En días como hoy se hace
harto complicado escribir una sola línea en recuerdo de los
atentados del 11 de marzo de 2004 sin que el alma se nos rasgue a jirones. Y es que, aunque parezca mentira, han pasado ya ocho
años desde que España sufriera el mayor zarpazo terrorista de su
historia. Tenemos tan presente aún aquella fecha fatídica en
nuestra memoria colectiva
que estoy convencido de que más de uno pone en duda que hayan
transcurrido ya tantos años. Las diez bombas asesinas que sembraron
el pánico en los trenes de cercanías, ocasionando 191 muertos y
miles de heridos, dieron lugar a que ese día se nos
haya quedado grabado a sangre y fuego. Por desgracia tenemos
demasiados referentes con los que comparar esta afirmación, tantos
puntos de inflexión en los que la paz social que disfrutamos nos ha
sido arrebatada puntualmente por la guadaña del terror, tantas
ocasiones en las que, con rabia e impotencia contenidas, hemos visto
ondear a media asta las banderas de los edificios oficiales en señal
de luto por los atentados salvajes cometidos indiscriminadamente por
los amigos del odio y del horror: Hipercorp en Barcelona (1987),
Plaza de la República Dominicana de Madrid (1986), Casa Cuartel de
la Guardia Civil de Zaragoza (1987) y de Vic (1991), entre los más
sangrientos y que mayor número de víctimas mortales produjeron, sin
olvidar otros como los sufridos por Irene Villa y su madre en octubre
de 1991, así como el secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel
Blanco en 1997, o las desgarradoras imágenes de Ortega Lara una vez
liberado por la Guardia Civil después de que los terroristas lo
enterraran en vida durante casi año y medio, entre enero de 1996 y
julio de 1997. Como digo, estos son quizás los acontecimientos que
más han mortificado a nuestra sociedad, pero ninguno como la masacre
del 11 M.
Aquellos atentados,
aparte del dolor intrínseco inherente a toda tragedia, fueron
especialmente significativos por el hecho de que se produjeron tres
días antes de que en España se celebraran elecciones generales. La hasta entonces figura inquebrantable de José María Aznar, flamante presidente del gobierno que en 1996 acabó con la hegemonía del
todopoderoso Felipe González y que cuatro años más
tarde, gracias a su exitosa política económica, consiguió el beneplácito de la mayoría absoluta,
empezó a balancearse en 2001: la catástrofe
del Prestige en las costas gallegas supuso la primera vía de agua seria en aflorar en la cubierta del gobierno, originando una ola
de protestas en contra de la gestión que de la crisis estaba
haciendo el ejecutivo del PP, sacando a las calles a miles de
manifestantes bajo el lema “Nunca Mais”. El gobierno no llegó a
recomponerse del todo después de tener que soportar sobre su imagen
aquellas toneladas de chapapote, o de “hilillos de fuel”, como
los llamara ingenuamente Mariano Rajoy, encargado por el presidente
de salvar la situación lo más airosamente posible y salir de
aquella ciénaga en la que no estaba dispuesto a que encallara su
proyecto de Estado, y menos ahora que tenía los escaños suficientes
como para prescindir de los votos nacionalistas en la toma de
decisiones. Pero por mucho lavado de cara que se quisiera hacer de la
situación, el daño estaba ya hecho y sembradas también las
semillas de un caldo de cultivo que terminaría por desalojar al
Partido Popular de los aledaños del poder. Solo bastaba otra racha
de mala suerte para que la nave gubernamental zozobrara ante
la mirada atónita de los que contribuyeron a enarbolar el estandarte del centro-derecha en la mar de las pasiones políticas.
Y esos nuevos aires borrascosos llegaron en 2003. La teórica fortaleza que irradiaba el ejecutivo se vio zarandeada por los embates a que lo sometieron dos
acontecimientos que se sucedieron entre sí en menos de dos semanas:
el accidente aéreo del Yak-42 en Turquía, que costaría la vida a
sesenta y dos militares españoles un nefasto 26 de marzo y, sobre
todo, el apoyo a la guerra de Irak certificada en la denostada foto de las
Azores diez días antes. Esta última decisión,
adoptada por el presidente en contra de la inmensa mayoría del
pueblo español y de no pocos dirigentes y militantes de su partido,
no digamos ya de la oposición política, sería determinante para
que los ciudadanos llegaran a la concluisión de que los atentados
del 11 M eran debidos a la participación de España dentro de la
coalición internacional liderada por Estados Unidos para invadir
Irak con el pretexto de las tan cacareadas y nunca encontradas armas
de destrucción masiva. Esa resolución tuvo la virtud, muy a pesar
de Aznar, pero previsible a todas luces, de poner en contra del
presidente tanto a quienes no le habían votado nunca como a amplios
sectores de las bases del propio Partido Popular. Por cierto, que
entre el primer grupo de descontentos desempeñó un papel muy activo
el mundo de la cultura, escenificando su protesta en la gala de
entrega de los premios Goya de cine. El "No a la guerra" se convirtió en un grito de ira que surcaba pueblos y ciudades cargado de las razones que siempre asisten a quienes se oponen a cualquier conflicto armado.
Ese era el pulso
social que latía en España cuando, a partir de las siete y media de
la mañana del jueves 11 de marzo de 2004, todos dejamos de prestar atención
a los pormenores de una anodina campaña electoral para centrar
nuestras preocupaciones en las turbadoras noticias provenientes de
Madrid. En un primer momento todos dieron por hecho que los atentados eran obra de ETA: no sería
extraño pensar que después de más de treinta años de actividad su
locura desembocara en aquella matanza. Arnaldo Otegui entonó la
única voz discordante dentro de aquella unanimidad: el antiguo
terrorista reconvertido en político negaba que la banda de la que un
día llegó a formar parte tuviera algo que ver con los atentados en
las estaciones de Atocha, Pozo del Tío Raimundo y Santa Eugenia.
Pero claro, quién iba a creer en la palabra de un individuo que en
su juventud había abrazado la opción de las armas como medio para
defender su ideario político. No se la creyó nadie hasta que la
versión difundida por el gobierno, basada en los datos facilitados
por la propia Policía, empezaba a resquebrajarse con la aparición
de los primeros indicios que apuntaban al terrorismo islámico. Así,
a las tres y media de la tarde del mismo 11 de marzo es localizada
una Renault Cangoo con detonadores y versos del Corán en su
interior; además, la misma noche de los atentados un diario
londinense editado en árabe recibió un correo electrónico de las
Brigadas de Abu Hafs al Masri, grupo ligado a Al Qaeda, reivindicando
su autoría. Horas más tarde, a la una de la madrugada del 12 de
marzo, fue detectada la famosa mochila de Vallecas con otra bomba en
su interior que no llegó a explosionar. Eran ya demasiadas
coincidencias para que el gobierno siguiera manteniendo la tesis de
ETA en contra de la que, a tenor de los últimos hallazgos, empezaba
a tomar más cuerpo.
La opinión pública
demandaba información a raudales, y así lo expresó en las
multitudinarias manifestaciones convocadas en toda España a partir
de las siete de la tarde del 12 de marzo. El pueblo tenía derecho a
saber la verdad de lo sucedido, tenía derecho a disipar las dudas
que la oposición comenzaba a plantear respecto de los datos que el
gobierno estaba trasladando a la sociedad, acusándolo de ocultar las
referencias que conducían irremisiblemente a considerar a las
células islamistas como las autoras de los atentados. Esta opción
siguió reforzándose cuando a mediodía del 13 de marzo una llamada
anónima a Telemadrid alertaba de la existencia de una cinta de vídeo en una papelera cercana a la mezquita de la M-30. Ya no hizo falta nada más para que ese día, jornada
de reflexión de las elecciones generales que iban a tener lugar al
día siguiente, grupos de ciudadanos se concentraran vía sms ante la
sede del PP de Madrid reclamando una verdad que les
estaban hurtando. Todo ello con el concurso irresponsable de la
cadena SER, que extendió el bulo de los suicidas con cinturones de
explivos atados a la cintura, y espoleados por Alfredo Pérez
Rubalcaba, portavoz del PSOE en el Congreso, con la consigna de que
“los ciudadanos españoles se merecen un gobierno que no les
mienta, que les diga siempre la verdad”. La disyuntiva estaba
clara: si había sido ETA, era muy probable que el PP no sólo
ganara las elecciones, sino que lo volviera a hacer por mayoría
absoluta; en cambio, si los atentados eran obra de los islamistas,
resultaría inevitable que el gobierno pagase en las urnas el apoyo
prestado a Bush en la guerra de Irak.
Al final, las elecciones
arrojaron el resultado que cabría esperar: el PSOE, contra todo
pronóstico, ganó los comicios obteniendo ciento sesenta y cuatro
escaños frente a los ciento cuarenta y ocho del PP. Las dudas
sembradas por la gestión informativa del gobierno caló en la
población: Zapatero consiguió tres millones de votos más que en
las pasadas elecciones, mientras que Rajoy se dejó por el camino
algo más de medio millón de votos. Antes de los atentados era
imprevisible que el PSOE alcanzara el gobierno en esa consulta
electoral; así lo demuestran las encuestas de intención de voto.
Aquella fue una victoria inesperada hasta para los propios
vencedores, lo cual no quiere decir que fuera una victoria ilegítima,
tal y como se encargaron torpemente de poner de manifiesto algunos
dirigentes del PP. Pero sí es cierto que el resultado de aquella
contienda se vio afectado por un acontecimiento sin cuya aparición
los hechos habrían sido distintos.
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