchar lo que Su Majestad tenía que contarle al pueblo español en un tono menos solemne que el usado en los discursos de Nochebuena, sin rehuir los temas más polémicos que sacuden a nuestra sociedad: descrédito de la clase política, deriva independentista de Cataluña, crisis económica, paro y el caso Urdangarín entre otros asuntos. Decía el director de los Servicios Informativos, Julio Somoano, en la presentación de la entrevista que la misma había sido perseguida durante más de una década y que su materialización constituía un hito que formaría parte de la Historia de España. Así es como se nos vendía el producto. La realidad, sin embargo, ha sido bien distinta. Y es que cuando las expectativas depositadas son tan altas se corre el riesgo de sufrir un fracaso estrepitoso. Este, por desgracia, ha sido el caso.

   La entrevista se grabó el 27 de diciembre y fue emitida en horario de prime time la noche del viernes 4 de enero, víspera del cumpleaños del Jefe del Estado. Y allí, en el Palacio de la Zarzuela, se encontraron la verborrea del periodista y la parquedad del monarca. Desde los primeros instantes se vio que Hermida, que ha sido cocinero antes que fraile y que tuvo el privilegio de retransmitir la llegada del hombre a la luna en aquella televisión en blanco y negro de un 21 de julio de 1969, se olvidó del noble oficio que ha ejercido tan brillantemente durante tantos años para, en algo más de veinte minutos, echar por tierra toda una trayectoria profesional para interpretar el papel menos decoroso de cortesano adulador. Ni Jaime Peñafiel en sus mejores tiempos le habría dedicado tantas loas y alabanzas como hizo don Jesús en la noche de autos. Desconozco si era estrictamente necesario, teniendo en cuenta la finalidad perseguida de buscar la cercanía de la Corona con el pueblo, que se dedicara tanta retahíla de “Vuestra Majestad” a cada preguntaba que se formulaba, dando la sensación como si el Rey viniera de otro planeta o perteneciera a otra época. El hecho es que tanto formalismo desvirtuó el experimento. Más que a las palabra del Rey, los espectadores estábamos más atentos a los gestos y la entonación de Hermida: sólo faltó que se hincara de rodillas, inclinara la cabeza con gesto enérgico y besara la mano de Don Juan Carlos. Algunos llegamos a pensar que lo haría, lo cual hubiera sido un momento apoteósico, idóneo por otra parte para sacar a la audiencia del letargo soporífero en que nos hallábamos ante un cuestionario plagado de interrogantes trasnochados y caducos. Eso sí que nos hubiera traído de vuelta de nuestro paseo lunar.

Se ha perdido una extraordinaria ocasión para escuchar por boca del Rey referirse a los temas que preocupan de verdad a los españoles, puesto que lo de recrearse en los méritos logrados durante treinta y siete años de reinado bien podría haberse dejado para un documental como Dios manda, que para eso los de Informe Semanal sí son unos fenómenos. Pero como uno no tiene ocasión todos los días de sentar al Monarca a su mesa para preguntarle sobre el presente y el futuro de nuestro país, tanto desde los Servicios Informativos de TVE como desde el gabinete de comunicación de Zarzuela han estado torpes a la hora de enfocar este decepcionante acontecimiento. No es que le neguemos al Rey la posibilidad de elogiar los valores que nos han llevado a culminar con éxito la transición de una dictadura a una democracia, ni mucho menos, lo que sucede es que se esperaba demasiado de este encuentro como para haberlo desaprovechado de esta manera tan absurda. Es como si David Frost, en las cuatro entrevistas que mantuvo con Richard Nixon, se hubiera limitado a dorarle la píldora recordándole los éxitos logrados durante su presidencia sin hacer mención al escándalo del Wategarte. Pues algo parecido es lo que ha ocurrido aquí, así que habrá que esperar otros doce o quince años para que se nos vuelva a plantear una nueva oportunidad. Por otra parte me deja perplejo que, teniendo en cuenta que la entrevista se grabó el 27 de diciembre y que no se emitió hasta pasados ocho días, nadie reparara en que el resultado de tantos esfuerzos periodísticos era algo insulso, anodino, insustancial, que no aportaba nada nuevo. No hay que ser un catedrático en Teoría de la Comunicación para darse cuenta que esto, más que lavado de cara para la Monarquía, iba a suponer un lastre más para la imagen de una institución que no pasa por sus mejores momentos. Y todo esto lo dice un monárquico convencido como yo, no sólo juancarlista, que contempla con estupor cómo el símbolo de la unidad y permanencia del Estado pierde popularidad a través de vías de agua abiertas por un malhadado yerno que ha puesto en jaque a siglos de tradición. Por eso, insisto en una idea que ya he planteado en otras ocasiones: si algún día llega la III República no será por méritos propios sino por errores ajenos.