viernes, 7 de agosto de 2020

El escritor cabalga de nuevo


   El mozo va ya por su cuarta novela y eso, se mire por donde se mire, es mérito más que suficiente como para que vuelva a ser protagonista de esta bitácora. Hoy, 7 de agosto, Diego César Pedrera dará a conocer su nueva criatura literaria, Volverás. Han sido cuatro años de arduo trabajo desde que la idea le rondara por la cabeza y que, después del azaroso proceso creativo de este hacedor de historias, ve ahora la luz con la renovada ilusión de que su lectura resulte, cuando menos, placentera y entretenida, último objetivo que debe perseguir todo buen escritor que se precie. Y a fe que Diego César Pedrera lo es, más allá de la poca o mucha repercusión que su obra tenga en el intrincado mundo editorial, receloso, como se sabe, a admitir nuevos huéspedes que alteren la comodidad del statu quo del que gozan -algunos sin el más mínimo merecimiento- sus más distinguidos miembros. Mundillo, por otra parte, tan henchido de egos y de puñaladas traperas, de envidias y de traiciones, que no falta quien se tomaría como afrenta personal el caer en las redes del halago fácil y la adulación interesada con tal de ver sus obras en la cúspide de las listas de ventas, o expuestas en un espacio preferente de La Casa del Libro, El Corte Inglés o la FNACC. La literatura, por suerte, es algo más que eso; algo más que un premio mediático, algo más que un best seller. Pero dejemos esta controversia para otra ocasión y centrémonos en lo que nos ocupa. Porque, como diría Umbral, yo he venido aquí a hablar de Diego César Pedrera y de su nuevo libro.

   No queda más remedio, pues, que descubrirse ante todo aquel que cuente con los arrestos suficientes como para plantarse ante el reto del folio en blanco con la intención de plasmar -con las mejores armas y recursos de que uno pueda valerse- las aventuras que su imaginación y su talento tengan a bien pergeñar. Insisto. Hay que rendirse ante el esfuerzo titánico de Diego C. Pedrera, novelista -sí señores, "novelista", con toda la solemnidad que esa palabra y ese oficio conllevan- cuya vibrante pluma envuelve al lector en una atmósfera que lo atrapa y lo sitúa como testigo privilegiado de los acontecimientos que se desarrollan a lo largo de las casi quinientas páginas de Volverás. Todo un tocho, cierto es, pero no se asusten: convendrán conmigo en que solamente la belleza de las imágenes de la portada y la contraportada y su guiño visual es reclamo más que suficiente como para zambullirse en su lectura. Y es que este Diego César Pedrera posee la innata habilidad de deleitarnos con la potencia de unos personajes arrojados a las veleidades de la primera mitad del siglo XX español, perfectamente definidos en todos sus contornos, dotados de alma propia, facilitando una lectura que discurre con total naturalidad. 

   En suma, a base de tesón, nuestro autor ha vuelto a obrar el milagro de dar a la imprenta una nueva obra para satisfacción de sus fieles seguidores. Sirvan, por tanto, estas palabras como reconocimiento y homenaje a la labor de un escritor -injustamente desconocido- que, hurtando tiempo a su familia y arañando horas al descanso, se sumerge en la escurridiza penumbra de los sueños con el anhelo de ver recompensado su dedicación con la benevolencia de sus lectores. Como les cuento, este será su cuarto intento, y tengo la convicción de que, a poco que le acompañe la suerte -tan necesaria para estos menesteres- esta novela supondrá su consagración, algo así como un punto de inflexión en su carrera literaria, la llave con la que franquear las puertas que hasta ahora sólo estaban abiertas para un reducido círculo de elegidos. Porque, con todos mis respetos, hay vida más allá de los consabidos Sánchez Adalid, Javier Cercas, Jesús Carrasco o Luís Landero. Es nuestra obligación, cada uno dentro de sus posibilidades, reivindicar el nombre de escritores anónimos cuyas obras, sin embargo, no desmerecen en calidad a las de esos autores a los que me acabo de referir. Hay que dar oportunidades a los nuevos talentos porque, de lo contrario, corremos el riesgo de que queden relegados a la indiferencia verdaderos artistas de la letra impresa por el solo hecho de no contar con los medios o la repercusión de los que otros sí se han servido para saborear las mieles del triunfo. Hemos de involucrarnos en la tarea de descubrir, partiendo de la innegociable premisa de la calidad de sus textos, a los nuevos Felipe Trigo, Mario Roso de Luna, Luis Chamizo, Gabriel y Galán, Jesús Delgado Valhondo, Antonio Rodríguez Moñino, Luís Álvarez Lencero, Eugenio Fuentes, Dulce Chacón…, y tantos otros autores en cuyo espejo desean verse reflejados la savia nueva de la literatura extremeña, al menos para que les sirva de acicate y no cejen en su intento de crear y dar a conocer su obra. Porque, ¿qué habría sido de Camilo José Cela, García Márquez, Carlos Ruiz Zafón o Roberto Bolaño, por ejemplo, si hubieran caído en el desánimo ante el rechazo de los editores a publicar La familia de Pascual de Duarte, La hojarasca, La sombra del viento y Los detectives salvajes? Pues, entre otras cosas, que nos habríamos perdido a dos premios nobel de literatura. Cuando uno cree ciegamente en su trabajo y le pierde el miedo al fracaso, no existe obstáculo que se interponga en la consecución de sus metas.

   Por ello, les animo a que esta noche, a partir de las 21:30 horas, acudan con júbilo, a pesar de los rigores de la canícula, a la presentación de la nueva novela de Diego César Pedrera. Hagamos que el aforo de la Casa de la Cultura se quede pequeño y recibamos como se merece a nuestro vecino, a pesar de que las circunstancias actuales no sean las más propicias: ni el covid-19 ni el partido de Chamions del Real Madrid podrán restar trascendencia a esta cita ineludible. Hagamos que el día de hoy sea recordado de aquí a unos años como aquel en que este ilustre malpartideño cogió el impulso y el aliento necesarios para continuar por esa senda tan gratificante, pero en ocasiones tan solitaria y desoladora, de inventar historias para que los demás podamos adentrarnos en mundos imaginarios con los que esquivar a esta realidad abrumadora y mortificante.

viernes, 8 de mayo de 2020

Confesiones de un SEFOCUMA (V): Siempre nos quedará Agost

   
   Como decíamos ayer, no se comía del todo mal en Rabasa. Y eso es algo que pudimos comprobar sobradamente cuando tuvimos ocasión de visitar la carpa del comedor durante nuestras primeras maniobras sobre el terreno. El rancho era todo lo bueno que podía esperarse en aquellas circunstancias, saciando nuestro apetito en grado suficiente como para mantenernos en pie y permitirnos cumplir con nuestro cometido. Me van ustedes a disculpar pero, después de veinte años, uno empieza a padecer indeseables lagunas mentales. Por eso, apelo a su benevolencia, y a la de mis camaradas, ante la cortina del olvido que, al cabo de tanto tiempo, se cierne sobre mis recuerdos, hurtándome los pequeños detalles que toda buena historia que se precie ha de tener para resultar amena. Les pido, por tanto, dispensa en este punto del relato. Y si, por desgracia, la memoria me juega alguna mala pasada, situando hechos en lugares equivocados -que bien pudieran haber sucedido en nuestro vía crucis toledano-, espero que mis compañeros de batalla no me lo tengan en cuenta y se queden con la esencia de lo que aquí refiero, que no persigue otra pretensión que la de evocar una época pasada. Más que de peripecias y anécdotas, hoy hablaré, sobre todo, de sensaciones, de emociones. Con ese ánimo escribo estas líneas.


   Ignoro con exactitud en qué período de nuestra instrucción nos echamos al monte, aunque supongo que no más allá de mediados o finales de octubre de 1999. Hacinados en los remolques de los camiones de transporte, con todo el equipo a cuestas y cierta desazón en el cuerpo, dejábamos atrás el acuartelamiento Alférez Rojas Navarrete para afrontar una semana de maniobras -alfa, se denominan en el argot militar- en Agost, a unos veinte kilómetros de Alicante. He de sospechar que el viaje transcurrió sin sobresaltos, más allá de la incomodidad provocada por el traqueteo del convoy. La noche anterior a la partida, como en casi todas, resonaba en mis cascos la voz inconfundible del maestro Sabina hablando de dieguitos y mafaldas, de barbies superstars, de desamores y de la Magdalena.


   Nada más llegar, después de formar para que los jefes dieran las novedades reglamentarias, nos dedicamos a montar las tiendas de campaña en hileras interminables. En mi vida he presenciado algo parecido a la logística militar: si quieren asistir a una ceremonia conmovedora, les animo a contemplar la instalación de un campamento durante unas maniobras. Eso sí, lo que que no olvidaré jamás fue la tromba de agua -acompañada de fuertes rachas de viento- que nos cayó durante una de aquellas noches. Acurrucados en el fragor de la tormenta, quien más quien menos se encomendó a Dios, a la Virgen María y al Espíritu Santo con tal de que su refugio no cediera ante aquel diluvio. Y, claro está, Dios Omnipotente, por aquello de que sus senderos son inescrutables, no prestó oídos para atender a las plegarias de todos sus siervos, así que algunos se ciscaron en el mismo plantel de vírgenes, santos y arcángeles en cuyos brazos se habían echado dócilmente apenas unos instantes antes. Más de uno perdió la fe aquella noche. La riada fue de las que hicieron época, convirtiéndolo todo en un lodazal impracticable. A la mañana siguiente no pudimos por menos que apiadarnos de aquellos compañeros que, incrédulos, comprobaban cómo la fortuna, en aquella ocasión, les había sido esquiva.
   

   Durante aquellas maniobras hicimos de todo, y casi siempre con el engorro de tener que tiznarnos la cara por aquello de confundirnos con el terreno: prácticas de tiro, marchas nocturnas, algún que otro ejercicio de supervivencia, asaltar cotas como almas que llevaba el diablo… "Méndez, ¿ve usted aquella colina?". "Sí, mi sargento." "Pues nada, váyanse preparando porque me malicio que allí hay apostado un nido de ametralladoras y la vamos a tomar por mis santos cojones." "¿Reptando, mi sargento?". "No, cogiditos de la mano...". "A la orden, mi sargento". Y para allá que se fueron Méndez y su escuadra, maldiciendo el derroche de imaginación de nuestros mandos, que no paraban de divisar enemigos donde el común de los mortales sólo veíamos pedrisco y matorral, prestos a cumplir con la misión encomendada. Como podrán colegir, mientras nos arrastrábamos de manera calamitosa y dábamos alcance a la cima con el sigilo debido, mentábamos a la madre y demás deudos de nuestro querido sargento Prendes. Otras veces, la cosa no pasaba a mayores y nos dedicábamos a reconocer el terreno desplegados en abanico, o al tresbolillo, disfrutando incluso del paisaje y parando de cuando en cuando a reponer fuerzas. Esto último, para alivio nuestro, lo solíamos practicar bajo la supervisión del brigada Fermín, que no era tan quisquilloso como el otro ni tenía necesidad de demostrar que sus chicos eran los más aguerridos de la compañía.

   Eran tiempos aquellos en los que nos emocionábamos con un bocadillo de atún y un zumo de piña en tetrabrick. Tiempos en los que la insolencia de la juventud nos llevaba a arrostrar jornadas infernales sin causar apenas mella en nuestro ánimo. Por las mañanas podíamos pegarnos un buen puñado de horas en el campo de tiro, descerrajando metralla a diestro y siniestro. Por las tardes, nos endilgaban algún ejercicio de orientación por binomios. Y ya de anochecida, por si no fuera suficiente, nos podían meter perfectamente diez o quince kilómetros de caminata a la luz de la luna, soportando el peso de unas mochilas que superaban el par de arrobas, destrozando la espalda y los hombros de aquellos sufridos infantes. Pero todo eso, por duro que fuera – y a fe mía que lo era-, no mitigaba la satisfacción del deber cumplido. Puede sonar un poco naíf, lo sé, pero lo cuento tal y como lo sentíamos entonces. Sentimiento, por cierto, que no cesa de aumentar con el paso de los años cuando, al echar la vista atrás, uno adquiere plena conciencia de las penalidades y rigores que fue capaz de soportar. Es esa una medalla que todos mis compañeros llevamos muy a gala. Hubo quien lo pasó peor y hubo otros que lo sobrellevaron con estoicismo admirable, pero todos, sin excepción, fuimos merecedores de aquel entorchado.
   

   Por supuesto, durante aquellas jornadas de aprendizaje del oficio castrense nos dieron nuestra ración de orden de combate: ya saben, culatazo va y culatazo viene; cuerpo a tierra y demás zarandajas. Y tampoco podía faltar la, para muchos, odiosa tarea de limpiar el armamento cada vez que se les antojaba a nuestros mandos. La habilidad que demostraron algunos para montar y desmontar el cetme era digna de admiración. Tengo para mí que hasta John Rambo nos habría felicitado efusivamente. A fin de cuentas, qué diablos, fueron aquellos unos días no del todo desagradables..., salvo cuando nos tocaba empaparnos de conocimientos topográficos. Nada nos generaba más dudas y no había nada que pusiera más nervioso a un SEFOCUMA -hasta el extremo de alcanzar una preocupante sudoración- que un plano desplegado en toda su extensión en un descampado, con el mando de turno metiéndote prisa para que le señalaras en qué parte de la puñetera cuadrícula nos hallábamos:

- Villasclaras, a este paso el enemigo nos va a hacer una envolvente del copón. Lo veo a usted un poco despistao…
- Verá usted, mi teniente, yo diría que estamos… Ummm… Estooo, a ver cómo se lo explico…
- Me da nota, Villasclaras.   


   Especial ilusión nos hizo empuñar, por primera vez, un lanzagranadas del que, por supuesto, he olvidado su nombre técnico. Sólo unos pocos tuvimos la oportunidad de probarlo, y en verdad que supuso toda una experiencia el ritual de echar rodilla a tierra, colocarnos el cachibache al hombro, alinear el punto de mira con el objetivo, apretar el gatillo y verificar con asombro cómo el proyectil daba en la diana, acompañado del estruendo por el impacto y del alborozo por parte de quien había tenido el privilegio de disparar tamaño armatoste. Y puestos a recordar, hubo una noche que la pasamos al raso, junto a un rebaño de vacas. Supongo que formaría parte de los planes, pero lo cierto es que, en una de las marchas de orientación nocturna, no sé si es que nos perdimos -nada descabellado, por cierto, pues en esos ejercicios los alumnos aspirantes a Alférez éramos la punta de lanza-, el caso es que mientras tendíamos las esterillas y nos metíamos en los sacos de dormir sin despojarnos del uniforme, más de uno estuvo ojo avizor, no fuera a ser que entre la manada apareciera de repente algún cabestro enfurecido que nos arruinara la excursión.
   

   Y entre esas idas y venidas estuvimos, ya les digo, una eterna semana. Llegado el momento de recoger los bártulos, nos despedimos de Agost para siempre, sin rencores. Entonces no lo sabíamos, pero aquello marcó un punto de inflexión, curtiendo a unos muchachos que, hasta la fecha, poco menos que sólo habían pisado un campo para ir de romería en feliz esparcimiento, con amigos o familiares. Nada que ver con lo que, a partir de entonces, la mayoría de nosotros asociaríamos, durante largo tiempo, con un terruño: era aparecérsenos una loma y ponernos a temblar pensando que tendríamos que conquistarla a golpe de bayoneta. Ya sólo nos restaba enfilar la última etapa en Rabasa, encaminada a los preparativos de la jura de bandera. Pero eso será materia de un próximo capítulo. 

miércoles, 26 de febrero de 2020

Psicosis colectiva







    Cualquiera que durante la última semana haya seguido la actualidad informativa a pies juntillas, se estará pensando muy seriamente lo de salir de casa para ir a trabajar, llevar los niños al colegio, hacer running, pasarse por la multitienda a por una baguette o acercarse hasta el chino a comprar una funda para el móvil. Y es que esto de la globalización tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Entre las buenas, por decir algo, Netflix y HBO -con los de Amazon ya ajustaré cuentas después de la última subida de precios-; y entre las malas, claro está, ocupa un lugar destacado lo que hasta hace unos días era conocido como coronavirus y que ha mutado, por obra de los ímprobos expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en COVID-19. Al parecer, desde que apareciera el brote en la ciudad china de Whuan, sobrevuela en el ambiente un bichito que le ha cogido gusto a eso de cruzar fronteras sin pedir permiso y que trae de cabeza a la comunidad científica internacional.




- Oiga, todo lo malo viene de China. Hago memoria, y recuerdo que aquello de la fiebre aviar también tuvo su origen en aquella apartada región.
- No exagere usted, hombre de Dios. No haga usted de Donald Trump. Los chinos son nuestros amigos. Marco Polo trajo de allí cosas extraordinarias, ¿no cree usted? Además, ¿qué sería de nosotros sin AliExpress?


    Dirá alguno que esto es obra de Pedro Sánchez -más bien, de Iván Redondo, que es quien habla dentro del presidente-, aunque sólo sea para que nos olvidemos por un rato del Dalcygate, de Cataluña y de las pretensiones de Pablo Iglesias de convertirse en espía de Su Majestad Católica. Pero no se apuren: por muy retorcida que sea la mente de este tándem que nos gobierna -que lo es-, estos dos sujetos podrán hacer sus diabluras, pero nada que ver en lo tocante al asunto que nos atañe. Que se sepa, ni Sánchez ni Iglesias tienen influencias a ese nivel. Para disipar dudas, la tal OMS ha lanzado ya su tranquilizadora alerta de que nos encontramos, con toda probabilidad, ante una pandemia.
   

- Pero, ¿en qué grado de probabilidad nos tenemos que situar?
- Pues mire usted, igual de probable que lo de la alerta mundial por lo de la gripe aviar. ¿Se acuerda usted, verdad? Recuerde que la tele nos pintó un panorama terrorífico, animando a los pobres conejillos de indias -o sea, a nosotros- a acudir prestos a los centros de salud a que nos recetaran el antídoto salvífico.
- ¿Y cree usted que la cosa no fue para tanto?
- A los hechos me remito. Por aquello no estiraron la pata ni medio centenar de congéneres, que, en comparación con los finados que provoca al año una simple gripe común, pues eso: peccata minuta.
- Dicha así la cosa, es como para darle vueltas al caletre.
- No le dé usted muchas, no vaya a ser que lo tachen de conspiranóico o, peor aún, de facha, que esto último está muy en boga. Por menos de nada lo hacen a uno militante de Falange.




    Ante esta nueva alerta sanitaria del COVID-19, los medios de comunicación, siempre dispuestos a echar una mano, se afanan en transmitir el acostumbrado mensaje de pánico, al tiempo que nos afean el gesto por no hacer alarde de la fortaleza de espíritu que sería menester en esta delicada coyuntura. Y es que, al parecer, la histeria colectiva no le viene bien a estos momentos de zozobra e incertidumbre porque, por lo visto, tenemos la dichosa manía de perder los nervios en cuanto nos ponen encima de la mesa unos cuantos centenares de fiambres. Así que, más que vacunas, lo que nos deberían administrar sería sentido común a bocanadas. ¿Qué es eso de poner el grito en el cielo a las primeras de cambio?
     


-Ya, pero es que la cosa empieza a ponerse fea, ¿no le parece?
- Pamplinas, mi buen amigo. Hágame caso y acuda usted la farmacia más cercana a por una mascarilla, verá como con ese simple gesto no correrá usted el menor riesgo.
- Entonces, ¿exageran los buenos de Ana Blanco y Vicente Vallés cuando poco menos que nos dan el minuto y resultado de esta crisis venida de Asia?
- Ya sabe usted que soy más de don Federico, y el de Orihuela del Tremedal le está dedicando al asunto, si acaso, no más de cinco minutos diarios… Más que nada porque no digan que en su programa no se informa de las cosas. Así que, hágame caso: póngase usted a ver los Simpsons y déjese de coronavirus. Su salud se lo agradecerá. Esto no deja de ser una fake news de mal gusto.
- ¿Acaso insinúa usted la falta de objetividad de los medios?
- Desde que se nos fue Tico Medina, todo es decadencia en el periodismo. Ahora solo puede uno fiarse de Lorenzo Milá y de pocos más.



    Con lo cual, señores míos, preparémonos para resistir con nuestras mejores armas el bombardeo mediático al que nos van a someter por todos los frentes. No caigamos en el alarmismo injustificado. Permanezcamos expectantes ante los acontecimientos, pero sin dramatismos. Tengamos en cuenta que en España, cada año, casi 800.000 personas padecen gripe común; de ellas, se ingresa a unas 50.000 y mueren alrededor de 15.000. A nivel mundial, la tasa de mortandad se sitúa en unas 650.000 personas. Actualmente, según datos de la OMS, hay confirmados unos 78.000 casos de coronavirus y 2.400 fallecidos. Cifras enormes y dramáticas, cierto es, pero ni mucho menos apocalípticas. No le hagamos el juego a la industria farmacéutica. Cuando alcancemos los números de la llamada gripe española de 1918-1920, causante de más de 40 millones de muertes, ya tendremos tiempo de llevarnos las manos a la cabeza. No caigamos en la tentación de mirar con recelo a esas entrañables excursiones de chinos -o de coreanos, o de taiwaneses o de lo que quiera que sean- ni de acechar con mirada asesina al que, de repente, sufre un acceso de tos y echa mano de clínex con la diligencia propia de Billy el Niño para que el asunto no pase a mayores.



- Entonces, supongo que las cosas por el III Milenio estarán tranquilas, ¿no es así? Lo veo a usted con el aplomo suficiente como para afrontar los rigores de la situación cuando vengan mal dadas.
- Pues mire usted, deseando que se produzca el primer caso para que nos manden a todos a casita y nos tengan en cuarentena hasta que escampe el temporal… Las cosas como son.
- ¿Ya han hecho acopio de mascarillas?
- Figúrese usted que no tenemos ni para gomas, así que prepárese para una catarata de bajas masivas. Espero que se haga cargo de la situación. Es sabido que los funcionarios somos gente imprescindible.
- No tema, sobreviviremos.

jueves, 13 de febrero de 2020

Siempre se van los mejores




Despierto de este largo letargo abrumado por la repentina e inesperada muerte de David Gistau. El domingo por la noche, después de dos meses en coma, dejaba de latir el corazón de, a pesar de su insultante juventud, uno de los mejores columnistas de las dos últimas décadas. Un accidente cerebrovascular acababa con la vida de una de las voces indispensables para entender, desde la contundencia e ironía de sus artículos, esta absurda realidad que nos machaca sin contemplaciones. Escribía como sentía, sin artificios, con apasionamiento, a quemarropa, volcando en cada frase el ardor y la vehemencia de quien no teme ni a represalias ni a críticas interesadas, con una prosa sublime que destilaba pureza y verdad, diseccionando como nadie al ser humano y a sus circunstancias. Lo mismo nos embelesaba con  crónicas sobre el Real Madrid, los años gloriosos de la selección española de fútbol o la última sesión parlamentaria, que disertaba con absoluta erudición sobre una película de Garci, un concierto de Loquillo, una novela de Pérez Reverte o una serie de mafiosos. Era un escritor total, carente de las ridículas afectaciones que tanto se estilan en su oficio. Se enfrentaba al folio en blanco con la despreocupación propia de quien ya sabía que no sería el próximo Balzac, y por eso mismo, por aceptar de buen grado sus limitaciones, por domeñar sus ambiciones y arrinconar ese omnímodo ego que acompaña a los autores pretenciosos, ha terminado por convertirse en digno sucesor de Larra, Mariano de Cavia, Camba, González Ruano, Umbral y Alcántara; un parnaso al que sólo tienen acceso los elegidos, y Gistau, sin pretenderlo, lo era por derecho propio.



   Y si a sus cualidades como escultor de la palabra añadimos la más inusual de la bonhomía, no resulta muy difícil comprender la pena tan honda reflejada en los rostros de quienes acudieron al tanatorio para presentar sus respetos a la familia y dar el último adiós a uno de los suyos, en una procesión de figuras desencajadas por el dolor, tratando de entender el porqué de una pérdida tan injusta, tan a destiempo. Allí estaban, entre otros, Carlos Herrera, Jorge Bustos, Raúl del Pozo, Manuel Jabois, Ignacio Camacho, Alfonso Ussía, Luís Herrero…, maestros de una tribu en la que acaba de quedar vacante la silla de uno de sus miembros más notables. Todos ellos, sin excepción, se han despedido de él publicando en sus respectivos medios de comunicación efusivas odas a la amistad, valorando, más allá de sus dotes como autor, la calidad humana de un tipo íntegro, honesto. 
 



   El fallecimiento de David Gistau ha puesto de manifiesto una desacostumbrada unanimidad en los círculos periodísticos, donde abundan los émulos de Cervantes, Góngora o Quevedo en busca de una gloria que nunca alcanzarán. A diferencia de éstos, gustosos de envolverse en una falsa apariencia de intelectualidad y que, para marcar el territorio, te sueltan a las primeras de cambio latinajos de Marco Aurelio, versos de Borges o citas de Churchill, Gistau escribía sin darse importancia, con naturalidad innata, despojado de engolamientos y barroquismos. No pretendía dar al mundo una obra de arte con cada una de sus columnas; por contra, su objetivo era hacerse entender entre el lector medio, alejado de los cánones impuestos por los popes de la profesión. Y lo consiguió hasta el punto de que sus mayores detractores -que también los tuvo- dejaron de lado la envidia para terminar rindiéndose a su talento. Paseó su sabiduría por las rotativas de los periódicos, los platós de televisión y los estudios de radio, ajeno a la admiración que despertaba. Siempre se lamentó por no tener el tiempo necesario que dedicarle a ese proyecto tan anhelado de enfrascarse en el proceso de creación de una novela gruesa, de peso, concienzuda, sin ser consciente de que él hacía pura literatura en cada una de sus piezas periodísticas. Con esa pinta de rudo vikingo, de boxeador incansable, de leñador norteño, quién podía imaginar que bajo esa apariencia se ocultaba un escritor como la copa de un pino. Qué putada, David, que nos hayas dejado tan pronto. Te has bajado del ring, pero tu legado permanecerá a salvo del olvido.





miércoles, 18 de septiembre de 2019

Todos a la calle


Sucede en ocasiones que cuando el cronista se ve sobrepasado por las circunstancias, puede adoptar, como mecanismo de defensa, dos posturas antagónicas aunque igualmente válidas: o permanecer en silencio ante el desolador espectáculo con que nos obsequia nuestra inoperante clase política, o no parar de airear las vergüenzas de unos caballeretes cuya inutilidad está alcanzando cotas jamás vistas hasta la fecha. Lo primero le lleva sucediendo a un servidor desde hace un par de meses. Y es que, por mucho que uno se empeñe en impedirlo, tras titánica y desigual lucha, la resignación termina por ganar una batalla en la que el desgaste psicológico se convierte en el principal arma esgrimida por el adversario. Evidentemente, no es esta la postura más loable, pero a veces no queda más remedio que adoptar esa actitud para no verter palabras gruesas de las que tener que arrepentirse apenas quedan reflejadas en la pantalla del ordenador. Aunque, a decir verdad, esta cautela mía, esta especie de autocensura no debiera de compadecerse ante tanta incompetencia por parte de quienes tienen la obligación de sacarnos lo antes posible de esta parálisis institucional a la que, al parecer, no saben hacer frente. Nunca antes en la historia reciente de nuestro país hemos sido gobernados por tal caterva de ineptos, ni nunca antes la oposición ha resultado ser tan insípida, tan ensimismada de sí misma que da la impresión de que tanto unos como otros se encuentran la mar de a gusto en el papel que les ha tocado representar en este drama.

   Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias. Entre estos cuatro, principalmente, anda el juego. Cada uno de ellos con su parte alícuota de responsabilidad. La principal, sin duda, recae sobre un Pedro Sánchez deslumbrado por los oropeles del poder; más atento al postureo que a cualquier otra circunstancia. Un Pedro Sánchez que, en su comparecencia de anoche ante la prensa, dio una muestra más de su indignidad, cargándole el muerto a los demás para justificar su propio fracaso, apareciendo como una víctima más ante la nueva consulta electoral que se avecina. En este comportamiento zafio y cínico tiene mucho que ver su asesor áulico, el mercenario Iván Redondo, que lo mismo sirve a los Stark que a los Lannister, y cuyos conocimientos -por llamarlos de algún modo- traen causa de fuentes tan prestigiosas como El ala oeste de la Casa Blanca o Borgen, a las que el tal Redondo ha emponzoñado en provecho propio. Parece ser que esta dupla de personajes se lo está pasando pipa ideando un maquiavélico plan con el que poner a prueba la paciencia de un electorado que empieza a dar inquietantes muestras de hartazgo ante tanta desfachatez. 
  

 Por lo que respecta al resto del cuarteto, bastante tienen con sofocar los incendios internos de sus respectivas formaciones. Así, mientras que el barbilampiño Casado pretende rememorar el pasado más rancio de la era Aznar, en la creencia equivocada de que así logrará apuntalar su inexistente autoridad, Rivera se contenta con tender puentes de plata a los díscolos que últimamente le están amargando su recién estrenado idilio con Malú. Y en cuanto a Iglesias, la cosa sería como para echarse unas risas si no fuera porque el personaje en cuestión lo encarna un tonto voluntarioso al servicio de una caduca corriente ideológica que la historia se ha encargado de postergar y que el marqués de Galapagar pretende resucitar con buenas y necias palabras. ¿Qué se puede esperar de un populista de tres al cuarto cuya ética personal cedió en cuanto tuvo ocasión de comprarse el famoso casoplón de marras; de un tipo que se dedica a solicitar ministerios como el que acude a un bazar en busca de saldos de ocasión? 

   ¿Y qué hay de los independentistas catalanes? Pues oigan, a lo suyo..., que no es poco. Es decir, a desestabilizar el sistema, a pescar en las revueltas aguas de esta democracia acomplejada -ni tan joven ni tan bisoña- que no termina de desprenderse del tutelaje de unas minorías periféricas con las que lleva coqueteando, a base de chantajes consentidos y bien pagados, desde que a Franco le dio por morirse en la cama y se puso en marcha el proceso de transición democrática. Monigotes como Rufián, Turull o Junqueras son las voces autorizadas a las que Pedro Sánchez sienta a su mesa y presta sus oídos para pedir consejos sobre gobernabilidad. ¿Qué pensará Su Majestad de su primer ministro, de ese politicastro dispuesto a formar gobierno con el apoyo o la aquiescencia de quienes pretenden dinamitar la unidad de España; de alguien que ha dejado por escrito que una de las decisiones más importantes a las que tuvo que enfrentarse cuando se mudó a la Moncloa fue el cambio de colchón de su camastro? Este es el nivel, señores.


   La cosa pinta mal, para qué nos vamos a engañar. Unas nuevas elecciones sólo alargará la agonía. Atrás quedaron los tiempos de las mayorías absolutas. Ha llegado la hora de los acuerdos, de las coaliciones, y si nuestros actuales representantes no lo entienden así, entonces habrá que darles el correspondiente toque de atención. Bueno sería que llegaran otros dispuestos a buscar y a aplicar las soluciones que estos inútiles son incapaces de encontrar. Viene aquí como anillo al dedo aquella famosa sentencia de Estanislao Figueras, primer presidente de la I República cuando, en una sesión del Consejo de Ministros, ante el caos político galopante y en un arrebato de sinceridad, dijo aquello de “señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”. Al día siguiente cogió el primer tren con destino a Francia y se quitó de en medio. Pues eso, a ver si alguno sigue su ejemplo y le da por apearse en la próxima estación. A lo mejor a partir de ese momento los españoles, tal y como nos ha pedido nuestro presidente en funciones, empezaremos a hablar más claro. Necesitamos estadistas, no petimetres.



jueves, 27 de junio de 2019

Simplemente Charly


    Hace alrededor de cuatro años que un compañero de trabajo empezó a relatarnos al grupo del desayuno que nos reunimos cada mañana al abrigo de un café calentito y una buena tostada de las singulares peripecias de un tipo de porte fornido, portentosa melena, tez morena y barba cuidadosamente desaliñada que se dedica a recorrer el mundo en moto y a colgar sus aventuras en Youtube. A Dani, que así es como se llama este compañero, siempre le tuvimos por un poco fantasioso, producto de una mentalidad a medio camino entre la adolescencia y la primera juventud. Como adorable treintañero que se niega a hacerse mayor, Dani es como un niño grande que desborda energía, que contagia su vitalidad a los demás y al que, en el fondo, envidiamos. No había día que no se presentara ante nosotros para confiarnos los entresijos de lo que, sin lugar a dudas, habría de ser el negocio del siglo. Ante su elocuencia de predicador, los que asistíamos a sus peroratas nos limitábamos, entre chanzas y burlas, a apuntarle los fallos evidentes de que adolecían sus infalibles planes. Todo su afán consistía en convencernos de la imperiosa necesidad que teníamos de, si queríamos sentirnos realizados desde un punto de vista vital, abandonar la tediosa rutina de funcionarios en la que andábamos inmersos -y que, según su criterio, castraba toda iniciativa emprendedora- para salir cuanto antes de eso que ahora llaman “zona de confort”. Un tipo peculiar este Dani, al que llevamos echando de menos desde que se lió la manta a la cabeza para, predicando con el ejemplo, renunciar a su puesto de interino en la Junta de Extremadura y ponerse a trabajar con su suegro, creo que por tierras conquenses. Si no estoy mal informado, ahora dedica su tiempo libre a preparar las oposiciones de bombero. Parece ser que eso de tener al suegro por jefe no era tan idílico como él se lo imaginaba.

   Siguiendo las recomendaciones de Dani, acudí a Youtube (https://www.youtube.com/user/charlysinewan) aguijoneado por la curiosidad de conocer de primera mano a este nuevo quijote sin escudero del siglo XXI. Y a partir de ese momento, para mi sorpresa y sin un ápice de exageración en mis palabras, se abrió ante mí una ventana fascinante a la que asomarme cada semana para contemplar el mundo de siempre con ojos distintos. Un mundo que si bien ya ha sido hollado en todos sus extremos por la pezuña del hombre, ha resultado revelador redescubrir gracias a la labor de esta especie de explorador que hace las veces de un Livingstone adentrándose en el África más remota, de un Cristóbal Colón al encuentro del continente americano o de un Marco Polo tras la ruta de la seda y de las especias asiáticas. Viendo sus vídeos, tiene uno la sensación de penetrar en terreno virgen e inexplorado. Esta visión, precisamente, es la que hace que el canal cuente con algo más de 186.000 suscriptores. Y es que Charly ha conseguido que sus historias atraigan no sólo a la comunidad motera, sino a toda una multitud de seguidores a los que nos une la admiración por alguien que, con determinación y valentía, ha logrado realizar lo que la mayoría sólo nos atrevemos a soñar. Esa sensación de vernos reflejados en él cada vez que viaja al rincón más recóndito del planeta es lo que nos confiere ese sentimiento de pertenencia a una hermandad.

   Cuenta Carlos García Portal que su caída del caballo -la misma que algún día esperamos que nos suceda a su legión de incondicionales discípulos- le sobrevino allá por el 2014, en las Cataratas Victoria (Zambia), aunque su voz interior ya le venía avisando desde 2009, cuando se hallaba de ruta por la India. Tenemos aquí el infrecuente caso de alguien que gozaba de una vida exitosa como socio fundador de una inmobiliaria dedicada a la venta de casas de lujo que un día decidió dar un giro radical a su vida para dedicarse a lo que verdaderamente le apasionaba: montar en moto. Su primer viaje, a lomos de una Honda Varadero a la que más tarde bautizaría como "La Misionera", tuvo por destino Australia. Durante los preparativos, con la intención de que tanto amigos como familiares conocieran sus andanzas, creó un blog con el llamativo título de El mundo en moto Sinewan. ¿Que de dónde diablos sale ese nombre? Pues de una serie rodada para la televisión británica en la que los actores Ewan McGregor y Charly Boorman recorrían medio mundo sobre dos ruedas con toda la parafernalia de cámaras, equipo de producción, vehículos de apoyo, habitaciones de hotel… Y a Charly -nuestro Carlos García Portal-, en un momento de inspiración, y dado que él mismo también se disponía a  acometer dicho reto, aunque sin las comodidades propias de la megaestrella de Hollywood y de su fiel acompañante, dio con la tecla adecuada para crear una marca que ya se ha convertido en una seña de identidad para moteros, youtubers, twitteros y demás usuarios de unas redes sociales a las que ha sabido utilizar como trampolín para darse a conocer más allá de nuestras fronteras.



   Y así ha sido como Carlos García Portal dio el salto al vacío para convertirse en Charly Sinewan y hacer de la aventura su modo de vida. Lo mismo lo encontramos perdido por una pista de la América profunda que en mitad de Estambul. Desde Alaska hasta Argentina, desde Cuba a Mongolia, no hay destino que se le resista, poniendo rumbo hacia horizontes lejanos en los que solo El Guionista sabe lo que sucederá y donde el plan... es que no hay plan. No importan las dificultades cotidianas que acechan por el camino, ni siquiera la odisea que supone cruzar las fronteras artificiales con las que el hombre ha tenido a bien dividir al mundo cuando de lo que se trata es de cumplir con el objetivo de conectar con el viaje y disfrutar de las pequeñas historias que surgen a cada paso. No puedo ni imaginar la satisfacción que supone toparse con gentes a las que no conoces de nada, que ni siquiera hablan tu idioma, y que se desviven por sacarte de un apuro en el que, por cabezonería, te has metido tú solito y del que logras salir airoso cuando creías que estaba todo echado a perder; que te ceden sus casas para descansar después de una interminable jornada sin esperar nada a cambio; que te ofrecen comida y bebida sin prácticamente tener ellos mismos nada que llevarse a la boca... Y ahí es cuando, supongo, uno recobra la confianza perdida en la bonhomía del ser humano y se da cuenta de que no es tan fiero como lo pintan. Tengo para mí que esa debe ser una de las grandes recompensas espirituales de este estilo de vida que Charly lleva practicando desde hace una década, quizás inspirado en la historia que se narra en Into the Wilde sobre Cristopher Johnson McCandless. Creo que para él la felicidad debe ser algo así como encontrarse perdido en mitad de la nada, tener las baterías de sus cámaras al máximo de carga para captar la instantánea de ese momento memorable, encontrar algún apartado lugar con conexión wifi para editar el contenido y colgarlo a tiempo en el canal para deleite de sus seguidores. Espero que todo este ritual no le pese tanto como para perder la frescura de sus comienzos y dejar de divertirse con todo lo que hace. Lo que sí está claro es que Charly, en compensación a todo su esfuerzo, se ha convertido en algo más que en un motero, cobrando peso sus facetas de conferenciante y escritor. Hasta el punto de que en la última Feria del Libro de Madrid la caseta que congregaba a mayor número de lectores era aquella en la que nuestro protagonista firmaba su obra El mundo en moto con Charly Sinewan, editada por Planeta. Todo un espectáculo para la vista comprobar cómo alguien que hasta hace poco vivía en el más absoluto de los anonimatos se ha transformado en una especie de ídolo de masas para una tribu muy concreta de admiradores. Por todo ello, Charly, simplemente darte las gracias por contribuir a generar ilusiones y por mostrarnos desde otra perspectiva las bondades de este loco mundo en el que nos ha tocado vivir. Que la fama no te cambie y ¡ánimo para continuar en la ruta!

P.D.: A ver si uno que yo me sé (aquí os dejo su careto: https://josean74.blogspot.com/2015/03/fabian-sanchez-ese-ilustre-aventurero.htmlse anima después de leer esto a retomar esa tarea que tiene pendiente y toma buena nota del ejemplo de Charly para ponerse, de una vez por todas, a plasmar por escrito las experiencias de un viaje que le llevó desde Ushuaia (Argentina) hasta Alaska. Fabi, nunca es demasiado tarde. De ti depende que esos recuerdos los compartas con los demás para que no queden en el olvido. Así que, manos a la obra: empieza a emborronar cuartillas -una línea tras otra- y ya verás cómo la satisfacción del deber cumplido al final te reporta grandes recompensas. 

domingo, 16 de junio de 2019

El licenciado Salaya

  A poco que uno observe a su alrededor con la perspicacia de un detective de medianas cualidades, se dará cuenta de una circunstancia de lo más curiosa: la de que no alcanzan el éxito profesional o social ni los más preparados ni los más capacitados, sino los más dados al enredo y a la maquinación, al cabildeo y a la intriga. No coronan la cima ni los mejor dotados ni los más cualificados. No. Y en política, sobre todo en política, sucede lo mismo elevado a la enésima potencia. ¿Por qué habría de extrañarnos que un individuo con las limitaciones de Pedro Sánchez tenga todas las posibilidades de volver a ser investido presidente del gobierno? Pues por los mismos motivos por los que no debería sorprendernos que un mozalbete como Luis Salaya haya sido agraciado con el bastón de mando de la alcaldía de Cáceres. Se preguntarán ustedes que quién es este Luis Salaya. Fuera de sus antiguos camaradas de los boy scouts y de sus propios compañeros de filas, esa duda existencial sobrevuela todos los rincones de la ciudad. Pues bien, este pimpollo -con más pinta de leñador que de estratega político, y con más suerte de la que se merece- ha resultado elegido nuevo alcalde de Cáceres en sustitución de Elena Nevado. Decisión que ha sido posible gracias a la abstención de un partido bisagra como Ciudadanos; un partido sin ideología propia que se presta a servir de muleta a quien más dádivas le ofrezca en ese festín que supone el reparto de concejalías. 

   Echando un vistazo al currículo oficial de Salaya que cuelga en la página web del ayuntamiento, uno tiene que hacer verdaderos esfuerzos por reprimir una socarrona carcajada, más de compasión que de malicia. Ni una sola mención a su formación académica. Eso sí, afirma ser profesor de no sé qué máster en habilidades profesionales y poseedor de algún que otro premio de debate universitario. Como todo el mundo sabe, un primer premio en la liga de debate universitario le capacita a uno para regir los destinos de una ciudad de casi cien mil habitantes. Es más, los del diario HOY, en un supremo gesto de generosidad, incluso le adjudican el título de licenciado en Derecho, estudios que terminó… el año pasado. Qué casualidad que, en plena vorágine de los preparativos de la campaña electoral, el licenciado Salaya haya tenido tiempo de trasladar su expediente de la UEX (Universidad de Extremadura) a la UDIMA y de concluir con provecho su carrera en leyes. ¿Que qué es la UDIMA? Pues, según parece, así se denomina la Universidad a Distancia de Madrid; algo parecido a la Rey Juan Carlos, donde los títulos y los másters se subastaban al mejor postor. No seré yo quien ponga en tela de juicio la titulación académica de Salaya. Por eso, queridos lectores, dejaré que sean ustedes quienes lo hagan. A lo que se ve, el nuevo alcalde suele mostrarse receloso y esquivo cuando se le pregunta por el asuntillo de sus estudios. Y digo yo: ¿por qué ha de causarle incomodidad lo que habría de ser motivo de orgullo? ¿Qué mayor honor que ofrecer todas las explicaciones habidas y por haber a quien albergue alguna sospecha sobre cuál ha sido el periplo que le ha conducido de simple bachiller a ser todo un licenciado universitario? Pues que sepan ustedes que si se encuentran a Luis paseando a su perro por la Mejostilla, absténgase de entrar en polémica. Les será más fácil debatir con él por el Facebook pues, según declaran sus más allegados, le pirran las nuevas tecnologías y las redes sociales. Por cierto, que esas mismas fuentes también lo califican de feminista y ateo… Pues nada, juzguen ustedes mismos y ustedes mismas. 


   ¿Pero qué ha sucedido para que hayamos llegado a ese punto en el que cualquier petimetre puede plantar sus posaderas en el sitial que le corresponde al primero de los cacereños? Proclaman algunas voces que Cáceres, durante el mandato de Elena Nevado, se ha caracterizado por ser una ciudad mortecina, lánguida, como sin pulso. Dicen también que Cáceres había perdido la pujanza exhibida durante las tres legislaturas de José María Saponi, y que esa falta de nervio y de vitalidad -heredada, sin duda, de la época de Carmen Heras- ha supuesto el golpe definitivo que ha terminado con el Partido Popular en la oposición. Pero, sin desmerecer la importancia de estos factores, a los que podríamos añadir el consustancial desgaste que implica el ejercicio del poder, el componente que más ha contribuido a este fracaso lo encontramos en la inopinada destitución de Elena Nevado como candidata a la alcaldía tan solo cinco semanas antes de celebrarse las elecciones. No sé en qué estarían pensando los dirigentes regionales del PP para tomar esa incomprensible decisión, provocando una crisis interna cuya gestión ha resultado de lo más burda y grotesca. Y es que ya se sabe que la sombra de Laureano León -Lau para sus amigos- es demasiado alargada. Así que, más que éxito del PSOE, ha sido el propio Partido Popular el que, con inusitado denuedo, ha contribuido a cavar su propia tumba con una desatinada toma de decisiones que ha desorientado a los votantes, simpatizantes y militantes de un partido que clama con urgencia por una regeneración integral. 

    No es que pretenda yo convencer a nadie de las excelencias de Elena Nevado como alcaldesa. Teniendo en cuenta la coyuntura económica, la mujer ha hecho lo que ha podido. No se le puede achacar falta de dedicación, que es lo mínimo que se le debe exigir a un representante público. Cosa distinta es que sus medidas hayan sido las más acertadas para crear las condiciones necesarias que redundaran en un mayor progreso y prosperidad para la ciudad de Cáceres.  Eso sí, no faltan quienes le critican que aceptara la limosna de Monago de ir en las listas a la Asamblea,  y que eso de hincar la rodilla y besar la mano de quienes la han traicionado dice muy poco en favor de su maltrecha dignidad. Sólo ella conoce los motivos que la han llevado a dar ese paso.

   Sea como fuere, el caso es que al bueno de Rafael Mateos le dejaron en suerte a un morlaco de muy complicada lidia. Rafa, hombre de partido que no ha dudado en su sacrificio personal y político ante tanto disparate, ha salido, a pesar de todo, victorioso del envite. Si bien no ha abierto la puerta grande, al menos le cabe el honor de haber cuajado una faena decorosa, esquivando con maestría una cornada que se veía venir. Es este Rafael Mateos un tipo disciplinado que se ha visto envuelto en un embrollo que podría haber evitado si, simplemente, hubiera rehusado la designación de su partido como candidato a la alcaldía. Pero su sentido del deber le ha impedido disfrutar de su deseado retiro de la primera línea de la política, tal y como ya tenía meditado, y del que le apartaron a raíz del contubernio perpetrado contra Nevado por Lau y su camarilla. Es un gesto que le honra, comportándose durante todo este proceso como un auténtico caballero, a pesar de que los suyos lo hayan utilizado como cabeza de turco y arrojado a los pies de los caballos sin el menor pudor. Si le dejan, será un buen líder de la oposición. Y, en cuanto a Salaya, y para concluir, decirles simplemente que desconozco cuáles son sus méritos, pues nadie con tan escaso bagaje había conseguido tan alto honor. Si tiene la decencia de cumplir con la mitad de lo prometido, Cáceres dará un salto de calidad en cuanto a servicios, infraestructuras, agenda cultural, etc. Aunque poco se puede esperar de quien nada tiene que ofrecer.