jueves, 10 de marzo de 2016

Historia de un fracaso

 ¿Qué ha ocurrido desde el 20 de diciembre, día de la celebración de las últimas elecciones generales, hasta la fecha? Pues simplemente que llevamos dos meses y medio con un gobierno en funciones que, si nadie lo remedia, se prolongará como mínimo hasta la próxima consulta electoral prevista para el último domingo de junio. Y es que las vísperas navideñas del pasado año trajeron consigo unos resultados electorales endiablados que ni el guionista más retorcido de Hollywood -pongamos que Quentin Tarantino-  hubiera tenido la mala leche de escribir. El pueblo español decidió no conceder la mayoría absoluta a ninguno de los dos grandes partidos que se alternan en el ejercicio del poder desde 1982; pero es que, además, ni siquiera los pactos entre aquellas formaciones que -en mayor o menor medida- comparten ideario ideológico sería suficiente para conformar un gobierno en minoría. Después de la espantada de Rajoy ante el encargo de Felipe VI, en un histórico error de bulto que le tendrá que pasar factura a este gallego que hace honor al refranero, ahora tenemos que padecer las artimañas del ambicioso Pedro Sánchez para conseguir ser presidente a cualquier precio, incluso el de renunciar gustosamente a los valores tradicionales de su partido. De momento sus pretensiones no han llegado a buen puerto, pues el bueno de Pedro ha visto naufragar su flota antes incluso de su botadura, convirtiéndose en el primer candidato a la presidencia del gobierno que no obtiene la confianza del Congreso de los Diputados. ¿No quería pasar a la historia?, pues toma dos tazas, a ver si así se le bajan un poco esos humos de chulo de salón recreativo que va paseando en las entrevistas e intervenciones varias en las que participa. Tanta reunión y tanta parafernalia para, al final, terminar ahogándose en la orilla.

   En realidad, el problema de gran parte del socialismo, y de Pedro Sánchez en particular, es el sectarismo que exhalan los discursos de sus dirigentes, pues siguen considerando a sus principales adversarios políticos como auténticos rivales de trinchera a los que batir y desacreditar por encima de cualquier consideración. Que el todavía jefe de la oposición se niegue de forma contumaz a dialogar con el presidente del gobierno para tratar de materializar esa gran coalición que ponga fin a todo este guirigay, confirma muy a las claras la escasa catadura moral del personaje. Dice Pedro, apodado “el guapo”, que él no está dispuesto a sentarse en la misma mesa que Rajoy o que cualquier otro representante del PP; que bajo ningún concepto permitirá un gobierno presidido por su archienemigo. Y ahí lo tienen ustedes arrastrándose como alma en pena, arrodillándose con menos dignidad que vergüenza ante Podemos, Ciudadanos y el sursum corda con tal de que sea su partido el que se postule para encabezar un nuevo ejecutivo. Eso es lo que hemos presenciado en las dos sesiones de investidura fallidas que han tenido lugar durante la semana pasada en la Carrera de San Jerónimo, donde hasta los leones del Congreso de los Diputados hacían denodados y vanos esfuerzos por reprimir una mueca sibilina ante el ridículo interestelar protagonizado por este señor que pretende engañarnos con esa pátina de falso progre. Un tipo que ha cosechado los peores resultados en la historia del PSOE no puede liderar un movimiento de regeneración política, simplemente porque carece de la fuerza moral necesaria, además de que no cuenta con los escaños suficientes para dar ese anhelado giro a la izquierda. Y es que los socialistas, mientras permanecen en la oposición, se vanaglorian de estar en posesión de recetas milagrosas que solo ellos conocen, pero es llegar al poder y se les olvida aquello de lo que tanto alardeaban; o, a lo peor, tenemos la desgracia de comprobar en nuestras propias carnes que esas mágicas medidas al final eran más costosas que los males que pretendían conjurar. Eso sí, hay que reconocerles la habilidad para vender humo porque, una y otra vez, millones de ciudadanos muerden el anzuelo ante las promesas de que sus desgracias se desvanecerán como por ensalmo.

   
   Y hete aquí que después de todos estos rodeos nos situamos de nuevo en la casilla de salida, con la única diferencia de que ya han pasado demasiadas semanas sin un gobierno estable que dé por concluida esta etapa de interinidad nada deseable en un contexto de crisis económica en el que cualquier imprevisto  puede dar al traste con los pronósticos de recuperación. Hay quien señala que Rajoy debería dar un paso atrás y salir de escena para facilitar las cosas, pero es que Sánchez ya se ha encargado de  desmentir la especie: ni con esas cedería las riendas de la gobernabilidad a un partido que tanto él como sus correligionarios consideran impropio para regir los destinos de este país. Antes preferiría pactar con todo hijo de vecino -Podemos, Ciudadanos y ERC, fundamentalmente-, como se ha encargado de poner de manifiesto en su fracasada investidura. Investidura, a la que por cierto, se presentó con el aval de Albert Rivera, en un movimiento suicida por parte del líder naranja que no sé yo muy bien cómo se habrán tomado sus votantes, esos mismos que se hartaron de las políticas y corruptelas del PP y que vieron en Ciudadanos el caladero en el que depositar su confianza, pero no precisamente para que se coaligara con el PSOE. Me temo que a partir de ahora muchos de sus afiliados harán cola para darse de baja lo antes posible ante la felonía de su líder. Rivera se ha prestado a ir de muletilla de un partido al que no se ha cansado de criticar -y con razón- durante toda la campaña electoral, y esa contradicción entre lo que manifestaban entonces y lo que han terminado haciendo a posteriori se convertirá en uno de los motivos por los que, si hay nuevas elecciones, Ciudadanos se derrumbará como sucedió con UPyD. Y es que..., Roma no paga traidores.


    En fin, que a partir de ahora se abre un plazo de dos meses para que los partidos recojan el encargo que les hemos conferido los ciudadanos, que no es otro que el de que dialoguen sin descanso, transijan en aquello que no desvirtúe su propia esencia y pacten desde la lógica una solución alejada de los extremismos. De lo contrario, nos veremos abocados a un nuevo proceso electoral que, de momento y para ir abriendo boca, nos costará algo más de ciento sesenta millones de euros. Y oigan, no está el país para gaitas, más que nada porque nadie nos garantiza que esas futuras elecciones pondrán fin a este incierto panorama. Así que, más vale que olviden todas las barbaridades que se han dedicado los unos a los otros durante las sesiones de investidura -había momentos en que aquello parecía el patio de un colegio- y se pongan manos a la obra, que para eso les pagamos un sueldo más que digno. No, si al final hasta el rey se tendrá que poner serio con ellos. 

viernes, 5 de febrero de 2016

Más Borgen y menos Juego de Tronos


 La repulsión hacia ciertas situaciones inexplicables, unida a la consiguiente indignación ante los efectos perniciosos provocados por esa coyuntura, son sensaciones que desaconsejan a uno ponerse delante de la pantalla del ordenador para soltar las barbaridades propias de alguien que está hasta los mismísimos de esta caterva de  politiquillos que tenemos la desgracia de padecer: el ejercicio supremo de contención que tendría que haber hecho para no plasmar en el folio la bilis que me corroe por el cuerpo desde hace un mes y medio habría sido tan superior a mis fuerzas que lo redactado en esas deplorables condiciones hubiera quedado totalmente desnaturalizado. De ahí que, durante este tiempo de asueto intelectual haya decidido claudicar y darme un respiro hasta que se me pasase el estado de cabreo en el que me hallaba. Y parece ser que, una vez recobrado la templanza del espíritu crítico de todo buen observador de la realidad, hoy es el día propicio en el que han desaparecido esos lastres emocionales que me impedían, por mi exaltación, atender con el sosiego debido a los últimos acontecimientos políticos de esta España nuestra. Ese es, básicamente, el motivo por el que llevo desatendiendo el blog desde las elecciones generales del pasado 20 de diciembre. He preferido curarme en salud y vetarme a mí mismo con amplias dosis de autocensura antes que arrepentirme de los exabruptos que a buen seguro, sin dudarlo, habrían brotado de mi acerada pluma para referirme al lastimoso espectáculo ofrecido por aquellos que se dicen representantes de la soberanía nacional.

    Resumiendo mucho la situación actual, en esta nueva página que se escribe en el libro de nuestra democracia aparecen una serie de personajes que correrán desigual fortuna, algunos con una larga trayectoria a sus espaldas -me atrevería a decir que incluso demasiado larga para los méritos que les contemplan-. En primer lugar, tenemos a un presidente del gobierno en funciones que, en una cabriola arriesgada e inesperada para sujeto tan apocado, no ha tenido mejor ocurrencia que declinar la oferta de Su Majestad el Rey para someterse a la sesión de investidura en el Congreso de los Diputados. A Rajoy le cabrá el honor de decir que ha sido el primero y, hasta la fecha, el único candidato a la presidencia que se ha negado a atender el encargo constitucional del monarca para formar gobierno. Un hito más en su dilatada, aunque no sé si fructífera, carrera política. Por otro lado, tenemos a un jefe de la oposición que, lumbrera donde los haya, está como loco por ganarse a pulso el título de expresidente del gobierno, porque no otro destino le espera al codicioso de Pedro Sánchez más que pasar a engrosar esa nómina en la que figuran sus admirados Felipe González y Rodríguez Zapatero, aunque me consta que esa admiración no es mutua por parte de uno de ellos. En tercer lugar, cómo no, es obligado mencionar al subidito y maleducado de Pablo Iglesias, autoproclamado vicepresidente de un ejecutivo fantasma, producto de un trastorno mental transitorio provocado por esos aires de grandeza más propios de un pequeño Nicolás que de un líder político que va repartiendo por ahí carteras ministeriales sin ton ni son. Y, por último, otro de los personajes que cuenta con un papel destacado en todo este drama es Albert Rivera, cuya imagen de niño pijo y un poco repelente no debe desviar el foco de atención que, con todo derecho y por méritos propios, acapara este joven al que muchos comparan con Adolfo Suárez y que está llamado a alcanzar metas de mayor envergadura. De momento, es el único que ejerce de mediador para tratar de convencer al resto de participantes en esta ceremonia de la confusión para que dejen a un lado sus ridículas disputas personales e ideológicas y se arremanguen ante la inédita e histórica tarea que tenemos por delante.

Sea como fuere, el caso es que llevamos mes y medio mareando la perdiz sin que de momento se atisbe la luz que alumbre una solución viable y duradera a este entuerto al que nos han llevado los resultados electorales. Ni el Partido Popular ni el PSOE disponen de los escaños necesarios para formar un gobierno monocolor, con lo cual, si no queremos ir a unas nuevas elecciones, se impone la necesidad de buscar una política de pactos. A esta nueva etapa, a la que algunos denominan segunda Transición, le falta el espíritu de concordia, consenso y tolerancia que caracterizó a la originaria. Lo que ahora se pone de manifiesto es la nula capacidad de diálogo de una clase política incapaz de superar sus atávicos rencores, más preocupados por enaltecer las siglas de su partido que por coadyuvar en la tarea de ceder a determinados ideales para encauzar esta crítica situación institucional por la que atraviesa nuestro país. Ya no quedan hombres de Estado; ahora lo que tenemos son gerifaltes de segunda fila que se contentan con el prurito de asistir a la mesa de un consejo de ministros al precio que sea, incluso el de poner en peligro la unidad territorial. Estamos en manos de gentes movidas por ansias de poder, dispuestas a pactar con el mismísimo diablo con tal de seguir manteniendo sus pequeños reinos de taifa. Salvo sorpresa de última hora, España no será un ejemplo más en el que gobierne una coalición entre socialdemócratas y democristianos, lo cual resultaría bastante más lógico que los planes de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias de formar lo que ellos denominan “las fuerzas del progreso”, una cursilería de perdedores a la altura de aquella otra gilipollez de Zapatero de que “la Tierra no pertenece a nadie, salvo al viento...”. Esa cohabitación entre el PSOE y Podemos tendría los mismos efectos que encamarse con una boa constrictor, así que a ver si el kamikace de Sánchez se da cuenta -por sí sólo o por los buenos oficios de sus compañeros de partido, que lo dudo- de que los reptilianos podemitas se van a dar un frugal festín a su costa.

   Pero no todo es culpa del PSOE, ese centenario partido fundado por el tipógrafo Pablo Iglesias en una taberna de la calle Tetuán de Madrid, un 2 de mayo de 1879, al que su homónimo el coletas le va a dar la puntilla por esos maquiavélicos guiños del destino. No. La reprobable e inane actitud de Rajoy para sofocar los casos de corrupción que crecen a su alrededor tienen también bastante que ver con la situación de crisis institucional por la que atravesamos: parece ser que el capitoste del PP no se enteraba de que en Madrid (Operación Púnica) o Valencia (Operació Taula) se lo estaban llevando crudo a base de comisiones y demás artimañas. Su espantada ante el encargo de Felipe VI para formar gobierno constituye su último gran error; es lo que tiene dejarse asesorar por una camarilla de correveidiles que no ven más allá de sus propias narices. Pero todo eso no exonera de responsabilidad a Pedro Sánchez, el cual se ha negado en redondo a dialogar con el Partido Popular, ahora que es él sobre quien ha recaído la labor de iniciar conversaciones para presentar ante el Congreso un ejecutivo que ponga fin a esta etapa de incertidumbre e inestabilidad. Por todo ello, más vale que se dejen de tanto postureo, que esto no es ni Juego de Tronos ni House of Cards. Si de algo les sirve, que echen un vistazo a las tres temporadas de la serie danesa Borgen, un auténtico máster sobre cómo pactar en aras a los intereses del país en detrimento de los partidistas.


jueves, 24 de diciembre de 2015

Se armó el belén

   
   Con el título de la entrada de hoy no hago referencia a la película homónima dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1970 y protagonizada por el peculiar Paco Martínez Soria, película que a buen seguro programará en su parrilla alguna cadena de televisión en estas fechas tan propicias para tal ocasión. Me estoy refiriendo, como de sobra conocerán los habituales de este blog, al complicado panorama que nos han dejado los resultados de las elecciones generales del pasado domingo. Como ya se preveía, el Partido Popular y el PSOE se han pegado el batacazo que venían anunciando las encuestas y, como también estaba cantado, han irrumpido con brío en el hemiciclo los llamados partidos emergentes. En un primer análisis superficial, podríamos extraer las siguientes conclusiones: a) amarga victoria, como en 1996, del PP;  b) dulce derrota del PSOE, pues sigue siendo la segunda fuerza más votada; c) grandioso éxito de PODEMOS, que de la nada pasa a tener 69 escaños, bien es verdad que en una amalgama de coaliciones con otras marcas regionales que en nada debe desdibujar el triunfo obtenido; d) decepción por parte de Ciudadanos, que no han cumplido con las enormes expectativas generadas, a pesar de sus 40 diputados. En principio, parece ser que el bipartidismo ha pasado a mejor vida, aunque la revolución anunciada por los nuevos partidos se ha quedado a medias: si unos han hecho su aparición en la sede de la soberanía nacional con ínfulas de regeneración, los otros – los de la casta- no han escapado tan mal como para ceder alegremente y con gusto el territorio que llevan habitando durante tantas legislaturas. Estos son los hechos, sin adornos ni afeites que valgan. Ahora conviene matizarlos para tratar de entender este vuelco crucial que tendrá al país en vilo durante varios meses.

   Nadie puede negar –es lo que tiene la aritmética- que el Partido Popular ha sido el vencedor de estas elecciones generales con 123 escaños. Ahora bien, si lo comparamos con los 186 diputados conseguidos hace cuatro años, no hay que ser un Pedro Arriola para percatarse de que el estropicio ha sido demoledor: ningún líder político sale fortalecido de unas elecciones habiéndose dejado por el camino la friolera de algo más de tres millones y medio de votos, por mucho que las haya ganado. La hostia, por tanto, está más que acreditada, a pesar de que algunos se dediquen con empeño en aplicar ungüentos en la herida. Cierto es que los de Mariano Rajoy han sido los primeros en cruzar la meta de la carrera electoral, pero en un estado tan lamentable que no han tardado en salir voces autorizadas dentro de su propio partido –la primera, la de Aznar- poniendo de manifiesto la urgente necesidad de modificar la táctica mantenida hasta ahora, so pena de no salir vivos en la siguiente prueba que se les presente. Si esta vez han subido a lo más alto del podio, de seguir así irán abocados a un descalabro mayor del que han padecido. Y lo primero que se impone en este tipo de situaciones, si es que se quiere remediar el mal, es cortarlo de raíz y dejar de mostrarse timoratos con los casos de corrupción. En un partido serio como se supone que es el Partido Popular no pueden tener cabida chiquilicuatres como Bárcenas, Granados y demás ralea, que se han dedicado a llenarse los bolsillos a costa del buen nombre del partido bajo cuya cobertura cometían sus tropelías. Lo de Rodrigo Rato es distinto, pues aunque su censurable conducta haya producido las mismas consecuencias en cuanto a la desconfianza generada en los electores, cuando el niño bonito de José Mª Aznar hizo de las suyas no ocupaba ya ningún cargo institucional en representación del partido que lo alzó hasta las más altas cotas de la gloria política. Pero todo afecta, y lo de Rato no ha sido la excepción: la gente tiene todo el derecho del mundo a pensar que en el PP han sido demasiado condescendientes con algunos de sus más ilustres próceres. Y al igual que los casos de corrupción restan muchos votos –dejando aparte, por supuesto, todo lo relativo a los recortes sociales, que ha sido la otra vía de escape por la que el PP se ha dejado una buena ristra de votos-, otro tanto sucede con los comportamientos más que criticables de antiguos pesos pesados del partido que siguen resistiéndose a ceder el paso: léase Esperanza Aguirre… y Celia Villalobos. Si durante el tiempo en que estuvieron desempeñando sus respectivas responsabilidades se hubieran aplicado con el mismo denuedo con el que ahora se niegan a dejar sus parcelas de poder, otro gallo hubiera cantado. Y es que ya está bien de dar cabida a personajes cuyo tiempo político ya pasó y que en la actualidad, por mucho que haya que agradecerles los servicios prestados, su permanencia en las listas electorales hacen más daño al partido del gobierno que si se hubiera optado por la decisión de no incluirlos en las mismas. Las ambiciones personales deberían apartarse a un segundo plano cuando se trata de contribuir a un bien superior, pero hay algunos que eso del servicio público parece solo lo han leído en los libros, agarrándose a la poltrona como si les fuera la vida en ello. De ahí que una de las tareas más inmediatas que debería afrontar el PP es la de renovar de sus cuadros directivos, y si además lo hicieran a través del sistema de primarias, mejor que mejor. No se puede pretender liderar la renovación de España con unos cabecillas que llevan en esto los suficientes años como para que sea hora de exigirles que den un paso atrás en favor de las nuevas generaciones. Este es, en mi opinión, el verdadero caballo de batalla que debe atender el Partido Popular: todo lo que no sea resolver ese problema fundamental no son más que fuegos de artificio para desviar la mirada hacia temas secundarios con los que entretener a quienes quieren dejarse engañar por ese tipo de componendas.  

   En cuanto a Pedro Sánchez, qué decir de un tipo que ha cosechado los peores resultados de la historia del partido socialista y que en la noche electoral sale ante los medios de comunicación con insultantes aires de vencedor. Para este señor parece ser que es una nimiedad haber perdido un millón y medio de votos, pasando de 110 escaños a 90. Si Rubalcaba ya dejó al partido hecho unos zorros, el amigo Sánchez ha superado esa marca con holgura. Pero no se vayan ustedes a creer que el candidato progresista mostraba signos de desolación por tan tremendo traspiés; qué va: ahí estaba el tío con una sonrisa de oreja a oreja, acompañado por los acólitos y palmeros de rigor –como el pipiolo de César Luena, que tiene toda la pinta de durar en política lo mismo que el inefable de Pepiño Blanco-, alegrándose más por el fracaso del PP que mostrando preocupación por el suyo propio. Qué decir de un aspirante presidencial que queda relegado al cuarto lugar en la circunscripción por la que se presenta. Cualquiera con una pizca de inteligencia, tampoco mucha, se haría cargo de que no son momentos para sacar pecho, por mucho que –como sostienen algunos pesebreros- hayan salvado los muebles. ¡Pues menos mal! Si a esto llaman ellos salvar los muebles, el asunto es más grave de lo que parece, y es que en política no hay mayor debilidad que la incapacidad para asumir la propia derrota, pues ese es el primer indicio que conduce irremediablemente a desgracias de incalculable envergadura. Pero no. El actual – es de suponer que no por mucho tiempo-  secretario general del PSOE sigue cegado por el fulgor de la batalla y no se ha dado cuenta de que le han asestado un buen par de mandobles donde más duele. De lo contrario no se entendería que vaya por ahí imponiendo condiciones para negociar la posición su partido en la sesión de investidura del próximo gobierno. Es más, su locura llega al extremo de proponerse él mismo como solución de consenso en una alianza entre las izquierdas y los radicales de PODEMOS en lo que constituye un acto de soberbia insultante, cuando no de auténtica irresponsabilidad. A ver si alguien de su equipo tiene a bien susurrarle al oído al insolente de Pedro Sánchez que ha fracasado, que es un perdedor, que se le ve demasiado el plumero, que su desmesurada ambición por llegar a la Moncloa no puede pasar por reducir a cenizas el ideario de su partido, que no todo vale para alcanzar aquello que los ciudadanos no han puesto en sus manos. Por suerte, todavía quedan socialistas con sentido común. Parece ser que algunos barones como Fernández Vara, Susana Díaz y García-Page ya se han posicionado para pararle los pies a este insensato que lo ha apostado todo con tal de llegar a la cúspide del poder ejecutivo. Ahora más que nunca nuestro país necesita a un Partido Socialista unido y alejado de peligrosos experimentos. Quién me iba a decir que echaría de menos a Felipe González.

   Por lo que se refiere a Pablo Iglesias y Albert Rivera, cabezas visibles de PODEMOS y Ciudadanos respectivamente, los resultados electorales dejan dos lecturas bien distintas. En cuanto al primero, resulta evidente que ha sido el gran triunfador de los comicios del pasado domingo. Ni en el mejor de los escenarios posibles podía imaginarse que sus soflamas tendrían eco en un sector tan amplio de la sociedad. Creo incluso que el éxito les ha sorprendido a ellos mismos, aunque no se les pueda negar su habilidad para reconvertir los ímpetus de las algaradas callejeras en los inicios del 15-M en un partido político dispuesto a modificar el sistema desde las propias instituciones al grito de “abajo lo existente”. Y todo lo contrario podríamos decir de Ciudadanos: que sus expectativas electorales eran tan altas que al final la decepción ha ganado la partida a la ilusión. Albert Rivera ha hecho una campaña casi modélica, sólo ensombrecida por su anuncio del último día en el sentido de que se abstendrían en la votación de investidura en caso de que no fueran la lista más votada. Y claro, después de esa afirmación muchos de sus potenciales votantes plegaron velas, algunos hacia la abstención y otros rumbo de nuevo hacia el regazo de un entredicho Rajoy. Sea como fuere, tanto Iglesias como Rivera han dado un golpe en la mesa a la espera de que los partidos tradicionales se den por enterados y muevan ficha. Ahora bien, parece ser que la estrella que ha de guiar esta segunda Transición anda un poco perdida, puesto que aunque a Pablo Iglesias y a sus 69 diputados se les haya aparecido la Virgen y a Albert Rivera los reyes magos le hayan traído un poquito más de carbón que de oro, incienso o mirra, no hay duda de que hemos montado un belén de aúpa en el que se desconoce quién será el elegido para poner orden. Tan es así, que ya veremos si no hay que desarmarlo dentro de unos meses ante el cirio al que nos han conducido los vicios y abusos de las dos grandes formaciones que hasta ahora se han repartido los laureles de nuestro sistema democrático. Todo apunta a que, si nadie lo remedia y en detrimento de la necesaria estabilidad política, habrá nuevas elecciones en primavera, pues de momento Pedro Sánchez no está dispuesto a ceder la gobernabilidad a alguien a quien no tuvo empacho en calificar de indecente. Le vendría bien que visionara varios capítulos de la archipremiada serie danesa Borgen, en la que la cultura del pacto entre las distintos partidos forma parte sustancial de la política de ese país.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

La mala educación

  
Anteanoche descubrimos por qué a Mariano Rajoy le cuesta sangre, sudor y lágrimas cada vez que sus asesores le obligan a hacer acto de presencia en un debate electoral, a pesar de que ya lleve algunos a sus espaldas y de que casi siempre haya salido airoso de ellos, aunque solo sea por el hecho de que sus oponentes –Zapatero y Rubalcaba- tampoco fueran unos dechados de virtudes. Hasta hace dos días había conseguido escabullir el bulto y enviar a segundos espadas para que defendieran ante los telespectadores la labor de gobierno durante estos cuatro años de mayoría absoluta, crisis económica, recortes sociales y corrupción. Pero a pesar de sus pataletas, un presidente de Gobierno que se precie no debe rehuir la confrontación dialéctica con sus adversarios políticos, así que para salvar las apariencias y que no se pueda decir aquello de que carece de arrestos para medirse en un cara a cara con Pedro Sánchez, no tuvo más remedio que aceptar el debate planteado por la Academia de la Televisión. Y visto lo visto, la primera conclusión que debemos extraer es que tenían razón los agoreros que afirmaban que Rajoy sólo ganaría aquellos debates a los que no asistiera, puesto que el de antes de ayer, por unas razones o por otras, lo perdió por goleada. Su actitud ausente, su mirada perdida y desvalida, su estado de abatimiento y resignación, la torpeza y falta de habilidad para estructurar un discurso coherente ante la embestida de Pedro Sánchez así lo confirmaron. Todas las señales indicaban que don Mariano no se había preparado la lección como correspondía, al igual que le sucediera a Felipe González en su primer e histórico encuentro televisivo con un joven José María Aznar durante la campaña de junio de 1993: en aquella ocasión la figura todopoderosa de González se diluyó por el error imperdonable de subestimar a un rival que llevaba bajo el brazo un auténtico arsenal de datos económicos ante los que Felipe no supo reaccionar. Se pensó el señor González que se presentaba a una novillada y resulta que le salió un miura bigotudo y correoso que a punto estuvo de mandarle a la enfermería.

    Ahora bien, y dicho lo cual, la segunda convicción a la que llegamos tras el soporífero debate es quién no será investido presidente del Gobierno a partir del 20 de diciembre. Rajoy puede que lo sea, pues todas las encuestas dan al PP vencedor, aunque en minoría, pero lo que sí está claro es que Pedro Sánchez no va a tener el gusto de sentar sus reales en el Palacio de la Moncloa. Se han equivocado los consejeros de campaña de Rajoy por tratar de esconderlo a todo trance del foco mediático, y se han equivocado también los de Pedro Sánchez por recomendar al candidato socialista el uso de un lenguaje chusquero, faltón, maleducado y tabernario que en nada habrá mejorado su imagen como hombre de Estado, sino más bien todo lo contrario. Con esa actitud brusca, enrabietada e impetuosa, más que granjearse el apoyo de gran parte de ese 40% de indecisos que señalan las encuestas, el objetivo de Sánchez parecía que se centraba en el día después a las elecciones: ganar credibilidad y apuntalar su posición entre sus propios votantes ante la noche de cuchillos largos que se avecina en el PSOE tras la presumible debacle electoral. Si ese era el mensaje que quería transmitir, hay que convenir en que le ha quedado de cine; eso sí, a costa de dilapidar su futuro político, lo cual demuestra su escasa altura de miras: si al final los suyos no le echan, Pedro Sánchez no pasará de ser un mediocre jefe de la oposición que ha preferido ser cabeza de ratón que cola de león.

 Mucho se venía especulando durante las semanas precedentes sobre la importancia de un debate que lo único que ha demostrado ha sido la inutilidad de un formato desfasado y caduco. Si se pretende que los dirigentes políticos, más allá del parlamento, rindan cuentas de su gestión, entonces organicemos un debate al estilo americano, donde son los periodistas de los principales medios de comunicación los encargados de ponerles en apuros, y no el sistema que impera en España, en el que un condescendiente moderador trata de poner orden en una trifulca de dimes y diretes que a nada conduce más que a la decepción de unos avergonzados espectadores. Hemos presenciado un bochornoso espectáculo televisivo en el que si algo quedó patente no fueron precisamente las propuestas de los contendientes en liza, sino el alejamiento de la sociedad por parte de los dos principales partidos que llevan alternándose en el poder desde hace más de treinta años, situándose de espaldas a una España real que en nada tiene que ver con esa España institucional, ficticia y artificial que hace oídos sordos a los verdaderos problemas de la ciudadanía. Esa política goyesca de fango y lodazal, de lanzarse mutuamente los trapos sucios los unos a los otros es lo que ha llevado a un general descontento por parte de los electores, provocando el nacimiento y posterior afianzamiento de los llamados partidos emergentes, que solo por el hecho de marcar distancia en cuanto a las formas tienen asegurados un buen puñado de votos. Podemos y Ciudadanos han resultado ser los grandes vencedores de un debate en el que ni Rajoy tuvo su día ni Pedro Sánchez se postuló como firme candidato presidencial. Lo más llamativo, por resaltar algo, era comprobar los caretos de espanto y de incredulidad que ponía el moderador –el bueno y experimentado Manuel Campo Vidal, que tampoco estuvo a la altura de las circunstancias- ante la artillería verbal desplegada por Pedro Sánchez para intentar desacreditar a un manso Mariano Rajoy que solo se vino arriba tras el estocazo a su honor cuando el otro le espetó que no era una persona decente. No creo yo que en el Ramiro de Maeztu le hayan enseñado esos modales. El caso es que nuestros políticos nos han vuelto a defraudar y, por una vez, supongo que nos tomaremos debida cuenta en la urnas el próximo domingo. Por eso, creo firmemente que el otro día fuimos testigos de la caída y ocaso del bipartidismo.

viernes, 4 de diciembre de 2015

La clave está en Rivera


 Las aguas de la política nacional bajan revueltas desde hace tiempo, como mínimo desde finales del 2007, cuando el iluminado que residía en la Moncloa se afanaba en negar la evidencia de una crisis económica que ríase usted del crack del 29. Algunos esperan construir diques para encauzar ese torrente desbordado a partir del 20 de diciembre, fecha fijada para unas elecciones generales que inaugurarán la XI Legislatura de la democracia. Quizás sean estos los comicios más importantes desde los del 15 de junio de 1977, en que tuvieron lugar las elecciones a Cortes Constituyentes tras la dictadura franquista. Nunca antes se había generado tal nivel de incertidumbre en cuanto a los resultados que saldrán de las urnas. Lo que sí parece claro es que el Partido Popular volverá a reeditar aquella amarga victoria de 1996, cuando José Mª Aznar dio el triunfo al centro-derecha español, poniendo fin a la etapa socialista iniciada catorce años antes de la mano del tándem González-Guerra. Por no saberse, no se sabe siquiera si el PSOE continuará siendo el principal partido de la oposición en detrimento de Ciudadanos. Lejos, por tanto, quedan aquellos escenarios de las mayorías absolutas de Felipe González, Aznar y esta última de la que goza el actual presidente del Gobierno. Porque, sí señores, aunque se nos haya olvidado, Rajoy gobierna desde el 2011 con mayoría absoluta, aunque no lo parezca. Esos tiempos en que los dos grandes partidos lograban mayorías suficientes para gobernar están próximos a sucumbir, puesto que el futuro ejecutivo que se ponga al frente de la cosa pública a partir del día veintiuno necesitará del apoyo masivo de otras formaciones. Ni siquiera los escaños de CiU bastarán, como hasta ahora, para garantizar la gobernabilidad, aunque esos favores, como hemos comprobado con posterioridad, nos han salido demasiado caros: nadie se ofrece desinteresadamente a coadyuvar en favor de la estabilidad de un país a cambio de nada. No al menos con los Pujol y compañía, los mismos que andan inmersos en una deriva soberanista que a ningún lado conduce más que a la aplicación estricta de la ley, que deberá desembocar en las correspondientes responsabilidades, penales si las hubiere.
  
   Tanto el PP como el PSOE, esos dos grandes dinosaurios con pies de barro, conocen de antemano que se van a pegar un batacazo de los que hacen furor. Por una vez, como si de un milagro se tratara y sin que sirva de precedente, las encuestas, en este punto, darán en la diana, aunque tampoco hace falta ser un Nostradamus para acertar en el pronóstico. Dicen los sondeos de opinión que el PP perderá cerca de setenta escaños, pasando de los ciento ochenta y seis actuales a escasamente cien. Con respecto al PSOE de Pedro Sánchez, los vaticinios son más demoledores aún: las encuestas más optimistas colocan a los del puño y la rosa a los pies de los caballos, sin alcanzar la centena de diputados, lo que significaría la mayor debacle de su historia, empeorando los pírricos resultados de Rubalcaba. En lo que también aciertan los estudios demoscópicos es en la irrupción de los llamados partidos emergentes, nacidos al albur del ya largo e infructuoso –hasta ahora- lamento de una sociedad que no se siente representada por una clase política tradicional e incapacitada para resolver los problemas reales de la gente: Ciudadanos y Podemos se van a convertir en unos invitados inesperados, protagonizando una segunda Transición y abogando, desde postulados antagónicos, por dar una vuelta de tuerca a un sistema político que ha dejado al descubierto sus debilidades a consecuencia de la ineptitud de sus timoneles.

   En cuanto a IU y UPyD, poco o nada puede decirse de ellos salvo que se han convertido en estructuras moribundas que vagan sin rumbo hacia la senda de la desaparición: todos saben que han muerto... menos ellos. Por ahí andan Andrés Herzog, Cayo Lara y Alberto Garzón reclamando espacios públicos en los que poder dar a conocer sus planteamientos, espacios que, por distintos motivos, les han sido arrebatados por la fuerza de los hechos. Si bien es cierto que la decadencia de UPyD resulta cuanto menos sorprendente, puesto que fueron los primeros en poner en solfa las vergüenzas del bipartidismo y sólo por eso los españoles deberíamos estarles agradecidos, el caso de IU no deja lugar a dudas: su trasnochada visión de la realidad ha provocado el desafecto de los partidarios que otrora tuviera. Si ingratos hemos sido con la formación magenta –aunque la tozudez de Rosa Díez, su fundadora, tampoco ha contribuido al éxito de su causa-, justo es reconocer que la probable desaparición del arco parlamentario de IU será consecuencia de su falta de adaptación a los nuevos tiempos. Que su cabeza visible, el iluso deAlberto Garzón, vaya por ahí parloteando de que hay que terminar con el “régimen del 78”, como si lo vivido hasta ahora hubiera sido una época cavernosa caracterizada por la tiranía, es muestra más que suficiente para explicar el fracaso de esta histórica fuerza política que anda ahora en manos de badulaques del calibre de este mozalbete logroñés, que lo mucho que sabe de economía se le echa en falta en educación. Hay que ser desmemoriado y lerdo para no querer comprender que gracias a la Constitución, a la que algunos desean tirar por la borda sin el menor disimulo ni vergüenza, disfrutamos de los derechos y libertades que sitúan a nuestro país en el lado del tablero de las democracias, por muy imperfectas que sean. Supongo que Julio Anguita no estará muy contento con las ocurrencias que salen por la boca de este su discípulo, al que su maestro se cuidará muy mucho de poner como ejemplo de algo si no quiere perder en segundos el prestigio ganado durante sus años de ímproba lucha partidista.


  Aunque ya me haya referido a ellos, mención y párrafo aparte merecen Albert Rivera y Pablo Iglesias. El barcelonés aterrizó en esto de la política casi por accidente, allá por el 2006, con el reclamo de un cartel electoral innovador -el chico salía en bolas, tapándose sus partes pudendas con un sutil cruce de manos- que produjo el efecto deseado de llamar la atención de propios y extraños. Con esfuerzo y tesón se hizo un hueco en el panorama catalán hasta que, finalmente, el partido que preside ha conseguido implantación nacional a base de ingentes dosis de seriedad y honradez, aunque con la mácula inexplicable de su apoyo a los socialistas andaluces, teniendo en cuenta la que está cayendo por aquellos lares henchidos de clientelismo y corrupción. Rivera sabe que la opción de centro que lidera se hará con un buen puñado de votos el 20 de diciembre, tantos que incluso puede desbancar a un alicaído partido socialista que no acaba de sobreponerse al roto que le hicieron sus dos últimos secretarios generales: Zapatero, alias Bambi, y Rubalcaba, más conocido como el químico. En cuanto a Pablo Iglesias, profesor de la Complutense famoso más por su  populismo chavista que por su docencia universitaria, ha logrado aglutinar en torno a sí el voto de una parte de la sociedad harta de las miserias del PSOE y PP. En un primer momento, cuando se enseñoreaban por las tertulias de Cuatro y la Sexta, tuvieron la repercusión suficiente como para obtener presencia en el Parlamento Europeo, éxito refrendado más tarde en las municipales y autonómicas de 2015, así como en las andaluzas de ese mismo año, aunque me temo que el asalto a los cielos propuesto por Iglesias deberá esperar a mejor ocasión. Todo lo cual no le resta ni un ápice de mérito a los excelentes resultados que obtendrá Podemos en estas elecciones. Eso sí, si pretenden mantener el listón y no desinflarse en intención de votos, más les valdría que le susurraran a la ingeniosa alcaldesa de Madrid que posponga sus ocurrencias sociales a partir del 21 de diciembre, no vaya a ser que los ciudadanos se percaten antes de tiempo del páramo intelectual que adornan sus propuestas.

   Se abre un nuevo tiempo en la vetusta política española. Hoy comienza una campaña electoral inédita en la que cuatro aspirantes cuentan con posibilidades para regir los destinos de este país, campaña que pondrá de manifiesto lo que ya es un clamor: aires de cambio, de renovación. Eso sí, en esto de la regeneración el PSOE le ha ganado la partida al PP, aunque solo sea por el hecho de que su candidato -Sánchez- ha sido elegido mediante un proceso de primarias, mientras que Rajoy sigue aferrado a la poltrona que le cediera Aznar, sin poner en juego su liderazgo. Las ruedas de prensa vía plasma y sin preguntas hacen mucho daño. Aunque no es menos cierto que el gallego, a su vez, cuenta con la ventaja de tener más tirón mediático que su principal oponente: la audiencia catódica se concentra en mayor número cuando es él quien acude, a regañadientes, al encuentro con los periodistas y presentadores de postín, saliendo victorioso incluso de aquellos a los que deja de asistir. Así se ha certificado con el paso de ambos por el programa de Bertín Osborne, el nuevo gurú de la tele, en el que tanto uno como otro se esforzaron en ofrecer su lado más amable, más humano, en  un ejercicio de naturalidad lo suficientemente impostado como para que no hayamos picado el anzuelo. En definitiva, que asistimos a un momento histórico en el que los partidos de la casta sufrirán en sus propias carnes el desgaste que conlleva el abuso del poder, y creo no equivocarme en demasía si pronostico que tanto Ciudadanos como Podemos propinarán un golpe de efecto para cambiar las tornas de un sistema político que ha defraudado a una inmensa mayoría. Ese será el caladero de votos en el que pescarán estos nuevos partidos emergentes a los que algunos prevén un corto recorrido, en la certeza de que en cuanto la cosa retorne a su cauce normal volveremos a acudir en masa a los partidos de siempre. Pero mientras tanto, a la espera de ver si se cumple esa profecía y teniendo en cuenta que los españoles no suelen ser amigos de los extremismos, tengo la convicción de que, en el momento actual, todo pasa por Rivera… y por la actitud que adopte ese 40% de indecisos que reflejan las encuestas. Aquel que vino al mundo de la política en paños menores -al que sería absurdo, por imposible, comparar con Adolfo Suárez- puede convertirse en la pieza fundamental de los destinos de una nación que aguarda con impaciencia a sus próximos representantes, próceres a quienes exigiremos que la sirvan con abnegación, generosidad y altura de miras, todo ello con vistas a que centren sus esfuerzos en resolver los problemas que de verdad nos quitan el sueño. 

sábado, 21 de noviembre de 2015

Entre todos lo mataron

 En España somos expertos en enterrar a los muertos, sean éstos reales o figurados. Si alguien guarda el íntimo y escabroso deseo de que los demás hablen bien de uno mismo, no hay mejor cosa que morirse. Aunque también puede pasar todo lo contrario: si quisiéramos comprobar cuán cínica es la gente, no tenemos más que pasarnos por nuestro propio entierro para asistir en primera línea a la desvergüenza más mezquina, y confirmaremos -si alguna duda nos cupo alguna vez- cómo se tornan en crítica feroz lo que en vida eran salva de aplausos. Mano de santo, oigan. Por eso, gran acierto supone identificar a amigos y enemigos con la finalidad de evitarnos sobresaltos inesperados. Uno que lo tuvo muy claro fue el general Narváez.  Se cuenta la anécdota de que cuando el general liberal pasó a mejor vida, un 23 de abril de 1868 - Cervantes y Shakespeare no fueron las únicas personalidades en fallecer en tan señalada efemérides-, a su entierro acudieron sobre todo sus contrincantes políticos, pero no para  regalarle los oídos, sino para asegurarse de que estaba muerto y bien muerto. Aunque también cuenta la leyenda que en su lecho de muerte “El Espadón de Loja”, ante la pregunta formulada por su confesor de si perdonaba a sus enemigos, respondió Narváez que no podía hacerlo… porque los había matado a todos. Así se las gastaba uno de los niños bonitos del reinado de Isabel II. Y supongo que algo parecido sucedería ante la capilla ardiente del general Franco, al que traigo a colación ahora que estas fechas le han devuelto a la actualidad: que la mayoría de los que fueron a visitarla lo hicieron para no perder detalle de que el dictador, efectivamente,  no iba a volver a levantar la cabeza, que bastante lata había dado durante casi cuarenta años. Por lo tanto, no todos los que se dan cita en un velatorio lo hacen para rendir honores al finado, sino más bien para dedicarle sus últimas invectivas, pues ya no corren peligro de que el otro se revuelva contra ellos.

    
 En cuanto a la segunda categoría, la de los muertos figurados, la historia también nos ha ilustrado con un buen puñado de ejemplos. La mayoría de las víctimas eran Constituciones decimonónicas -hasta cinco llegaron a regir en el siglo del romanticismo, y alguna que otra más que se quedó en mero proyecto-, que si brotaban jubilosas como remedio a las injusticias del tormentoso mapa político de la época, después eran enterradas por sus detractores con iguales dosis de saña con que sus partidarios las trajeron a este mundo. Así de imprudentes llevamos siendo en este país desde tiempos inmemoriales. Y todos estos ambages históricos vienen a cuento del pleno celebrado hace dos días en la Asamblea de Extremadura para tratar de averiguar el estado vital en el que se halla el Consejo Consultivo. Parece ser que este órgano al servicio del gobierno regional no cuenta con las simpatías de la mayoría, estorbando a unos y a otros. Creado en el 2001 durante el mandato de Rodríguez Ibarra, se elevó a categoría estatutaria en 2011, con José Antonio Monago en la presidencia del ejecutivo. Doctores tiene la iglesia, y lo que se nos presentaba como una institución esencial para remarcar la identidad propia de nuestra Comunidad Autónoma, ahora  resulta que es una apestada a la que le ha llegado la hora. Y se da la paradoja de que quienes más se esfuerzan en quitarla de en medio son los mismos que contribuyeron a su natalicio, en un acto atroz que en nada desmerece a la imagen de Saturno devorando a su hijo.


   Anteayer fuimos testigos de un drama sin precedentes en nuestra cámara legislativa. Todos los grupos políticos, a excepción de Podemos, consideraron que el paciente lleva moribundo, sin esperanzas de recuperación, el tiempo suficiente como para que se le aplique sin demora la inyección letal que lo finiquite. Podemos, sin embargo, insiste en suministrar un tratamiento de choque para reanimar al enfermo, negándose a firmar el certificado de defunción que PSOE, PP y Ciudadanos reclaman sin pudor. Los que están por la labor de darle matarile al Consejo Consultivo sólo discrepan en las formas en que haya de celebrarse el sepelio: por todo lo alto, con honores y agradeciendo los servicios prestados, como propone el PP (es decir, modificando para ello el propio Estatuto de Autonomía); o bien, deprisa y corriendo, algo aseado y decente, pero nada más, que es el planteamiento que mantienen PSOE y Ciudadanos. Los de Álvaro Jaén, como digo, no ven tan claro que tengan a un finado de cuerpo presente y se resisten a asistir a los fastos, lo cual es objeto de crítica por parte de Valentín García –portavoz del PSOE-, que les reprocha que sean tan ignorantes como para no percibir el hedor que desprende el difunto. Por su parte, al grupo parlamentario de Ciudadanos, con María Victoria Domínguez a la cabeza, solo le preocupa que se haga un entierro como Dios manda, que eso de quedarse a medias en estos menesteres no está bien visto. Y, tristemente, esta ha sido la historia de una institución con fecha de caducidad, que entre todos la mataron y ella sola se murió. Los que han decidido su sentencia de muerte esgrimen el argumento de ser un órgano demasiado politizado, juicio a mi entender que decae por su propia fragilidad: si nos ponemos puritanos, habría entonces que suprimir los tribunales Constitucional y Supremo, el Consejo General del Poder Judicial, etc, etc, pues en este país, salvo al Rey y poco más, los políticos extienden sus tentáculos a todo lo que se menea.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

El tren que no llega


 Para nuestra desgracia, Extremadura sigue despuntando más por sus carencias que por sus virtudes. Mientras que algunas regiones de nuestro país hace ya bastantes lustros que se subieron al carro de eso que tan ampulosamente llamamos "modernidad", Extremadura sigue apareciendo, mal que nos pese, como la hermanita pobre del tinglado que se montó durante la Transición con el tema de las Comunidades Autónomas. Y aunque la Constitución deja muy claro que todos gozamos de los mismos derechos con independencia del territorio en el que residamos, todo eso estaría muy bien si no fuera porque se trata de una falacia. Evidentemente -faltaría más-, de un tiempo a esta parte hemos avanzado en mejoras sociales, sanitarias, educativas, económicas, culturales, etc, pero no lo suficiente si nos comparamos con otras latitudes de nuestro país, no digamos ya si lo hacemos con un entorno europeo: fuera de nuestras fronteras persiste la imagen de una España repleta de vagos y vividores quienes compadecer a base de ayudas y subvenciones para sacarnos -sin mucha convicción, que todo hay decirlo- del pozo del atraso en el que nos hallamos. Sucede esto a todos los niveles y, en concreto, también en lo tocante al transporte ferroviario, que es a donde quiero ir a parar después de tantos rodeos. En este punto, Extremadura viaja en un vagón de cola, mientras que otros lo hacen con todo lujo de comodidades en el furgón de cabeza. Que podríamos estar peor, pues sí; pero que tenemos derecho a exigir una red digna de comunicaciones ferroviarias, pues también. La que sufrimos en la actualidad, por lo menos en nuestra región, da auténtica grima y es impresentable en un país como el nuestro, que se vanagloria de ser la octava potencia económica del mundo. Dudo que ningún país africano se halle, en este sentido, en situación más penosa que la nuestra. Que seamos una de las comunidades más desfavorecidas no significa por ello que nos traten como ciudadanos de tercera.  

   El caso es que los que sufrimos a diario, por motivos laborales, la odisea que supone coger el tren, sabemos de lo que hablamos. Los políticos andan enfrascados en la estéril polémica de si el AVE tiene que pasar por aquí o por allá, de si debe disponer de una parada en el centro o en las afueras de las ciudades que visite, olvidando por completo que mientras llegue la alta velocidad habrá que atender como se merece al tren convencional. Se están preocupando de un problema futuro, al que no dudo que haya que prestarle atención, pero sin que ello suponga dejar desatendidas las necesidades presentes, que son muchas y las que más nos preocupan. No es de recibo que para un trayecto de algo menos de ochenta kilómetros, el tren de media distancia que transcurre entre Cáceres y Mérida invierta una hora de reloj, sin mencionar las cerca de cuatro horas de verdadero suplicio que hay que soportar si a alguno le da por ir a Madrid desde la capital cacereña. Tengo para mí que ni siquiera a mediados del siglo XIX, cuando la industria del ferrocarril andaba todavía en pañales, se invertía tanto tiempo en realizar recorridos similares. Pero aun siendo eso grave, no debería pillarnos por sorpresa a tenor de las antiguallas que siguen circulando por la geografía extremeña. El problema de verdad, al menos el que más nos enfurece a los usuarios, es el de la puntualidad o, por mejor decir, el de la congénita impuntualidad que pone a prueba nuestra bendita paciencia: tendrían que ver los lagrimones que surcan las mejillas de los funcionarios que acudimos a diario a Mérida cada vez que comprobamos en los paneles de información de la estación que no habrá retraso en la salida de los trenes, que partiremos a las 15:09 en lugar de, como es habitual, a eso de las 15:30. Poco le falta para que demos saltos de alegría en los andenes, abrazándonos cual colegiales que despiden el curso escolar, y menos aún para que lo celebremos con una botellita de cava de Almendralejo, pero por aquello de mantener las apariencias y que no nos tachen de quejicosos, nos quedamos quietos, mirándonos con cara de decir “amiguete, hoy comeremos antes de que se nos eche encima la hora de cenar”, felicitándonos como si nos hubiera tocado la lotería de Navidad.  A estos extremos hemos llegado. Lo siguiente será arrodillarnos ante el revisor y besarle la mano cuando se disponga a comprobar nuestro billete. Tiempo al tiempo.
   
Hay quienes suspiran, con toda legitimidad, porque el AVE surque cuanto antes los llanos de Extremadura para poder plantarnos en un tris en Madrid, Sevilla, Valencia o Barcelona. Pero, puesto que en este asunto –como en otros muchos- nos situamos a la cola de España, más vale que vayamos paso a paso, y antes de exigir un tren de alta velocidad, lo que sería menester es que se modernizara la flota de los de media distancia que recorren nuestro territorio con más pena que gloria. En estos momentos son otras las prioridades, teniendo en cuenta, además, que los usuarios de uno u otro tipo de tren no serán los mismos: no todos podremos pagar, de continuo, el precio de un billete del AVE. Ignoro si la competencia es del Ministerio de Fomento o de la correspondiente Consejería de la Junta de Extremadura; lo que sí sé es que están tardando en solucionar un asunto que a muchos nos facilitaría el día a día. Ahora que se avecinan elecciones generales, estaremos atentos a las sempiternas e hilarantes promesas de los políticos: esos señores que nos toman por tontos de remate entre campaña y campaña electoral y que, llegado el momento de depositar el voto en la urna, pasan a tratarnos como a señoritos de postín a los que hay que agasajar a base de cantos de sirena con tal de conquistar a cualquier precio la poltrona del poder. Y para ello no dudarán ni un ápice en aprovecharse de nuestra indolencia y buena fe - las mismas que hacen que les votemos una y otra vez a pesar de las puñaladas traperas que nos asestan durante sus mandatos-, además de poner en práctica sus propias artimañas basadas fundamentalmente en una falta de escrúpulos cercana a la ignominia. Pues eso, que me apuesto con todos ustedes que no habrá candidato a la Moncloa que se precie que no nos prometa que la alta velocidad llegará a Extremadura más pronto que tarde, sin saber que, en realidad, el tren que esperamos los extremeños es otro bien distinto.